Era un cielo típico de un amanecer de otoño. Esos cielos que no te permiten determinar si va a ser un buen día o un día nublado, tal vez lluvioso. Yo que desde chica tengo esa ridícula idea de que el tiempo tiene que ver con los hechos que suceden en cada jornada, justo el viernes no podía predecir nada y mi hijo iba a rendir su última materia.

Me enfrasqué en la rutina matinal para no pensar y, sobre todo, para no mirar el celular. Avanzó la mañana y el día se puso definitivamente gris, trayendo viento y frío y haciendo volar las hojas secas que yo intentaba barrer empecinada. Nubes de mal agüero. Seguro que rinde mal y después, ¿cómo se hace para levantarle el ánimo? Con la ilusión que tiene. 

Con la ilusión que tenemos todos. A eso de las diez el teléfono vibraba y despedía luces como fuegos artificiales. Imposible ignorarlo. ¡Juan rindió bien! Pero claro, ¡con lo que estudió! ¿Cómo pude ser tan supersticiosa? Por supuesto que rindió bien. Y en estos tiempos que hay tan poco para festejar decidimos salir a almorzar. Ni siquiera estábamos todos, pero al menos los padres, Martín- el hermano menor y, por supuesto, Juan. 

Aún con unas ojeras que le llegaban a los talones después de haberse pasado la noche sin dormir, Juan estaba contento y quería celebrarlo. Elegimos un restaurante junto al río, al aire libre. Se veían las nubes reflejándose en el agua que pasaba rauda como perseguida quien sabe por qué enemigo. 

Allá lejos, sobre la isla, asomaban algunos destellos de luz abriéndose paso con dificultad. No parecía que el sol pudiera ganarle a las nubes. 

Decidíamos qué comer cuando se nos acercó una nenita. Una de esas que venden pañuelos descartables. Yo estaba del mejor de los humores así que le compré y le di un poco de conversación, aunque no la miré demasiado. 

Ella apoyó su paquete de pañuelos sobre la mesa, cobró, se guardó la plata en el bolsillo y nos dejó seguir con nuestra charla. Me comería un bife de chorizo con rúcula y parmesano, dijo mi marido. Mis hijos y yo nos miramos con complicidad. Eso es lo que siempre ordena en cualquier restaurante. 

No encuentro mi celular, saltó Martín. Mi marido, pidió que buscáramos bien. Revisamos todos los bolsillos y dimos vuelta mi cartera. Martín recorrió todo el restaurante como un perro sabueso. Ya convencidos de que no estaba, Marcos puso el grito en el cielo. ¡Es el tercer celular que perdés! Yo me interpuse. No lo retes, pobre. Si no los pierde. ¡Se los roban! 

Fue decirlo y acordarme de la nenita. O tratar de acordarme de la nenita porque yo en realidad no sabía muy bien cómo era. Llamamos al mozo. Le contamos lo que había pasado y se puso como loco. Siempre es lo mismo con estos pibes. Tienen una habilidad tremenda. Apoyan algo sobre la mesa y, cuando se van, te llevan el celular o lo que puedan y vos ni te das cuenta. Armamos tal alboroto que llamaron al encargado de seguridad del local. 

Hay que reconocer que el tipo se mostró muy dispuesto a ayudar. Se sintió responsable. Y si, ¡era responsable! ¿Por qué dejar que esa mocosa se nos acerque si ya saben cómo actúan? Nosotros, todos indignados. Intentamos seguir el almuerzo dedicándole tiempo a Juan y a su examen que de pronto habían pasado a segundo plano, pero nos volvieron a interrumpir. Era el encargado de seguridad. Venía con la nenita. 

Esta vez sí que la miré. Vi sus ojos negros, grandes, asustados. Aquí la traje. Dice que ella no lo robó. En sus cosas no lo tiene. Quién sabe por qué tomé la posta yo. ¡Claro que no lo tiene! En esta media hora ya se lo dio a alguien más. ¿Quiere que llame a la policía? No. 

Y ahí me empecé a dirigir a la nenita. Levanté mi índice acusador y le pregunté dónde estaba el teléfono. Yo no sé, me dijo. Por favor. No me vengas con esas. Esto está muy mal. ¿Te das cuenta? No podés seguir haciéndole esto a la gente. ¿Qué te hicimos nosotros? 

Los ojos grandes se le rebalsaron de lágrimas. Yo no lo robé. Yo no robo. Yo seguía con mi dedo acusador. Espero que aprendas la lección y no lo hagas más. ¿Sabés que si seguís robando vas a terminar en la cárcel? A esa altura la nena hipaba y no dejaba de repetir: yo no hice nada. ¿Llamo a la policía? Volví a mirar a la nena. Había terror maquillando esos ojos enormes. No digo que me desarmó, pero sentí que ya estaba bien. No, gracias. No llame. ¿No ve que es una nenita? Déjela ir. Espero que sepa que otra vez no se salva. 

Nos fuimos. Mi marido diciéndole a Martín que tenía que tener más cuidado y yo, que ¡Terminala, pobre hijo! Nos pidieron disculpas y se quedaron con nuestros datos por si volvía a aparecer la nenita. Al otro día, cerca del mediodía, llamaron del restaurante. Señora, encontramos el celular. Estaba dentro del menú. Por fin el cielo se había decidido y llovía a baldes. Y yo me quedé inmóvil, mirando mi dedo, apuntando a los ojos llenos de lágrimas de la nenita.