El plan económico del gobierno es insustentable por donde se lo mire. Existe déficit estructural de la cuenta corriente sin el menor indicio de reversión y el peso de los servicios de la deuda en el presupuesto es una función que “crece creciendo”. Según números oficiales la carga de intereses fue del 2,3 por ciento del PIB en 2016, llegaría a cerca de 3 puntos este año y se proyecta, si todo va bien y con optimismo, a 3,4 para 2018. En paralelo, el mercado laboral se deteriora y se reemplazan empleos de calidad por otros más precarios. No existen señales consistentes de recuperación del consumo en el mediano plazo y se anuncia que, cualquiera sea el resultado electoral, se profundizará el rumbo económico que provocó el panorama presente. La actual administración falla hasta en los que serían los puntos presuntamente fuertes de los regímenes neoliberales: aumenta el déficit fiscal, no consigue mantener a raya la inflación, las exportaciones permanecen estancadas y su “regreso al mundo” ya parece un chiste de mal gusto. Se dejó caer financiamiento internacional para obras de infraestructura por razones puramente ideológicas y se asiste con gesto inmutable al proteccionismo de los otros. Mientras se cantan loas al libre comercio, Estados Unidos, con quien vuelven a ensayarse relaciones carnales, a la usanza uno adelante y el otro atrás, bloquea descaradamente las principales exportaciones locales, como los biocombustibles, un negocio que en 2016 rondó los 1300 millones de dólares. Las legendarias exportaciones de limones, en tanto, quedarían para sazonar las importaciones de cerdos, también estadounidenses. La lluvia de inversiones sólo es ingreso de capitales especulativos cuyos costos crecientes será la herencia del modelo para las futuras generaciones.
En semejante escenario de insustentabilidad y deterioro resultan casi increíbles los números positivos de algunas encuestas sobre la percepción de la situación económica (por ejemplo las del Cecreda realizadas en mayo y en agosto), especialmente entre los encuestados con mayor nivel de estudios, otra anomalía, pero entre quienes probablemente pesen más los microclimas urbanos emergentes del mensaje uniforme de la parafernalia de los medios para-oficialistas, situación que, junto al impulso preelectoral de algunos componentes de la demanda, contribuyó a generar en los últimos meses un ilusorio clima de bonanza. Al mismo tiempo, muchos de quienes afirman estar conformes con la situación presente reconocen estar peor que hace dos años. Algunas respuestas posibles frente a estas contradicciones aparentes es que perviven restos del bienestar del pasado, los problemas del presente son atribuidos al gobierno anterior y sobre todo, se mantiene la esperanza en un futuro mejor. Dicho de otra manera, el deterioro provocado hasta el presente por el programa económico se encuentra focalizado en alrededor de un tercio de la población y, en consecuencia, no parece traducirse todavía en descontento social generalizado.
Las proyecciones, entonces, deben trasladarse a las decisiones que se tomarán a partir del lunes 23 de octubre. Mucho de lo que sucederá se encuentra implícito en el proyecto de presupuesto 2018, que propone una evolución del Gasto primario (antes del pago de intereses) por debajo de la inflación proyectada y centrado principalmente en la continuidad del recorte de subsidios (-21 por ciento real), es decir más tarifas.
¿Pero qué significa exactamente más tarifas? Para empezar, el aumento en trenes, colectivos, taxis, subtes, naftas, gas, luz, agua y telefonía. Según se reseña en el último informe mensual de FIDE, los incrementos llegarán paulatinamente durante los últimos meses de 2017 y la primera mitad de 2018. Al respecto vale recordar que parte de estos aumentos estaban previstos para este año, pero fueron dejados en suspenso electoral.
Para los próximos meses el gobierno proyecta ajustes en el costo del transporte de alrededor del 50 por ciento, aunque el impacto se morigeraría parcialmente por la vía del “boleto multimodal”, que permitirá combinar en un solo ticket viajes en trenes, colectivos y subtes. En el caso del subte, el plan es llevar el costo del viaje a 10 pesos, lo que no evitará continuar con los subsidios a la concesionaria. Se prevé que las tarifas de taxis, con menor incidencia en la canasta de los trabajadores, subirán el 12 por ciento.
El ajuste de la luz llegará en noviembre y al incremento en la tarifa se sumará el permiso para que las distribuidoras Edenor y Edesur “adecúen” sus márgenes de rentabilidad con subas adicionales semestrales. Para el gas se prevé un incremento desde el 1º de diciembre, tanto para transporte como para la distribución. En una segunda fase se agregará la llamada revisión tarifaria integral. De acuerdo con el cronograma fijado por el Ministerio de Energía, el gas pasará después de las elecciones de 3,77 a 4,19 dólares, un alza del 11,1 por ciento en moneda dura. Para la telefonía celular se prevén incrementos variables según las empresas de entre el 4 y el 12 por ciento. Los peajes volverán a aumentar en el verano. Finalmente, en el caso de los combustibles no sólo se redolarizaron los precios, sino que otra vez una oferta oligopólica fijará uno de los principales precios relativos de la economía, quizá uno de los mayores retrocesos del conjunto de aumentos.
En términos macroeconómicos, los efectos del paquetazo son predecibles, significará menos ingreso salarial disponible y mayores costos de producción, menos demanda y más inflación. El dato contrasta con el discurso oficial, que insiste en que la recuperación se basará en la inversión, que empujará el PIB, y en la baja de la inflación, que alentará el consumo. Es decir, en las mismas promesas ensayadas desde el cambio de gobierno sin que hasta ahora haya podido establecerse correlación alguna entre las políticas aplicadas y los resultados perseguidos. Dicho de otra manera, si el objetivo era aumentar la inversión y bajar la inflación la política económica no lo estarían logrando.