La vida sustancial de las naciones se abastece de su capital simbólico. Conductas acumuladas, instantes épicos y textos célebres vertebran un tronco identitario que permite auscultar con superior clarividencia el cambiante presente de los pueblos.
En esa línea, hace pocos meses se publicó un libro de notable importancia, que contiene la obra completa de Alicia Eguren. Compañera de militancia y pareja de John William Cooke, su figura está siendo justicieramente recuperada, enriqueciendo como corresponde la completa memoria cultural de la Argentina. Forjada en el nacionalismo de inspiración cristiana (fue discípula del padre Leonardo Castellani) su derrotero la depositó en una suerte de marxismo guevarista, teniendo como articulador permanente su adscripción al movimiento peronista. En cada una de sus escalas, desplegó furibundas impugnaciones contra la tradición liberal y fue (al igual que Cooke) una intelectual apegada a lo que se conoció en su momento como Revisionismo Histórico.
Nos interesa aquí esta mención porque entre sus múltiples artículos encontramos uno titulado “El conflicto de Alberdi”, donde Eguren describiendo las variadas influencias teóricas que ubica en el tucumano, procura rescatarlo de las diatribas que se iban tornando habituales desde el nacionalismo popular en gestación contra las celebridades del panteón liberal.
Este dato, que resulta atractivo en cualquier circunstancia, lo es mucho más en estos días, en los que un Presidente que se declara libertario o anarco capitalista toma como fuente de inspiración principal al arquitecto de nuestra Constitución Nacional. Esto es, una exponente emblemática del peronismo de izquierda, inquisidora de todo aquello que oliese a doctrina liberal, exhibe simpatías por alguien que funciona a su vez como antecedente conceptual de un virulento fundamentalismo de mercado.
Por lo demás, esta llamativa perplejidad no es del todo novedosa. Si pudiese trazarse una sinóptica visión panorámica del pensamiento político argentino, nos toparíamos con una aparente y sugestiva paradoja. Cuando el peronismo clásico (y el revisionismo que funcionan en este punto en sinonimia) se esmeran en denostar a la tradición liberal (por eurocéntrica, elitista, o cómplice del imperialismo) los receptáculos de los mandobles son Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre. Y cuando la mayor parte de los publicistas del liberalismo se declaran herederos de la modernización plasmada a fin del siglo XIX seleccionan como estandarte a Juan Bautista Alberdi.
Es buen momento entonces para adentrarnos en ese equívoco y despejarlo, para evitar malentendidos teóricos, para precisar los blasones culturales de la nación y, especialmente en este caso, para contornear con mayor sofisticación la reconfiguración de las identidades políticas que se abre en la Argentina luego del triunfo de la Libertad Avanza.
Bien vale señalar aquí lo siguiente. El desplome de la experiencia de Juntos Para el Cambio se explica en primer lugar por el muy mal gobierno de Mauricio Macri, pero si nos situamos en el insoslayable plano de lo simbólico cabría afirmar que dicha fuerza política jamás pudo diseñar un adecuado linaje histórico. La absurda intentona de ubicar animales en los billetes y no próceres se entiende en buena medida porque nunca estuvo claro cuales hubieran sido esos próceres. Dicho de otra manera, lo que al peronismo le sobra (volumen mítico) a la derecha le falta.
A diferencia de Milei, Cambiemos no podía elogiar ostensiblemente a la Generación del 80, pues le hubiese generado estridentes cortocircuitos con la Unión Cívica Radical. Cuando Hipólito Yrigoyen fustigaba al “régimen falaz y descreído” se refería a lo que ahora Patricia Bullrich exalta, y Julio Argentino Roca era el archienemigo de Leandro N. Alem y del Caudillo de Balvanera (al que el Presidente, sin radicales en sus alforjas, cataloga como el padre del populismo).
La Libertad Avanza parece tener un sendero despejado para inaugurar su verosímil prosapia histórica. Volvamos por tanto a la paradoja señalada y develemos dos incógnitas fundamentales. De qué hablamos cuando hablamos de liberalismo, y en qué consiste exactamente el pensamiento político de Alberdi. Si por liberalismo podemos entender la doctrina de la limitación del poder preservando ciertos derechos individuales considerados naturales, hay un liberalismo (de origen inglés) que lo que apunta es a limitar el poder del estado, y hay otro (de impronta francesa) que lo que procura es a limitar al poder corporativo fortaleciendo al estado. En Argentina (y en buena parte de América Latina) la tradición liberal ha quedado impregnada de la vertiente sajona, pero que no es la única y que claramente no es la que dio sustento a la Revolución Francesa.
Es clave aquí la noción de derechos, esos que deben ser resguardados frente la intromisión abusiva sea del estado sea de las corporaciones. El derecho a la vida (argumenta Hobbes), el derechos al pensar crítico (postula Kant) o el derecho a la propiedad (sostiene Locke y con él, aprovechemos para anunciarlo, el grueso del liberalismo vernáculo).
Ahora bien, en qué sentido fueron liberales los liberales argentinos del siglo XIX? (y aquí no caben distinciones de ningún tipo entre Alberdi, Sarmiento, Echeverría o Mitre). Pues en el sentido no de limitar el poder de un Rey (ya éramos una nación que había depuesto a la Monarquía Colonial), ni el del Clero o la Nobleza sino el poder funesto de un Gran Caudillo (Juan Manuel de Rosas, que dicho sea de paso era para ellos la encarnación política del peso de la Iglesia, los grandes estancieros y ejercía un mandato autocrático).
Esa limitación aspiraba por supuesto a ser destituyente quitando a Rosas del medio a través de una Constitución republicana (tema en el que Alberdi cumpliría un rol medular). Esa Constitución, que también exigían Caudillos federales como Quiroga, Bustos, López o Ferré permitiría evitar futuras tentaciones de un nuevo poder absoluto afincado además en Buenos Aires y su control discrecional de las rentas de la Aduana.
La encerrona del liberalismo argentino se presenta cuando pasa de ser oposición a ser oficialismo. Puesto de otra manera, cuando su desafío ya no es limitar el poder, sino consolidarlo, aplicarlo con rigor. Eso le ocasiona a su doctrina numerosas inconsecuencias, pues las naciones nonatas se estructuran de arriba hacia abajo y no a la inversa. La “Guerra de Policía” que Mitre lanza contra las provincias y el llamado de Sarmiento a “no economizar sangre de gaucho pues es lo único de seres humanos que tienen esos salvajes” luego de la batalla de Pavón, grafican a las claras que la brutalidad el poder ya no la impulsa un retrógrado Restaurador de las Leyes sino un elenco de liberales que citan a Montesquieu y Constant.
Retomemos el hilo inicial y volvamos a Alberdi, que, además de ser un liberal republicano fue un historicista-romántico. Ese movimiento filosófico es de una enorme relevancia y excede por supuesto los alcances de este escrito, pero porta un componente crucial para calibrar la dimensión ya no política sino económica del liberalismo alberdiano. Simplificando, la principal objeción (de él y de toda la Generación del 37) a los iluministas rivadavianos era no haber advertido con suficiente sagacidad la manera singularísima en que cada nación participa de un (inexorable) proceso de desarrollo universal cuya teleología concluía en la República y el Capitalismo.
Esa defección primero se notó en la Ley Electoral de 1821, que por su laxitud permitió que pueblos aún incultos autorizaran con su voto tiranías como la de Rosas, y luego también en las propuestas constitucionales de 1819 y 1826, rotundamente fracasadas por no haber justipreciado el espíritu federal y la necesidad de poblar el territorio con capitales y laboriosa población extranjera.
Pero el tercer aspecto, el que más importa aquí, es que si bien es cierto que el capitalismo es un sistema global de dinámica tan virtuosa como imparable, el secreto es ingresar en él de una manera propia, adecuada al espacio-tiempo de cada nación. Traducido en perspectiva alberdiana, abandonando cualquier inservible empeño industrialista y aprovechando nuestra fértil riqueza relativa (la pampeano-agropecuaria). Que fue lo que efectivamente ocurrió hasta la crisis de 1930, con Argentina exportando producción primaria e Inglaterra proveyéndonos de manufacturas. Ese Alberdi, que arranca en “Las Bases” y se agudiza en sus “Escritos Póstumos”, rechaza efectivamente cualquier intromisión estatal en la economía; y mientras su otrora compañero de ruta Sarmiento predica a favor de la educación pública, laica y gratuita, él hasta llega a auspiciar que de esas cosas que consumen mucho presupuesto mejor se ocupen la Iglesia y la familia.
La pregunta se vuelve inevitable entonces. A qué se debe que su figura procure ser halagada por Alicia Eguren y gran parte del revisionismo nacional y popular? Se debe puntualmente a que Alberdi siempre exhibió una sensibilidad mucho mayor que Sarmiento y Mitre por la idiosincrasia federal, lo que lo encaminó por tanto a abominar de las pretensiones hegemónicas de Buenos Aires.
El tucumano fue tan liberal como Sarmiento (e incluso más, como ya dicho, en lo económico) solo que el liberalismo de Sarmiento era quirúrgico, a los sopapos, y el de Alberdi procuraba un proceso paulatino, integrador, con un poder porteño disminuido (tarea que vendría a concretar Julio Argentino Roca). Si Sarmiento pretendía resolver la antinomia civilización-barbarie extirpando de cuajo cualquier vestigio de barbarie, Alberdi estaba convencido que no se podía acceder a la civilización sin conservar cuotas de esa misma barbarie. De ahí sus fugaces simpatías juveniles por Rosas, su condena a la Guerra del Paraguay o su enfática apuesta por un Caudillo Progresista, Justo José de Urquiza.
Javier Milei, y a esto queríamos primordialmente llegar, opera al interior de la tradición liberal argentina de la peor manera. Se afinca en algunas de las facetas más deplorables de Alberdi (su librecambismo dogmático, su entusiasmo por una economía primarizada, insertada de manera dependiente en el mercado mundial y con un estado ausente); pero lo hace desde un mesianismo autoritario más en sintonía con aquella prepotencia modernizante de un Sarmiento que, desconcertado ante sus tropiezos, terminó abrazando en sus escritos finales un burdo credo racista.