El cuento por su autor

Había tenido mis pruritos, años atrás, en publicar “Muchacho skinhead” en un diario, ya que en definitiva hace la parodia de cierto periodismo alternativo, modernizante, que en algún momento significó algo para mí. Pero ahora y después de tanta agua corrida bajo el puente, me doy cuenta de que la vida fluye y acomoda, y que esas sospechas de burla y hasta de autoironía, hoy no son más que una indulgente mirada hacia lo que fuimos y ya no seremos. Sigo pensando que hay más homenaje que mojada de oreja a la “Muchacha punk” de Fogwill, aunque en su momento me vanagloriaba de trasladar la escena londinense de un invierno asesino al calor insufrible y sin glamour del verano porteño, con un confuso muchacho que vivía en Villa Lugano en vez de la nena punkie malcriada. Quizás, a pesar de mi homenaje o patadita encubierta, este cuento siempre estuvo más cerca de Jorge Asís que de Fogwill. Vaya uno a saber. Pero, en gran medida, por eso lo publico ahora, en este otro verano de humo, de derrumbe inverosímil. A pesar de todo, a mí estas pequeñas redes secretas de la literatura argentina me siguen interesando.

Muchacho skinhead

En enero de 1993 hice el amor con un muchacho skinhead. Fue en un momento de la madrugada que siguió a la noche en que nos conocimos, aunque decir “hice el amor” es una manera de falsear lo sucedido porque en ningún momento fue amor y porque decir lo que se dice hacer, no hicimos nada demasiado concreto. Estuvimos juntos, eso sí. La cabeza rapada, levemente áspera como la piel de un kiwi, lo acreditaba como un auténtico skinhead; la sorpresiva cara de tipo desprotegido en un momento de eso que llamamos hacer el amor. Mi propio desamparo. Pero supongo que me estoy adelantando.

Posibles decepciones del lector: no hubo escenas aberrantes de torturas neonazis. No hubo siquiera un ritual sadomasoquista ni una miserable esvástica tatuada a traición en un momento de relax. Esa noche ni siquiera usaba borceguíes porque a causa del excesivo calor de los días previos, me explicó, se le habían ampollado los pies. Esa noche los reemplazó por unas zapatillas Topper básquet negras. Pero no pretendo ridiculizarlo. Era un skinhead. Joven, rebelde, confuso. Intragable para la socialdemocracia, supongo, aunque no quise saber mucho de su —llamémosla así— posición política. Bailaba solo. No provocaba. Y tenía una pizca de seductor frío, o por decirlo con una etiqueta más, cool.

Era cool. Y yo soy una mujer fogosa, una veterana para más datos, lo que equivale a decir que no fui un hombre arriesgándose a ser pisoteado por la bota homofóbica de un muchacho skinhead. Sin embargo, me expuse. Ideológicamente, se entiende.

Estoy acostumbrada por mi trabajo a manejarme con etiquetas, a catalogar rápidamente a las personas. Toda una deformación profesional, sin dudas, pero que a la larga resulta útil para moverse con comodidad en el mundo de las tendencias, los fenómenos, las notas de color. Casi nada es como aparece en las notas de interés general de las secciones de los suplementos y las revistas que se denominan “Costumbres”, “Lo nuevo”, “Variedades”, “Mercado de pulgas”. Así las cosas, a unos les toca skinheads, a otros punk, a otros periodistas progresistas veteranas. Así vivimos. Incomunicados. Así nos va.

***

Soy periodista. Redactora especial de una revista que se jacta de no ser un producto clásico para mujeres (¡Si hasta les habla de política!) y de estar atenta a la novedad social, las tribus urbanas, los movimientos generacionales, las nuevas costumbres, la moda, las maneras de hablar, las discotecas, los gays, las décadas, las anoréxicas. Todo nos llama la atención. Todo es nuevo siempre.

—¿Envejeceremos como las redactoras de Mabelle? —dijo Vicki la tarde del viernes.

Levanté la vista de la computadora.

—¿Y cómo envejecen las redactoras de Mabelle, Vicki?

Vicki, a mi juicio, es un nombre muchos más apropiado que Mabelle para una revista de mujeres. Con mi nombre creo que sucede exactamente lo contrario: parece el nombre de una revista femenina de los años 40, como si me lo hubieran puesto a imagen y semejanza de niños rubios y regordetes como angelotes. Pero es mi nombre: Fernanda.

—Mal, Fernanda. Ridículas, malcogidas, o no —dijo Vicki.

Para entender el grado de depresión que encerraba la pregunta de Vicki y la agresividad de su autorespuesta, habría que vivir en carne propia lo que significa derretirse en una redacción semivacía una tarde de enero con ola de calor. Es inhumano, sobre todo cuando se está obligado a tener ideas, a creer en ellas, a competir con ellas.

Una vez Vicki y yo habíamos llevado adelante un dossier titulado “¿En qué anda la juventud argentina?”. Promesa de tapa, páginas y más páginas para desparramar ideas brillantes y buena prosa. Como veteranas reverdecidas que somos nos pusimos a trabajar como perras en un informe que luego fue convenientemente cepillado, porque al parecer terminó resultando un poco fuerte para las nuevas mujeres madres de los hijos sobre los que escribimos.

Carentes de ideas como estábamos, pensamos vagamente en reflotar algo de aquella lejana producción sobre la juventud de los ochenta. Pero desde ya intuimos que en los bochornosos días de 1993 la juventud estaba en algo bastante distinto.

Tímidamente nos fuimos convenciendo una a otra de lo acertado que sería retomar aquel intento adaptándolo a la temporada veraniega. Por ejemplo, ¿a dónde se van a divertir los jóvenes que se quedan en Buenos Aires? Mientras la frivolidad de las revistas de la farándula las llevaba de las narices a la Costa Atlántica y a Punta del Este, nosotras seguíamos ensayando gestos alternativos. Nos animamos.

Cuando al rato se acercó Alba, la diagramadora, le pregunté cuál era el lugar diferente donde iban a divertirse los jóvenes etcétera, etcétera, etcétera. Ella sabe de estas cosas y no dudó un instante.

—¡Las fiestas Pardas!

Vicki y yo nos miramos con satisfacción. Las dos sentimos el leve cosquilleo en la base del estómago que caracteriza al buen periodista de investigación a punto de salir a escena. ¿Las fiestas Pardas? Allá vamos.

Allá fuimos. Entre el horario de cierre y el predancing nos arreglamos y nos dimos ánimo para evitar ese bajón del tono vital que sobreviene después de la medianoche y hace que tanta gente se quede en su casa. Nos habíamos vestido, yo diría, demasiado. Creo que por lo menos debimos haber ensayado un look más suelto. Juntas dábamos una verdadera sensación de agobio. Flores que no tardarían en marchitarse y empezar a despedir un olor fuerte. A pesar de todo, de las tres yo era la más aceptable, porque por lo menos me había dispuesto a ser agradable. Mi camisa blanca y mi chaleco con reminiscencias del flower power me volvían dúctil.

Un taxi nos había dejado en la puerta de un galpón reciclado, escenario de ese lugar que llamaban las Fiestas Pardas, un club de barrio donde los chicos jugaban a insultar la música en inglés pero la bailaban igual.

Entre la concurrencia unas travestis oficiaban de anfitrionas a la fiesta. Varias veces cruzamos miradas de entendimiento: todas mujeres fatigadas, abatidas por el calor intenso, cuidando de una troupe de jovencitos dispuestos a darse vuelta en una burbuja de cerveza. Críos y más críos desfilaban adelante nuestro.

—Me siento una travesti más —dijo Alba con evidente mal humor.

—No exageres, pero ¿vos estás segura?

—¿De qué?

—De que este es un lugar de la movida.

No me contestó. No hablamos muchos más en toda la noche. En ese momento, creo, lo vi por primera vez. Él también, a su manera, desentonaba y estaba solo.

Además, empezaba a molestarme la actitud apichonada y distante de mis compañeras de bohemia aquella noche. Visiblemente Vicki había perdido todo el entusiasmo de la tarde por los fenómenos de la juventud argentina y sus microclimas. Lo único que hacía era desinflarse por los rincones en busca de algún veterano que desde luego no aparecía. Alba, por su parte, había adoptado una dura actitud de vieja hippie que no se resigna a dejar su sitial y escuchaba con oído crítico los evidentes vaivenes estéticos del DJ. Fue entonces que decidí desprenderme del racimo que formábamos: la uva iba a dedicarse a bailar, eventualmente juntar material para sus notas y sobre todo no preocuparme por la mala vida en verano de una redactora de una revista femenina que vive engañando a sus lectoras.

Un golpe seco, anónimo, providencial, atrás nuestro, nos obligó a separarnos y a sumergirnos en la pista de baile. A brillar, mi amor. Primero me vi envuelta en un remolino de camisas coloridas y desprendidas, olor a sudor y a crema de enjuague, hasta quedar a no más de un metro de la cabeza rapada, del torso desnudo, era un morocho, tenía un jean tajeado y las Topper negras de las que ya hablé.

—¿Te puedo hablar?

Licencia de cronista: no voy a revelar si fue él o si fui yo quien pronunció esta primera frase, pero resulta que esta primera frase no dio pie a ninguna conversación espectacular, a ninguna revelación extraordinaria.

Pero antes de seguir había que concebir una estrategia. Sabía de la condena que estaba por venir y que no tardó en venir. Vicki y Alba ya me tironeaban del brazo.

—¿No se te ocurrirá levantarte a eso… ese pendejo?

—¿Qué tiene? ¿Qué tendría de malo?

—Es un skinhead. Son nazis. O neonazis.

—Vos con tu apellido, nena. Justo.

Recuerdo que antes de perderlas momentáneamente de vista en un parpadeo de luces y volver a quedar a tiro de mi muchacho skinhead, alcancé a gritar al aire: “¡No tiene por qué saber mi apellido!”

Esta vez tuve que inclinarme porque en realidad no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Igual contesté:

—Capricornio.

¡Mi muchacho skinhead acababa de preguntarme el signo!

Un poco más lejos Vicki y Alba bailaban con una de las travestis, una flaca, rubia, de poca teta. Vicki se reía echando la cabeza hacia atrás como si la estuviera seduciendo un viejo barman de cabaret, y yo hasta sentí una ráfaga de ligera envidia porque pensé que se estarían divirtiendo a lo grande. Bailaban muy animadas, transpiraban saludablemente y en realidad me estaban vigilando. Entonces decidí mantener una cierta distancia de Walter, que así me enteré que se llamaba cuando intercambiamos los nombres. Pero no las edades.

Al día de hoy seguiría sin darle más de veinte años, pero aun suponiendo que haya crecido, que haya aprendido a decir frases coherentes una detrás de la otra, y que su pelo se derrame como una melena oscura por debajo de sus hombros, esa noche, en las Fiestas Pardas, no tenía más de veinte años. Algo que agravaba mi falta. Tanta diferencia de edad y su dudosa vocación democrática no hacían más que acentuar mis delitos de pensamiento. Mientras tanto, a varios metros, riendo y conversando amenamente, algo borrachas, Vicki y Alba sobreactuaban su tolerancia y amplitud mental con la travesti. ¡Si hasta estaban a punto de hacer un trencito!

En cambio, nosotros dos bailábamos suelto. Formábamos y no formábamos una pareja. Ella baila sola, pensé sin pensar, y a continuación traté de hacerme un cuadro de situación.

Mi muchacho skinhead comenzaba a hartarse de la manada salvaje de sus amigotes del barrio de Belgrano. Intentaba salir del estrecho círculo de prejuicios, fobias y tatuajes, del adoctrinamiento antisemita del líder de su grupo, y para tomar distancia aquella noche había ido a parar a esa fiesta parda. A decir verdad, desentonaba más que nosotras en ese lugar.

Yo hacía esta clase de conjeturas cuando sucedió lo que sucedió.

Si tuviera que describirlos en base a mis conocimientos sobre tribus urbanas adquiridos en las fogosas lides del periodismo de investigación antropológica, diría más bien que eran grunge clásico, estilo Seattle. Vistos en medio de aquel amontonamiento en que se había convertido la fiesta no eran más que dos flacos de pelo largo, despreocupados, alegres, que bailando me empujaron. Pero además insistían, me arrinconaban, todo bien, con buena onda me empujaban. Lo miré suplicante pero ya era demasiado tarde. Walter estaba encima de ellos y empezó a golpearlos antes de proferir su grito de guerra. Evidentemente ignoraba las sutiles diferencias que separan en subgrupos al neo hippismo, el grunge, inclusive el skate dark y otras variantes de las que apenas teníamos noticias en aquel candente verano de 1993. Desencajado dijo:

—¡Hippies sucios hijos de una gran puta!

Vi sangre. La concurrencia empezó a abrirse a nuestro alrededor y varios jóvenes parecidos a los que me habían empujado se le fueron encima a Walter. La fiesta quedó paralizada en un instante encantador, de cine. Luego, cuando la acción se reanudó, Vicki y Alba venían hacia nosotros seguidas de la travesti (días después me enteraría de que Vicki ya había arreglado para hacerle una nota en la semana). Decidí ganar terreno. Definitivamente me animé. Lo tomé del brazo. Me pareció que echaba humo por la nariz, como un búfalo de historieta.

—Tenés que salir de acá porque si no me parece que te van a destrozar —alcancé a decirle, y me pareció que estaba ligeramente aturdido.

Salimos a un pasillo vacío y nos sentamos en un banco de madera. En la puerta del salón se recortaron dos figuras ya ampliamente conocidas por nuestras lectoras. Estuvieron ahí mirándonos, fijamente, a propósito, supongo, y luego, girando las cabezas al unísono como mellizas enfadadas volvieron a entrar al aturdimiento del baile. Estuvieron un total de seis días sin hablarme. ¡Mis amigas!

—Salgamos —dijo él con la voz ronca.

Afuera, caminando debajo de luces amarillas de faroles porteños abarrotados de bichos de tormenta, pisando charcos de vómitos de cerveza o simplemente de cerveza, volvió a desahogarse contra los sucios hippies de mierda, el porro (“la marihuana” dijo) que los da vuelta, “los” travestis que todo lo confunden. Dijo que nunca más iba a volver a pisar ese lugar de mierda.

Más tarde me contó que vivía con su madre y un hermanito de cinco años en Lugano 1 y 2, más exactamente en 1, tenían una panadería, el padre era un maestro mayor de obras que se había ido de viaje y no había regresado en los últimos dos años, que llevaba una vida de trabajo pero que no estaba nada conforme con la vida, que iba al gimnasio pero que era más flaco que una estaca. Jamás iba a sacar mucho músculo. Los sábados iba a una bailanta.

Bueno: a mi muchacho skinhead se le soltó la lengua y dijo una cantidad de cosas intrascendentes, de escaso valor testimonial y que no vale la pena repetir, sobre todo a riesgo de cansar a nuestras lectoras.

Agregaría nada más que las zapatillas en un rincón despedían una especie de humito, como de caldo, y que la cabeza seguía tan rapada como al comienzo de la noche. En un momento de esa madrugada que siguió a la noche en que nos conocimos, con ternura, sin intención agresiva ni de parodia, dijo:

—¿Qué estás haciendo? Podría ser tu hijo.

Pero yo sabía que no era cierto.