Hay conceptos que se ponen de moda, se utilizan hasta volverlos parte del sentido común, y a partir de ahí se deja de problematizarlos. Palabras que durante un buen tiempo y de manera gradual van formando parte del habla diaria y de narrativas mediáticas, e incluso de análisis académicos con aspiraciones reflexivas, hasta que son reemplazadas por otras que en ese momento describan o expliquen parte de otra realidad más urgente.
Algo de eso sucedió con el término posverdad, sobre el cual hoy poco se discute. Quizá ello sea así, en parte, porque ahora se da por supuesto que las noticias falsas, las historias mendaces y las mentiras expresadas deliberadamente forman parte de la política mundial cotidiana, y ya no se necesita echar mano a un término específico para mencionar ese accionar. Se trata, sin dudas, de una característica sustancial de la cultura hegemónica actual, que poca importancia le otorga a la verdad frente a las narrativas convincentes y reafirmantes de las propias subjetividades. Que no le interesa ni se preocupa por atender y reflexionar a partir de argumentos basados en evidencias, sino que prefiere la brevedad acrítica de los relatos susceptibles de ser transmitidos en las redes digitales.
Pero aunque no se hable ya de posverdad, las mentiras y los relatos falsos siguen formando parte del discurso político actual. Lo cual no es nuevo, como decíamos, pero tampoco deja de sorprender: cada vez se consolida más esa dinámica que ha instituido y continúa consolidando la posibilidad de establecer políticas reales con información falsa.
Es cierto, como sostiene el investigador Roberto Aparici, que en el sistema político mediático actual, los hechos y las ficciones, mentiras y verdades circulan con la misma apariencia, no solo en redes, sino también en medios tradicionales. Lo cual de por sí es complejo. Pero esto pasa de complejo a grave cuando dicha circulación lo que busca es legitimar acciones gubernamentales y políticas de estado.
Hace unos días, el Centro de Estudios Legales y Sociales expuso una muestra de ello, en una publicación en la red digital X: “Por falta de pruebas, el poder judicial liberó a tres personas que la ministra de Seguridad Patricia Bullrich acusó de ser integrantes de “una célula terrorista”. Esto sucede cuando se busca espectacularizar la política de seguridad”. ¿Qué importancia iba a darle la ministra a la evidencia necesaria para semejante acusación, si lo que se pretendía era legitimar el accionar de las Fuerzas de Seguridad a través de la noticia-espectáculo que se generó?
Lo mismo pudo verse con el discurso que el presidente Javier Milei realizó el día de su asunción. La información falsa abundó por doquier, e incluso volvió a exponer una interpretación del pasado histórico argentino que la ubica como supuesta potencia mundial, que lejos está de la evidencia empírica y de las lecturas científicas y académicas que existen al respecto. Y es que la información falsa no es inocente. Es deliberada y quienes tienen algún tipo de cuota de poder, sobre todo mediático, lo saben. Inocentes podemos ser quienes la compartimos y, al hacerlo, consolidamos esa legitimación; toda vez que naturalmente tendemos a replicar la información que coincide con nuestras miradas.
Forma parte de lo que se denomina “sesgo de confirmación”, que alude a la tendencia a replicar la información que coincide con nuestras propias miradas, y que se ha potenciado en los últimos lustros por la expansión e incidencia hegemónica de las redes digitales en la construcción de sentido común.
Como han señalado sendos estudios académicos, los contenidos falsos se expanden más rápido y llegan más lejos en las plataformas digitales que los propios hechos verídicos, y esa propagación no se produce mayoritariamente por los programas de difusión de noticias sino por la acción directa de las personas a través de su interacción digital.
En un contexto profundamente complejo donde la información falsa parece volverse una política de estado, es fundamental desarrollar una mirada crítica, verificar la información que recibimos y replicamos y problematizar los discursos y relatos que nos presentan los medios que ocupan posiciones dominantes.
Es cierto que quizá se hable cada vez menos del concepto de posverdad, lo cual no deja de ser anecdótico: las mentiras deliberadas y los relatos falaces siguen formando parte del discurso hegemónico actual. Especialmente -y aquí radica su real gravedad- en el discurso político que legitima políticas de Estado. Dejarlos en evidencia, entonces, ya no solo es necesario sino urgente.
* Historiador. Docente e investigador de la UNComahue.
* Licenciado en Comunicación Social UNLZ. Profesor de la UNRN.