El cuento por su autor

“Los esperantes” es uno de los primeros cuentos que escribí, a fines de los 90. Aunque el título y la forma actual llegaron mucho después, luego de largas pausas y arduas reescrituras. El tema y el escenario están en el origen de otras cosas que he escrito, por interés personal, pero más aún porque creo que en el centro de mi pequeño imaginario hay una estación de trenes y todo orbita a su alrededor.

Algunos fragmentos de este relato sirvieron de disparador y se metabolizaron –le robo el uso de esta palabra a Fabián Casas– en mi novela Los silencios. Pero el narrador protagonista que decide unirse a la larga espera es posterior.

La fisonomía del pueblo –al pueblo real me refiero– ha cambiado, el escenario del cuento es hoy un enorme parque que la gente y los distintos gobiernos han sabido resignificar y darle nueva vida. Pero en mis recuerdos persiste la imagen de aquella estación abandonada y solitaria.

Aunque pertenece al mundo que se narra en El lugar de las despedidas, mi primer libro de cuentos, en su momento quedó afuera por todo esto que acabo de mencionar. En breve, espero, habrá nueva edición, corregida y aumentada, en la que aparecerá “Los esperantes” y otros cuentos que no incluí en la versión original.

Los esperantes

Durante muchos años en mi pueblo, cuando alguien, ya sea por mal de amores, porque había perdido la cosecha, le habían diagnosticado un mal incurable o por el motivo que fuese, tomaba la determinación de quitarse la vida, lo habitual era que para tal fin recurriera a las vías del tren. Era lo que estaba más a mano, un método económico y eficaz que no requiere de logística ni planificación previa, y si bien hay que reconocer que tiene la contra de dejar un resultado desagradable a la vista e impedir el velorio a cajón abierto, la mayoría de los habitantes coincidíamos en que cuando la vida de uno, para bien y para mal, ha estado signada por el ferrocarril, es una aberración y una ofensa valerse de otro medio para suprimirse.

Se había establecido así un acuerdo tácito entre partes, de modo que cuando uno veía a alguien acostado en las vías con la evidente intención de emprender la gira, como forma de cortesía se acercaba y le informaba que ese día el tren venía con retraso, le preguntaba si no quería un cigarrillo o un caramelo de menta, o si le molestaba que uno se llevara sus zapatos, o le decía que se fijara si de acuerdo a su contextura no le convenía más acostarse en un solo riel a lo largo. Luego, cuando se escuchaba el pito, se le daban ánimos y, por respeto a la intimidad que requería el momento, se lo dejaba solo.

Los suicidas que no respetaban la tradición eran mal vistos, su gesto era tomado como un insulto y se los castigaba públicamente con velorios desiertos y, fuera de la visita de los familiares más cercanos –y a veces ni siquiera ellos–, en el cementerio pasaban a ser difuntos parias que no recibían flores de nadie y sus tumbas pronto se convertían en taperas. Pero eran casos contados, excepciones.

No había restricciones a la libertad de elegir tirarse abajo de un tren diurno o nocturno, de pasajeros o de carga, y lo mismo en cuanto al lugar, que podía ser la loma de los gallineros, la curva del corralón o el paso a nivel de la aceitera, pero no frente a la estación, donde por una cuestión de orden y buen gusto entendibles, don Ullmann, el jefe de estación, lo había prohibido. Y a don Ullmann se lo respetaba.

Nuestros padres nos enseñaban que si veíamos a alguien acostado en las vías debíamos preguntarle qué estaba haciendo. Si la persona nos contestaba que estaba esperando el tren para matarse, debíamos hacernos tres veces la señal de la cruz y decirle “vaya con Dios”, aunque en la iglesia nos dijeran lo contrario. Pero si no nos respondía, era posible que el individuo en cuestión estuviera descompuesto, desmayado, borracho o dormido, o todo eso junto, y entonces lo que debíamos hacer era correr a buscar a un mayor o ir hasta a la comisaría a dar el aviso, y si en la comisaría no nos llevaban el apunte porque el agente de turno estaba lustrando el arma o jugando al solitario, o sí nos escuchaba, pero nos decía que tenía una pila de informes atrasados que presentar y se le había terminado el liquid-paper, si no podíamos ir a comprarle y de paso le traíamos un Jockey corto de 20, nos dábamos cuenta de que era peor el remedio que la enfermedad y salíamos corriendo a intentar sacar nosotros mismos a la persona de los rieles. Con los hombres en general no era tan grave, porque ante la desesperación uno no duda y en ese momento todo plan que pueda funcionar es válido, pero nos han tocado señoras, incluso señoras gordas con polleras, y ese sí que era un trastorno, porque uno no quiere ser irrespetuoso, pero cuando siente que las vías empiezan a vibrar y ya ve la luz sobre los rieles, y uno está con un amigo que se abatata o, peor, solo, recurre a lo que sea, aunque lo mejor siempre es tirar de los pies, y si eso no funciona hay que hacer palanca, lo ideal es con un palo, pero como es raro que uno tenga un palo o una tabla en ese momento, no queda otra que meter el pie a la altura del abdomen y empujar con todas las fuerzas, sin flexionar la rodilla, buscando que el cuerpo gire aunque sea un cuarto de vuelta, porque una vez que quedó de costado ya es más fácil, se empuja desde la espalda y, sobre todo si es alguien rechoncho, tiende a girar y enseguida queda fuera de peligro.

Nunca nadie supo responder por qué habiendo en el pueblo tantas cunetas, cordones y baldosas flojas, los borrachos siempre se caían en el paso a nivel. Pero ese es otro tema. Lo importante es que así se salvaron muchas vidas. Obvio que también se cometían errores y uno a veces terminaba sacando a alguien que sí se quería matar, pero como no tenía el coraje de esperar lúcido la llegada del tren, se había bajado una botella de ginebra o una tableta de pastillas para dormir, y cuando en la salita lo reanimaban se enojaba y preguntaba quién era el insolente que lo había salvado, y las enfermeras, que nunca supieron ser discretas, enseguida cantaban y después había problemas que terminaban en la comisaría o, muy probablemente, otra vez en la salita. Igual yo nunca me arrepentí en esos casos, porque mi papá me decía que ante la duda había que salvar siempre. Lo otro después se ve. Si la persona se quiere matar ya va a encontrar oportunidad, pero si no quería... Porque de esos casos también hubo, y durante el velorio los familiares preguntaban si acaso nadie lo había visto tirado –o tirada– en las vías, y despotricaban: qué falta de solidaridad, no se les ocurrió que quizá se le había nublado la vista y tropezó, o que le había bajado la presión… Así que yo de grande seguí haciendo lo mismo.

***

Pero esta costumbre nunca fue un problema en nuestro pueblo. El problema –el verdadero problema– empezó la madrugada en que el tren de las seis no pasó. Ese día todos nos quedamos dormidos y llegamos tarde al trabajo, los chicos no fueron a la escuela y hasta los gallos parecían desorientados cuando nos veían salir con el sol allá arriba y cruzar las calles apurados, la cara marcada por las sábanas, dando los buenos días con malhumor, los ojos lastimados por el sol de las nueve al que no estábamos acostumbrados.

Era tan insólito que muchos fuimos a la estación a preguntarle a don Ullmann qué había pasado. Lo encontramos con sus característicos traje azul y gorra impecables, doblado sobre el telégrafo. Levantó apenas la cabeza, nos saludó con el afecto de siempre y nos dijo: así estoy desde la cinco; no hay respuesta morse, no me contestan el teléfono, no hay radio, no hay nada.

No fuimos a trabajar ese día. Nos quedamos sentados en el andén a esperar novedades.

La peregrinación desde los barrios no cesaba, todos llegaban con el mismo susto y la misma pregunta en la mirada. Pero nadie tenía respuestas.

Aunque éramos muchos casi no se hablaba, había poco para decir. Parábamos la oreja ante cualquier sonido más o menos agudo y fijábamos la vista al final de los galpones de la vieja aceitera, en la curva por donde el tren aparecía todas las tardes tocando pito y haciendo vibrar las calles, o al otro lado, esperando verlo asomarse en la loma del matadero, viboreando al sol del mediodía.

Algunos se iban y volvían al rato con el mate, algo de comer y una radio; dormitábamos por momentos y nos despertábamos sobresaltados por la voz de algún ansioso que daba una falsa alarma.

El sol comenzó a bajar hasta perderse detrás de los pinos de la comisaría, tiñendo de rojo los rieles, y empezamos a sentir frío y sueño, pero no lo decíamos porque esperábamos otra cosa: un tren de carga que nunca pasó y el último, el favorito de todos: el Porteño, que tampoco llegó.

Recién a las once de la noche la radio se acordó de nosotros y lo resumió en una frase: “Se informa oficialmente a los usuarios del Ferrocarril General que los servicios han quedado interrumpidos por tiempo indeterminado”.

Conocíamos de sobra el significado de “indeterminado”, y no es palabra que uno quiera escuchar en boca de un gobernante. Era un hecho: el tren no volvería a pasar.

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No fue necesario disimular porque todos sentíamos lo mismo. Como la cerrazón, la tristeza se instaló en las calles, se ganó en nuestras casas, en nuestros trabajos, y día a día fuimos dejando de hacer chistes, de saltar alambrados para robar frutas, de organizar kermeses. Al principio seguimos cumpliendo nuestras tareas como autómatas: íbamos a trabajar, volvíamos a casa donde nos esperaban con la comida, como siempre, como si nada, y los chicos salían para la escuela con sus guardapolvos almidonados, porque aún nos movía la inercia de toda una vida, la fuerza de la rutina llevándonos de la mano. El loco David seguía yendo a la estación a tocar la campana, a esperar que don Ullmann saliera a retarlo con la gorra en la mano. Y aunque don Ullmann no volvió a salir y un mal día nos enteramos que se había ido del pueblo, dejando la estación vacía y abandonada, David siguió tocando y corriendo por el andén hasta la tarde en que llegó desesperado a la avenida gritando que la campana no estaba más.

En la vía paralela quedaron dos vagones de carga y un viejo vagón de pasajeros de primera clase con algunos vidrios rotos y los asientos de cuero llenándose de tierra. Nunca nadie los buscó ni los reclamó. A la vista de todos se fueron marchitando. El tren había muerto y sus restos, como un despojo, estaban ahí, echándose a perder, transformándose lento en chatarra. A los galpones, llenos de herramientas, de materiales y mercaderías, los fuimos saqueando sin apuro hasta dejarlos vacíos, para una vez vacíos empezar a desmantelarlos: primero las aberturas, luego los tirantes, las canaletas, las chapas del techo. Lo único que quedó en pie fue la estación propiamente dicha, no por respeto o cosa parecida sino porque es de material y pudo más la desidia que el interés de llevarse unos ladrillos. El antiguo terreno del ferrocarril, siempre cuidado por los obreros –los catangos, como los llamábamos–, se transformó en un pastizal que dividía al pueblo de un modo violento, una frontera hecha de yuyos, un paso a nivel inútil, basura y animales muertos.

Los catangos, cincuenta y dos en total, tuvieron que viajar en colectivo hasta la ciudad para pelear por sus derechos de indemnización, y algunos ya no volvieron. Con el tiempo nos enteramos que muchos enfermaron; unos murieron, otros se mudaron nadie sabe dónde.

Yo tenía diecinueve años cuando el tren dejó de pasar, y en la metalúrgica donde trabajaba hacíamos repuestos para el mantenimiento del ferrocarril. Nuestro taller era uno de los más importantes del ramal. El fin del tren significó el fin de nuestro trabajo.

La vieja kermés de los domingos fue reemplazada por visitas a la sala de primeros auxilios, velorios en los que masticábamos bronca o despedidas en la terminal de ómnibus, esa mierda. Todas las semanas alguien se moría de tristeza; todos los días un hijo, un sobrino o un amigo se iban del pueblo. Así, hasta que ya no quedaron hijos que despedir y la gente dejó de morirse tanto como para ir a parar adentro de un cajón.

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Con toda esa angustia y desconcierto a cuestas, era lógico que nadie pensara en los desesperados de las vías, aunque ellos no habían renunciado a su vocación y seguían ahí, recostados esperando el tren que por fin los librara de sus tormentos. Pero no tardaron en hacerse visibles, porque al tradicional número de románticos, morosos y fracasados, empezaron a sumarse los que habían tomado esa determinación por una razón muy distinta, y llegaban a buscar su lugar entre los rieles. Este nuevo grupo, que no paraba de crecer, no era gente que arribaba con la mera intención de acostarse a esperar y nada más, sino con la actitud combativa de hacer visible su dolor y dejar testimonio de que estaban dispuestos a no moverse de allí hasta que el tren volviera a pasar, y aunque los familiares, vecinos y hasta autoridades del pueblo como doña Rosaura, la directora de la escuela, o el mismo doctor Lifschitz y ni hablar el comisario Jesús María, intentaban convencerlos de que la espera era inútil, y los llevaban a la rastra hasta las casas, ellos no atendían razones y pataleaban y se quedaban, o se escapaban al rato y volvían a las vías, argumentando que esa espera tenía más sentido que quedarse en casa mirando el techo.

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Como la mayoría, reconozco que al principio me burlé de ellos. Me llevó un tiempo entender su lucha. El detonante llegó cuando después de meses de golpear puertas buscando una changa miserable, me di cuenta que la única alternativa que me quedaba era la más injusta y no estaba dispuesto a aceptarla: irme del pueblo. Cuando al fin comprendí y decidí sumarme, los esperantes ya eran multitud.

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Lo más duro fue lograr la aceptación de mi familia, mantenerme firme frente al ruego desesperado de mis padres. Fue una prueba que no hubiese superado sin el apoyo de mis compañeros. Pero una vez que mis viejos entendieron que mi decisión era inamovible, se resignaron y optaron por venir a visitarme: mamá traía el mate, papá los sillones y la radio, y nos sentábamos juntos a mirar el atardecer. Cuando empezaba a caer el sereno, me daban un beso en la frente, me hacían prometerles que me iba a tapar con la frazada que me habían dejado y se despedían hasta el día siguiente.

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Con el tiempo se formaron grupos, capillas, brotaron asperezas y se agudizaron las diferencias entre las distintas posiciones. Se definieron liderazgos. Básicamente las posturas eran dos, que estuvieron desde el primer momento: la gente que esperaba el tren para matarse y vivía –es un decir– la espera como un purgatorio del que soñaba poder salir algún día solo con llegada del tren (en este grupo hubo gente que claudicó: algunos volvieron a sus casas, pidieron una sopa caliente y después se pusieron a dar vueltas a la plaza para desentumecer los huesos. Hubo otros que también se fueron, pero su rendición terminó en escopetazo o envenenamiento y eran el ejemplo más claro de lo que no había que hacer). El otro grupo, entre los que me contaba, era más numeroso y estaba compuesto por los que esperábamos con espíritu huelguista. Con la intención (utópica si se quiere) de hacer visible un problema social grave y que en el fondo –y esto es lo que nos señalaban con bronca los ortodoxos–, el deseo de suicidarnos era secundario y en algunos ni siquiera: no era nada seguro que si algún día el tren aparecía, en lugar de quedarnos recostados en los durmientes, no nos haríamos a un lado para darle la bienvenida y ponernos a saltar (yo, secretamente, estaba entre ellos), algo imperdonable para un esperante genuino. Frente a esta sospecha, los puristas eran categóricos, de mentalidad esquemática; no admitían ideas nuevas y se cerraban ante el único e inicial objetivo que era esperar la llegada del tren para que los pasara por arriba y nada más. Según ellos, todo lo otro era pura cháchara.

Hubo peleas que terminaron con heridos graves, así que para evitar males mayores votamos una junta de representantes, delegados que serían portavoces ante la autoridad municipal, y volvimos a organizar carreras de embolsados y partidos de bochas para amenizar las horas y restablecer los vínculos. Pero el entusiasmo, siempre escaso, se apagaba pronto y retornábamos a ocupar nuestro lugar, a hundirnos en el silencio y la nostalgia.

Los peores momentos del día eran siempre los mismos: cuando se acercaba el horario de llegada de un tren; el de un clásico como el Porteño, 20.40, siempre bastante impuntual pero sagrado, cuántos de nosotros habíamos conocido la Capital gracias a él. O el Fiat, que circulaba por toda la provincia y durante el año nos llevaba a Paraná y en verano a la costa del Uruguay. A veces se generaba un pequeño clima de ansiedad, manifestado en rezos y ruegos a viva voz, pero a medida que los minutos pasaban y el horario de arribo se alejaba sin novedades, los rezos se apagaban y solo quedaba el silencio.

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Con los primeros fríos llegaron también las fiebres, los broncoespasmos y las gripes: los enfermos no querían por nada del mundo ser trasladados a la salita, así que las enfermeras se turnaban para cuidarlos en las vías, los arropaban, les daban la sopa y té de ambay para la tos. Aun así, una mañana don Agustín, uno de los catangos más viejos y querido por todos, amaneció muerto. Fue una conmoción: los miembros del comité resolvieron que había que velarlo frente a la estación, y así se hizo. Lo llenamos de flores silvestres, lo despedimos con un fuerte aplauso y bautizamos con su nombre, “Agustín San Juan”, a nuestro grupo de esperantes.

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Pasó el invierno y llegó una primavera descolorida y sin novedades. Vino luego un verano calcinante que trajo insolaciones y delirios hasta que las hojas se empezaron a caer otra vez y el rocío volvió a mojarnos anunciando un nuevo invierno. Pasaron los años, los lustros, las décadas. Se nos aflojaron las muelas y se nos cayó el pelo, nos volvimos inseguros al andar y empezamos a necesitar bastones y pastillas recetadas para unos y otros males. Muchos de los miembros fundadores ya se fueron, nuevas generaciones se han ido sumando, otros estamos viejos y achacados pero seguimos acá, con la rancia esperanza (que no es más que un débil recuerdo y una inercia emperrada) de volver a sentir algún día esa vibración, aquel agudo y largo si bemol y ver ese brillo plateado sobre los rieles que nos ilumine el espíritu y nos lleve por fin al cielo eterno donde los trenes nunca dejan de pasar.