El mundo se está por terminar y todos le dicen a Carol que tiene que aprovechar ese tiempo para vivir. Sus padres son dos ancianos que están siempre desnudos y armaron un trío con un enfermero joven y musculoso con el que se dan besos de lengua. La serie creada por Dan Guterman es de animación para adultos y la dimensión fantástica se juega en los comportamientos de los personajes más que en algún efecto visual que se desmarque del realismo.
El fin del mundo se expresa en ese frenesí de los autos que se chocan porque la gente está apurada por concretar en los pocos meses que quedan de vida humana en la tierra, todos los excesos y locuras que dejó pendiente. Carol le inventa a sus padres que empezó a practicar surf como una demostración de sus ansias de aventuras. La verdad es que Carol es una mujer solitaria de 42 años (podría incluso parecer más grande) que transita con calma pero con la fuerte convicción que algo deberá cambiar en su vida, ese tiempo final que será definitivo. Para vivir comienza a trabajar en una oficina donde los empleados no hablan entre sí, son seres eficientes y callados que no soportan las miradas ni los comportamientos que delaten algún tipo de interés. Es allí donde Carol instala su pequeña revolución: se lleva los legajos y aprende los nombres de todos. Llamarlos por sus nombres genera en esa oficina de solitarios una inquietud que se empieza a parecer a la felicidad.
En Carol y el fin del mundo, una serie de diez capítulos que puede verse en la plataforma Netflix, la crítica social sucede a partir de situaciones simples, expuestas con cierta inocencia. En este sentido dialoga con la película finlandesa Hojas de otoño de Aki Kaurismaki (que se estrenó en Mubi y todavía está en algunos cines de Buenos Aires) donde las ruinas de un universo laboral precario que lleva a las personas a experimentar una fragilidad que podría destrozarlas por completo, es narrado desde un humor inexpresivo desde el que surge una esperanza tierna y para nada complaciente.
Los escenarios de Carol y el fin del mundo son territorios abandonados donde cualquiera puede entrar a un supermercado y llevarse los alimentos que necesite sin pagar porque ya no hay nadie que vigile. De hecho a Carol se le ocurre invitar a dos de sus mejores amigos del trabajo a un bar que se convertirá en el lugar al que toda la oficina va a celebrar cada día un nuevo happy hour como si fuera la recreación de una casa donde se puede pasar de servirse un trago en la barra a sentarse en una mesa sin costo alguno y sin camareras ni meseros, como en un festín sin límites. Esos meses que faltan para que todo acabe (una fecha que se informa en las pantallas de los televisores como una alarma insidiosa) tienen esa alegría de las fiestas cuando quedan pocos invitados y sentimos que el lugar es nuestro, que podríamos hacer lo que quisiéramos pero a su vez habita esa tristeza de saber que todo lo que se logró hasta allí (Carol se transforma con todas las facilidades que da la animación y que permiten atenuar el verosímil) nos durará poco.
La urgencia es la que pone a Carol en esa instancia de sentir que no ha vivido como si fuera un personaje chejoviano. Pero ella no se muestra apesadumbrada ni manifiesta premura. La dimensión existencial de esta serie se encuentra en esos ojos azorados que parecen estudiar ese territorio cotidiano que ahora es nuevo porque está por terminarse. Algunas fabulaciones de Carol (a las que recurre para conformar a su entorno) se convierten en realidad.
Lo interesante de la serie de Guterman es que nos está diciendo que la vida en las ciudades suele ser muy poco emocionante, que tenemos una calculada idea del tiempo y que solo cuando sabemos que vamos a perderlo, que los días ya no van a llegar como bandada, podemos decidirnos a intervenir sobre ese mundo. Lo que hace Carol es impregnar de amistad su lugar de trabajo como una fuerza contagiosa que le da el coraje para conquistar cualquier aventura.