A comienzos de los 80, Popayán, mi pequeña ciudad natal, era casi tan provinciana como lo es hoy. Tenía solo una librería, dos humildes tiendas de discos y tres cines que combinaban estrenos taquilleros con viejas cintas de artes marciales o terror de serie B. La escasa vida cultural giraba en torno a lo poco que pudiera hacerse desde la Universidad del Cauca y, como no teníamos acceso a montones de discos, libros o películas, nuestra pálida erudición dependía en gran medida del azar, cuando no directamente de algún milagro. Ahora bien, si lo tuyo eran las actividades subversivas, la lucha armada o la organización popular, Popayán era una capital global. No exagero. Durante esa década, por la casa de mi abuela, que en la práctica funcionaba como una comuna anarquista, desfilaron decenas de exiliados de todas las dictaduras del Cono Sur, agentes sandinistas, supuestos amigos de Douglas Bravo, etarras melancólicos, argelinos con dudosos pasaportes dominicanos y un puñado de europeos en busca de entrenamiento guerrillero. Gracias a esas visitas, a mis oídos infantiles llegaron las primeras notas de rock argentino, piedra angular de mi educación sentimental. Y por esa misma vía llegaron también The Clash, el cine de animación checo en cintas de Betamax, Ney Matogrosso, el punk vasco, los Jaivas o las canciones insurgentes de Geraldo Vandré.

Para entonces, mis padres ya habían abandonado la militancia oficial pero seguían sirviendo de enlace y apoyo para distintas organizaciones, así que el flujo de viajeros singulares no mermaría hasta bien entrados los '90, con el neoliberalismo.

Pero en el '85 mi madre todavía estaba por recibirse en la facultad de medicina y lo único que le quedaba para que le dieran el diploma era hacer su año rural. Se mudó entonces a Tierradentro, una zona con una larga tradición de luchas indígenas donde el control territorial lo ejercían tres grupos armados. Yo iba a visitar a mi vieja a Tierradentro una o dos veces al mes y allá me sucedieron dos cosas para mí memorables. La primera fue que, durante un juego de escondite con unos niños del pueblo, me caí al foso séptico de una letrina (nadé en la mierda hasta que vinieron a sacarme, casi una hora después). La segunda fue mi encuentro con un sonido nuevo, con unos ruidos, más bien, quejas de máquinas vivientes y sierras animadas artificialmente y pulsaciones y chasquidos eléctricos, descargas de energía metálica y unas voces que recitaban versos en una lengua demoníaca.

Resulta que mi vieja había hospedado a una pareja de alemanes que se hacían llamar Billy y Ully, falsos turistas con falsos nombres cuya misión secreta era, al parecer, unirse a las filas del ELN. Se dice que venían de una larga militancia clandestina que los había llevado de simpatizantes de la Baader Meinhoff hasta Nicaragua, previo paso por Cuba y el activismo pro-palestino. Aunque ese era el cuento que echaban ellos mismos, Billy y Ully, quizá para darle algo de glamour revolucionario a su vida de viralatas románticos sin oficio ni beneficio. A fin de cuentas yo solo los recuerdo tomando aguardiente caucano, fumando pasta base y garabateando todo el día en unos cuadernos escolares. Y bueno, claro, también estaba la música. Esos ruidos fantasmagóricos que a mí me fascinaban y me obligaban a mirar por la ventana totalmente alelado, porque esas letanías de chatarra futurista no parecían brotar de la grabadora de Billy y Ully sino de la tierra misma, de las montañas. Desde luego, yo nunca había escuchado una cosa semejante. Los ruidos comentaban el paisaje, le metían la mano por dentro como a un títere y lo obligaban a ondular, a decir palabras encantadas. Billy y Ully, por su parte, escuchaban con los ojos cerrados, exhalando largas espirales de marihuana, intercambiando algún cuchicheo en su idioma. De vez en cuando se dirigían a mí para preguntarme si estaba bien, si me gustaba la música. Yo sonreía, arrebatado y con la turbia sensación de que me estaban haciendo partícipe de algo prohibido.

No sé qué habrá sido de la suerte de Billy y Ully. Lo más probable es que no se unieran al ELN. Quizá volvieron a Alemania, no tengo idea. El caso es que antes de marcharse me regalaron un casete que contenía todos esos ruidos hermosos. Un casete totalmente pintarrajeado pero sin ninguna marca que pudiera darme una pista sobre la identidad de los músicos, si es que a eso se le podía llamar música. Durante los siguientes cuatro o cinco años, mientras el casete estuvo en mi poder, solo pude entregarme a fantasear sobre su origen: ¿eran las meditaciones de Robocop? ¿Un paseo por las ruinas de la Estrella de la Muerte después de la explosión revolucionaria? Como digo, puros inventos de fan tercermundista, sin acceso a la información, al contexto, a los nombres. En Popayán, en 1985, no había nadie que pudiera ayudarme a saber más. Y así estuve todo ese tiempo hasta que me aburrí, dejé de prestarle atención al casete, perdí todo interés y finalmente mi tío Luis agarró la cinta para grabar encima una recopilación de temas de salsa romanticona.

Pasaron muchos, muchos años. Viví en varias ciudades y varios países. Pero, a pesar de los cambios, mi educación estética y sentimental estuvo siempre vinculada a todos esos visitantes que pasaron por la casa de mi abuela en los 80. Lo único que seguía sin resolverse era la identidad de los músicos del misterioso casete de Billy y Ully.

Por fin, a comienzos de este siglo, con veintipocos años, en casa de Gonçalo y João Zagallo, mis dos grandes amigos lisboetas que tanto me enseñaron sobre música, volví a escuchar esos mismos ruidos. Bastaron los primeros crujidos para hacerme levantar de un brinco. ¿Qué es esto?, pregunté. ¿Qué carajos es esto? Necesito saberlo. Gonçalo pronunció el nombre pero no entendí nada. Tuve que pedirle que lo repitiera dos, tres veces. Igual seguía sin comprender. El misterio se resistía tercamente a revelarse. Mi amigo, tirado en el sofá, señaló entonces la caja del CD y yo corrí a encontrarme con mi destino: Einstürzende Neubauten. Kollaps. El sonido del cabaret del futuro. El sonido de un pasado revolucionario que no deja de volver. El sonido de las montañas del Cauca en 1985. El ruido fáustico que se produce en la fragua de Vulcano.

Juan Cárdenas (Colombia, 1978) es escritor. Su novela más reciente es Peregrino Transparente (Sigilo, 2023).