El cuento por su autor

Cuando se puso un fin oficial a la pandemia y todo reabrió y el mundo se precipitó a volver a la vieja normalidad y los bares y conciertos y fiestas se llenaron y hubo que hacer de cuenta que todo había pasado, yo me derrumbé. Me desarticulé de golpe como esos juguetes tiesos pero rellenos de elástico que basta tocar un botón para desarmarlos.

Mi forma de derrumbe eligió la noche, me angustiaba mientras dormía. Pasaba de la parálisis del sueño -una sensación desesperante de no poder moverse ni despertar aunque se esté consciente- a los terrores nocturnos. Pero mis pesadillas no hablaban de los muertos, ni del encierro, ni del virus, sino de mi primera infancia. Se repetían escenas intensísimas que no entendía si habían sucedido o no, aunque por momentos fueran más reales que mi vida diurna. En esos meses recordé que ya había tenido parálisis del sueño, justamente cuando era muy chica, y me convertí en una especie de exploradora onírica, intentando saber qué era lo que me aterraba entonces. No tuve grandes hallazgos, la verdad, pero me puse a escribir este cuento. Mientras vivía entre los intersticios de esos mundos, imaginé lo que sería estar condenada durante toda una vida a volver noche a noche a determinados escenarios y sensaciones, y la dificultad para encontrar algo de verdad entre esas brumas.

Un descuido

A veces se despierta mojada sabiendo que gritó aunque sin confirmarlo porque duerme sola, porque siempre durmió sola, y en ese instante entre dormida y despierta aparecen imágenes con luz que la encandilan y ahí está ella, treinta años antes, en el jardín fosforescente donde las hojas y las plantas parecen de plástico pero son de verdad porque ella las tocó, las fue tocando durante esa noche mientras daba vueltas como un trompo, como una niña borracha, aunque no estaba borracha, ella no, ahí no. Entre esos destellos de luz, también manos, unas manos adultas a la altura de sus ojos y también piernas. Todo lo que pudo ver esa noche fueron piernas y manos sosteniendo cigarrillos y vasos con whisky. Ella miraba sus zapatos y la parte baja de su vestido. Le quedaba grande a pesar del lacito rosa que ceñía su cintura. Lo había heredado de una prima y su comunión y le habían dicho que era de princesa. Pero ella no sabía de comuniones y no quería ser princesa. Entonces cuando la tarde antes del casamiento la señora que la cuidaba la miró y le dijo afectada sos un ángel de dios, una princesita, a ella no le pareció. Intentaba mirarse al espejo mientras la peinaba. Se veía reflejada de a pedazos entre el cuerpo de la señora como un mosaico roto: un brazo, el zapato, el cuello estirado para poder mirar. No lograba una imagen completa. En algún momento desistió; no importaba si estaba linda o fea, de todas maneras no era su fiesta. Ahí se dio cuenta y, a riesgo de parecer dramática, dijo en voz baja, como si hablara sola:

–El primer casamiento al que voy es el de mi padre.

La señora hacía poco trabajaba en su casa, pero igual la abrazó. El clima era de velorio, realmente, entonces la señora cada tanto intentaba levantar los ánimos con chistes o frases como vas a bailar y te vas a divertir. Vas a ver.

Cuando llegó al caserón antiguo con su padre y su madrastra todavía no había invitados. La ceremonia con la jueza sería adentro y la fiesta con banda musical en el parque. Las mesas estaban puestas con manteles blancos hasta el piso, muchos platos y cubiertos y flores amarillas. Ella odiaba el amarillo. El amarillo es un color malo y sucio, como los dientes de las brujas, pensaba mientras los adultos arreglaban los últimos detalles y ella se acomodaba en una de las sillas. Desde allí podía balancear las piernas y eso hizo mientras miraba sus zapatos blancos de lona con una hebilla plateada comprados para la ocasión. A ella le habría gustado tener unos de charol negro como los de la vecina y los de la tienda, pero tenía seis años.

***

La tarde se apagaba, las luces del parque se prendieron y todo quedó verde fluor mientras llegaban los amigos de su padre y los amigos de su madrastra que no eran exactamente los mismos porque todo era muy nuevo. Llegaron unos tíos de lejos y la saludaron pero no se quedaron a hablar entonces ella seguía mirando sus zapatos. No había otros niños y en un punto mejor porque la última vez con otros niños había terminado mal. Le habían echado la culpa a ella, su madrastra le había echado la culpa a ella, después de entrar al dormitorio donde jugaba con un niño más grande a sacarse los pantalones. Cuando entraron los adultos, el niño se subió los pantalones y todos hicieron como que no habían visto nada pero después la madrastra la agarró del brazo con una presión nueva, hasta entonces desconocida, y la sacó del cuarto diciéndole algo de la vergüenza y de niñas precoces o procaces ya no se acuerda porque en ese momento no entendió. Hoy sí entiende de palabras y cuando se despierta por las noches a veces dura del miedo a veces mojada de vergüenza lo primero que hace es tocarse el ojo que ya no es, el nervio roto o muerto como le dijeron los doctores a su padre en esas épocas cuando si se tapaba el otro ojo todavía veía algo borroso, el mundo a través de nubes sin contornos y eso duró años. Hasta que un día cuando se tapó el otro ojo ya no había más nada. O sí, había: un agujero negro y a veces una constelación, unas chispas que le daban esperanza hasta que eso también se apagó.

***

Fue tan rápido y una eternidad el momento en que sintió un ardor diez mil veces más fuerte que el champú, y después como si un cañón se le metiera en el ojo, un cañón de hierro caliente. Después del cañón quiso gritar pero no gritó o si gritó no se acuerda, como cuando duerme y sueña porque nadie la escucha. Salió corriendo, de eso sí se acuerda, entre las manos con cigarrillos a la altura de sus ojos y las piernas con pantalones y faldas. Salió corriendo tapándose el ojo izquierdo con la mano, de eso se acuerda perfectamente, porque correr con una mano levantada es difícil y casi se cae. No se cayó pero sí lloraba, de eso también se acuerda, porque la mano que sostenía su ojo se mojaba mientras respiraba fuerte, agitada, antes de encontrar refugio entre los árboles al final del parque. Allí se quedó un rato largo, larguísimo, y de fondo se escuchaba la música por oleadas y también los aplausos cuando su padre y su madrastra dieron el sí y su madrastra dijo muy fuerte: acá lo pedían acá lo tienen. Y ella no entendía bien qué quería decir, ella no había pedido que su padre se casara, ella no había pedido nada. No había pedido el último año ni la mudanza ni esas vacaciones en la playa donde se juntaban amigos hasta muy tarde a hablar de personas que perdían los brazos, que les cortaban los brazos en las cárceles porque no querían cantar. Ella se asustaba esas noches cuando escuchaba las conversaciones sobre gente que no cantaba entre los vasos de cerveza y de whisky de la mesa y decían Pinochet. Ella escuchaba Pinochet y miraba la pinocha que caía de los pinos del jardín de la casa alquilada.

Lo bueno de ese verano antes del casamiento había sido la pesca a la encandilada. Después de la cena y los amigos y los vasos, salieron todos a la playa con linternas y faroles y había otras personas que ya estaban ahí para tirar redes y levantar pescados. Hablaban en voz baja como los ladrones y se metían en el mar despacio levantando las piernas con cuidado y entonces ella pensó que el agua estaba espesa pero no estaba espesa, sólo un poco más caliente y eso le gustó. Todo le gustó de esa noche que siguió de largo. Ella se había puesto un short celeste y no un traje de baño y a nadie le importó cuando se mojó y a ella tampoco porque pescar los pescados era lo más importante y cumplieron la misión. Cuando llegaron a la casa con baldes llenos de pescados con ojos todo era alegría.

***

El sudor de las noches con la piedra en el pecho no es lo mismo que estar mojada de mar aunque a veces se le mezclan las aguas. El casamiento y el ojo se mezcla con la pesca a la encandilada: las plantas con luces, la música de fondo, sus zapatos, los bajos de los pantalones, los vestidos, las voces familiares y ajenas, las manos que le tocan la cabeza como si fuera un perro, el mareo por la gente y el ardor, ese pinchazo como de pinochas metidas en el ojo todas juntas, un cañón de hierro, el champú que pica, el cigarrillo, el mar negro.

***

Cuando la encontraron detrás de los árboles llorando, una moza la encontró, y la llevaron con su padre, la fiesta se terminó. Un poco la habían buscado, otro poco no, entonces cuando la atendió el doctor ella escuchó que el padre, con la camisa abierta y ya sin corbata, con el aliento espeso y caliente del alcohol, repetía como pidiendo disculpas: fue un descuido, fue un descuido fue un descuido, decía.

Pero a ella la descuidada no le hablaban. La luz del hospital la encandilaba como los faroles a los peces y un poco se sentía un pez recién pescado porque en lugar de salir corriendo y llorar, en lugar de salir nadando por los pasillos del hospital, se quedó quieta petrificada mientras la pinchaban para curarla con la gasa parecida a una red. Tenía que ver un especialista. Fábrica de pastas La Especialista decía un auto que pasaba los domingos por su casa con un parlante. El especialista fue el del parche y el primero en decir pérdida de visión. ¿Va a perder el ojo? Había preguntado su padre.

***

En la casa del verano antes del casamiento los amigos de su padre se iban tarde y ella a veces se dormía entre el humo del living, otras veces se quedaba despierta y cuando todos se acostaban se tomaba los fondos de los vasos. Los líquidos eran fuertes y pasaban como pinocha por la garganta y eso estaba muy bien, sobre todo cuando se mareaba un poco y el sueño venía de golpe, plum. Al día siguiente su padre la tomaba en brazos, qué lindo, y la pasaba a su cama justo antes de tener que salir para la playa. En la playa el mar era helado y eso le gustaba. No le tenía miedo al mar y eso que le decían tené cuidado, te vas a hogar. Pero se metía igual porque el agua era un abrazo y a veces las olas la golpeaban y se escuchaban los gritos lejos, vení para acá, vení para acá. Ella volvía a pesar de sí misma, las olas la escupían sin esfuerzo hasta la orilla, aunque quisiera ir más adentro.