Pasaron no más de dos años, desde que Sónico –agrupación plurinacional de esencia argentina- publicó Piazzolla – Rovira: The Edge of Tango, disco doble destinado a explorar aquel tango de ruptura que expresaron ambos maestros en tiempo, tacto y forma. Por el lado de Astor, la cosa pasó por revisitar al formidable y atemporal Octeto Buenos Aires de fines de los 50`. Por el de Eduardo, el plan fue volver con ropaje nuevo sobre un grupo contemporáneo y colega de aquel: el difícil de rastrear Octeto La Plata. Visto en conjunto, aquel trabajo pretendió echar luz sobre la lucha de estos dos titanes del tango argentino con vuelo cósmico, por generar un quiebre bien heavy dentro del género. Y lo logró a través de 16 piezas –arduas transcripciones incluidas- pioneras en lo que se denominaría tango contemporáneo. Entre ellas, nodales visitas sobre “Nonino”, “Melancólico Buenos Aires” y “Tango del ángel”, gemas del marplatense arregladas por el lanusense.

Bien. Hasta acá una parte de la historia.

La otra, la que compete al presente, es que el contrabajista belga-argento Ariel Eberstein y sus laderos/as redoblaron la apuesta y fueron por una versión bailable –con todo lo que ello implica- de Piazzolla, y de Rovira. La placa también es doble. Su nombre es Five, six, seven, eight… The Edge of Tango vol.2. Y se basa en dos obras para ballet: Suite Buenos Aires, del Rovira año 1958 (reeditada en 2010 como Tango Buenos Aires – Opus 4 – Suite de Ballet), y Tango ballet, concebida por don Pantaleón en 1956, y recreada en su devenir, en variados formatos.

La primera tiene como factor tentador que su repertorio –instrumental, por cierto- se ha perdido en el arcón de tiempos idos, y nunca había sido interpretado en forma original desde la década del sesenta… hasta ahora, claro, porque los once temas de Rovira tuvieron quien los transcriba, tras más de sesenta años de ostracismo.

La Suite Buenos Aires, es en rigor una bajada a música para ballet del poema Tango, que había escrito Fernando Guibert, poeta argentino fallecido en 1983, y contiene sonidos de extraordinaria belleza, no solo en el caso del poderoso “Pasos en la noche” que abre la placa, sino también en “Las casas de las chinas”, la nostalgiosa y fina “Centenario”, y “Músicos” (El violín de la ciudad), tal vez la más hermosa en su epifanía, centrada en la labor de cuerdas, incluso a la altura de quienes brillaron en la Agrupación Tango Moderno de Rovira: Hugo Baralis y Ernesto Citón, entre ellos.

En el caso del Tango Ballet de Piazzolla, la cosa es más bizarra. Lo poco que Sónico pudo hacer con ella fue echar mano sobre la única pieza que sobrevivió –porque José Bragato, violoncellista original del octeto, la protegió bajo un mueble- después de que el irreverente y ciclotímico compositor usara las diecinueve partituras que la poblaban ¡para hacer un asado! Nacida como suite programática, Tango Ballet, mutó luego en obra para orquesta y cuarteto de cuerdas, y más acá en el tiempo -1989- fue arreglada para sexteto. En el caso de la vuelta de Sónico sobre ella, lo que se escucha y disfruta es la pieza sabiamente salvada por Bragato y sus seis movimientos continuos, signados por los climas etéreos, oníricos y carnívoros -a la vez- que surcaban el alma de su creador, en distintas velocidades: “Introducción”, “La calle”, “Encuentro olvido” –tal vez la más representativa de lo antedicho-, “Cabaret”, “Soledad” y “La calle final”.