Recuerdo muy bien a mi padre cantando el tango: “Tres amigos siempre fuimos en aquella juventud. Era el trío más mentado que pudo haber caminado por esas calles del sur”.

Hace unos cincuenta años yo vivía en San Bernardo, Partido de La Costa. En ese entonces, era una pequeña villa balnearia con las mismas veinte cuadras de playas de ahora durante el verano pero en el invierno no era más que un pueblito sin edificios todavía, donde el viento empujaba matas de pasto seco por la calle principal. La franja de casas tenía un ancho de solo cuatro cuadras, desde Chiozza hasta la calle Mitre, con enormes médanos hacia el mar -no estaba la avenida Costanera ni las carpas que luego los fueron desmontando- y después de Mitre, mezclándose con el puro campo que los iba aplanando de a poco. Se llegaba desde Buenos Aires pasando primero por la Curva de Pavón y después entrando por Mar de Ajó, luego de haber recorrido antes cerca de cincuenta kilómetros por camino de tierra. La Interbalnearia todavía no existía, y no teníamos acceso propio a ninguna ruta.

Los pocos niños que tenía el pueblo asistíamos a la única escuela primaria, la N° 9, que por alguna razón que desconozco, tiempo después pasó a ser la actual N° 7. Recuerdo que me sumé a segundo grado en 1972, recién llegado de Quilmes. La escuela distribuía los grados en dos turnos porque solo contaba con cuatro aulas pequeñas y una galería techada que hacía de SUM y de patio interno cuando llovía o hacía frío, que era casi siempre debido a que la calefacción no existía, ni siquiera en nuestras casas. Eso sí, disponíamos de bastante espacio alrededor de todo el edificio donde salíamos a correr y a patear pequeñas pelotitas en imposibles partidos de todos contra todos, incluyendo tremendas guerras de coquitos de pinos que culminaban con algún chichón y la tardía llegada de las maestras para interrumpir la agresividad. También había al lado un terreno baldío hasta la esquina, donde en algunas ocasiones practicábamos softbol sintiéndonos modernos.

José Antonio –Sejo-, Víctor –Tobi-, Alejandro y yo fuimos el grupo de amigos que aparece en mi memoria cada vez que recuerdo mi infancia. En ocasiones solían sumarse también Sergio, Guille o Racu según las cercanías o los permisos de los padres, pero los cuatro éramos los más estables. La amplia casa de Ale con plaza enfrente y el patio interno del edificio de Sejo eran los puntos naturales de encuentro. En los últimos años de la primaria, a la tarde, todo el pueblo era nuestro lugar de juego para andar con las bicis vagando por donde quisiéramos, sin tele que nos atrapara y ningún adulto cerca. No los necesitábamos porque no existía ni siquiera el miedo a que nos pasara algo. Eran muy frecuentes los partidos de papi fútbol en la canchita de la Sociedad de Fomento, todavía sin techar y sin que nadie nos impidiera el acceso. En verano a veces nos encontrábamos en la playa, para meternos en el agua –hasta las rodillas porque éramos bastante obedientes aunque estuviéramos solos- y luego hacer milanesas rodando desde la cima de los médanos o simplemente jugábamos a las escondidas entre los tamariscos.

En el aula también había chicas. Entre ellas, la pícara Fabia -cuya madre había sido nuestra maestra-, la delicada y distante Leticia que un día se fue a Italia y no la vimos nunca más, y las más compinches con nosotros, Ana y Susana. Cuando en el último año todos empezamos a sentir algo distinto en nuestros cuerpos, Susana fue la más disputada. Cómo olvidar el desengaño que sentí cuando en un paseo en bici por la recién creada plaza pública en la Avenida San Bernardo, que antes había sido un camping, ella eligió a Ale para los tímidos besos inaugurales.

Al mirar viejas fotos de los fines de curso, son pocos a los que no reconozco, a varios les he perdido el rastro, hace mucho tiempo que me fui del pueblo. Suelo distinguir claramente a Daniel -el cordobés- y a Racu, quienes partieron hace muy poco, y a Mariana que lo hizo cuando apenas teníamos veintipico de años.

Cómo olvidar mi consagratoria actuación como extra representando “La vaca estudiosa” de María Elena Walsh en el SUM y el haber cantado colectivamente antes de la dictadura “Canción con todos” en un hermoso acto en un cine-teatro sobre Chiozza, al cual fue todo el pueblo. En el debe escolar están las visitas semanales del cura que tenía la capilla a solo una cuadra y nos sermoneaba a más no poder mezclando iglesia y Estado, y las consabidas peleas entre compañeros. La que más me dolió fue una que no se produjo, cuando invité a pelear a Sejo por una tontería, y él declinó diciéndome que no peleaba con un amigo, enseñándome con increíble madurez y muy tempranamente que esa no era la mejor manera de resolver los conflictos.

Ale y Tobi eran hijos de dos matrimonios de tanos laboriosos que se dedicaban a la construcción, el papá de Sejo era oficial albañil y la madre era la encargada del edificio donde vivían, ambos simpatizantes del Partido Comunista. Mis padres tenían un almacén sobre la calle Chiozza, donde también habitábamos, todos metidos en una misma pieza. Toda gente humilde y de laburo que ni siquiera tenían la secundaria.

Tobi era muy práctico y no podía estar quieto ni un segundo, Ale era el más callado y el pintón del grupo, Sejo era el más noble y amiguero, seguramente por ser hijo único. Y de mí no puedo decir nada, debieran ser ellos quienes hablen.

Como no había ningún establecimiento secundario en San Bernardo, sin quererlo iniciamos el camino de la migración. Y fue por rumbos distintos. Ellos tres se fueron a la escuela técnica en Santa Teresita, y yo fui al bachillerato en Mar de Ajó. En aquella época no había más opciones que esas, alcanzaban para nuestras ambiciones, que no eran tantas pero que tampoco eran tan acotadas.

Después nos fuimos de la Costa para iniciar estudios universitarios, dos a la Plata –arquitectura- y dos a Mar del Plata -Ale y yo, arquitectura e ingeniería-. Con el detalle de que en algún momento cambié las máquinas eléctricas por la psicología, de ese curso que apenas llegaba a veinte niños de la única escuela de un pequeño pueblo, los cuatro culminamos la universidad, también pública. No debe ser casual tampoco que compartamos aún hoy una conciencia política que nos lleva a adherir a transformaciones sociales con mayor justicia distributiva.

Como tampoco debe serlo que ninguno de nosotros viva actualmente en San Bernardo, aunque no pueda explicar muy bien las razones. Sejo fue el único que volvió al pueblo una vez recibido para después tener que irse a España alrededor de 2001, donde finalmente se quedó. Tobi se fue a hacer la Patagonia y vive en General Roca hace más de treinta años. Ale y yo nunca nos hemos ido de Mar del Plata. De modo fragmentado seguimos en contacto, sabiendo más o menos de la vida de cada uno. Los caminos de la vida tienen muchas bifurcaciones, y por suerte aparecen nuevas personas significativas en cada encrucijada. Los marplatenses nos vemos asiduamente, los dos que están más lejos hablan frecuentemente entre ellos para intentar achicar distancias.

Cada año, unos días antes recuerdo perfectamente las fechas de los cumpleaños. No los llamo, no hace falta, quiero creer que a ellos les pasa lo mismo. Siento que a medida que envejecemos, tendemos a recordar más, incluso lo más antiguo. Nos lo dicen científicamente algunos trastornos severos de la memoria y nuestros propios laberintos mentales. La nostalgia hace nido y nos exige poner palabras a lo ya ocurrido, aunque eso solo se produzca en un soliloquio interno. Relatos distorsionados, imprecisos, con alguna parte inventada, qué importa que tan verdaderos sean. Que alguien venga a discutírmelos, ni siquiera se lo permitiría a mis amigos.

Volviendo al tango: “siempre juntos nos veían... esa amistad nos tenía atados siempre a los tres”. Así fue, incluso de adolescentes, y también después, de jóvenes universitarios. Quien narra la letra se lamenta al final porque no sabe por dónde andarán sus amigos. Celebro que no sea así en nuestro caso.

Alguna vez Víctor Heredia cantó: “les puedo asegurar que no tuve nunca un amigo igual”. Yo soy muy afortunado, en mi infancia tuve tres, y de alguna manera todavía los tengo. Solo espero que en algún momento nos reencontremos para comernos un asadito -porque para para jugar a la pelota presumo que estamos un tanto viejos- aunque al rato de estar juntos quizás no tengamos nada nuevo de que hablar.