El charco que dividió 2023 de 2024 lo salté de la mano de dos autores que, entiendo, tienen más en común que el nulo vínculo entre ellos establecido por las reseñas literarias. Los últimos días de diciembre terminé de leer Los armarios vacíos de Annie Ernaux, una autora que con su obra ha colaborado en demoler las tipologías con que se clasifican los géneros literarios. Precursora de la llamada autoficción, denostada por los círculos literarios durante décadas, ganadora del premio nobel de literatura, la misión de Ernaux es describir la humillación de clase, incluso la autodenostación que se produce cuando la violencia de la sociedad se filtra en los sentimientos personales: cuando se constata que hay dos mundos, el mundo de origen y otro, y se empieza a compararlos.
Los armarios vacíos trata de dos padres, tenderos ellos, que lo sacrifican todo para que su hija tenga la mejor educación posible, educación que va a ampliar la distancia entre lo que la hija desea que sus padres sean y lo que sus padres efectivamente son. Esa distancia genera culpa y esa culpa, furia. Dice Ernaux, no sé cuándo empezaron en mí las comparaciones, probablemente cuando comenzaron las humillaciones en la escuela, ¿a qué se dedica tu papá? ¿por qué te trae en bicicleta a la escuela? ¿dónde vivís? ¿por qué sos tan rústica? Ernaux responde a estas preguntas pasivo-agresivas convirtiéndose en la mejor de su curso. En otro libro suyo, El lugar, sobre su padre, profundiza la división que encubre pena, furia, contradicción y amor: “Quizá su mayor orgullo, o puede que hasta la justificación de su existencia: que yo pertenezca a un mundo que lo había despreciado a él”.
El primer libro que leí en 2024, cuatro días después de terminar Los armarios vacíos, fue Vida Real de Brandon Taylor, primera novela del autor y finalista del Booker Prize. Taylor es norteamericano, nació en Alabama en una familia económicamente ajustada, es negro y es homosexual. Vida Real es sobre Wallace, un estudiante de posgrado en el área de biología en una universidad del Midwest.
Infiltrado en la educación superior
Wallace no es Taylor, la novela está escrita en tercera persona, pero es negro, viene de una familia turbulenta de Alabama y es homosexual. Durante un fin de semana la novela sigue a Wallace y a sus colegas/amigos en sus derivas vitales: ir al laboratorio, jugar al tenis, hablar del futuro, agredirse con sofisticación. Porque ese es el asunto de esta novela, la humillación sofisticada propia del ámbito universitario; la denostación pasivo-agresiva que deja muy en claro la relación que pretenden establecer con el infiltrado, con el subalterno, pero que esconde la mano que invita explícitamente a pelear, a devolver el golpe. Por eso me gustan más los ámbitos de combate, un gimnasio de boxeo por ejemplo, donde la violencia es explícita y el intento de dominación frontal.
En el inicio de ese fin de semana Wallace constata que el experimento en el que se había pasado el verano entero, criando nematodos, unos gusanos microscópicos que en su máximo desarrollo llegan a medir apenas un milímetro, estaba contaminado. Su experimento echado a perder y su certeza de que había sido un accidente, tambaleante. Lo que encontró fue moho y polvo, como en esas recreaciones de catástrofes volcánicas donde una civilización queda tapada completamente por ceniza blanca.
Tenía que empezar todo de cero. Brandon Taylor es usuario intenso del símil dicen quienes lo leyeron, y efectivamente es así. Símil, comparación que intenta enseñarnos algo más del objeto que comparamos. Taylor usa el símil de una ciudad como Pompeya para describir el enchastre de su experimento. Pero también podríamos pensar que el experimento de los nematodos es el símil que usa para describir los movimientos de Wallace y sus compañeros blancos y de clase media que lo rodean y los daños que, al vincularse, se causan. Esas relaciones también parecen estar bastante contaminadas.
El corazón del daño
Efectivamente el experimento de Wallace es blanco de un sabotaje por parte de una compañera ladina llamada Dana, que le había tomado bronca al protagonista porque tiempo atrás le había señalado que estaba manipulando de forma incorrecta unas muestras de ADN.
Cuando Wallace se entera y la interpela, Dana le responde si se cree que porque es gay puede monopolizar la opresión, que las mujeres eran los nuevos negros y los nuevos maricas. Además, le manda un mail a la jefa de ambos diciéndole que Wallace es un misógino y esto por supuesto le trae problemas. Pero esta no es la única desventura en la que queda atascado Wallace, sino que sus otros colegas, menos intensos y malvados que Dana, operan de forma menos alevosa, pero con efectos tan dañinos como mezquinos.
En un momento que se filtra la información de que Wallace está pensando en irse del posgrado, Roman, un colega blanco, lo califica de desagradecido por haber sido recibido en la universidad a pesar de sus carencias. Wallace sabe que las carencias de las que habla son las de la blancura. Todos reparan en cómo Wallace queda acorralado pero callan. Después de un silencio incómodo reinician la vida, siguen adelante, hacen que no pasó nada. A Wallace eso es lo que más lo enoja, que la parte de la humillación sea para él y la deba absorber exclusivamente él.
Pero Wallace no es una persona sumisa, y arrincona también a los demás para que experimenten un poco lo que significa ser acorralado. En esta danza de dislikes, para decirlo de una forma superficial y contemporánea, Wallace no acepta de forma sumisa las repetidas instancias en la que lo colocan como un subalterno.
¿Será esta la Vida Real de la que habla el título? ¿Enfrentarse a las laceraciones cotidianas que nos realizan los demás y devolverlas como forma de protegernos y proteger esa membrana delgada que nos separa del mundo? ¿O la Vida Real es pensar en renunciar al posgrado y arrojarse a un mundo menos acolchonado, menos protegido, menos guiado? Wallace se pregunta más de una vez qué es lo que está haciendo ahí, se pregunta si ese es su lugar y cómo será saltar a otro tipo de mundo.
Pánico a la intrascendencia
Brigitte Vasallo se pregunta en uno de sus libros si es posible que con todo lo que somos, tan modernas, tan post, tan queer, tan de todo que no se puede más, aún estemos atrapadas en el miedo a desvanecernos, en el pánico a la intrascendencia, a la momentaneidad. Recordé esta idea cada vez que Wallace tiene el impulso de querer abandonar la universidad y el progreso que supone quedarse.
El comienzo del libro también puede ser una clave para entender lo que quiere decir Taylor sobre la Vida Real: Era una tarde fresca de finales de verano cuando Wallace, cuyo padre había muerto varias semanas atrás, decidió que a fin de cuentas sí se iba a reunir con sus amigos en el muelle. Cómo afecta a Wallace la muerte de su padre es difícil de desentrañar, yace encriptada en su silencio y en su reticencia a contarle a sus colegas sobre eso.
ólo se confiesa ante Miller, su amor, su amante, su chico deseado, el hombre con el que, después de confesarse mutuamente las heridas que los persiguen, tienen un sexo cada vez más agresivo y violento. No le cuenta nada bueno sobre su pasado en la casa de su infancia, tampoco nada bueno sobre su madre y su padre, pero sabemos que la muerte es un acontecimiento discontinuado de cualquier recuerdo que tengamos armado.
Wallace está roto, no sabe dónde depositar su dolor ni cómo llevarlo ni qué hacer con él. Toda la novela es una gran imagen sobre el agua: ríos, cascadas, tormentas, botes, lagunas, estanques, charcos, agua que se toma hasta la saciedad, vasos que se vuelven a llenar, gargantas hinchadas de agua. Quizá el agua es el símil de la vida entera de Wallace, y de que nada, nunca, se puede dejar atrás porque el pasado anega todo.