Veo la masa estirarse en el molde que primero fue de mi abuela y luego de mi madre. El centro plateado como el cráter de un volcán solo extinto en apariencia. El resto es negro, quemaduras de los hornos de las casas pasadas. El gris del aluminio que alguna vez lo definió se ha perdido y ahora lo propio, es ese centro irradiante que recuerda las manos y los pasajes.

La masa crece y los dedos le dan profundidad llegando a los bordes como si fuera un oleaje que toca los pies de quien se arrima a saludar al mar. Miró los huecos pequeños, la masa de a ratos, se vuelve acanalada. Pienso si la masa y la Luna tendrán la misma superficie. Tengo facilidad para hacer asociaciones sin sentido. Pero el tema que sale del teléfono me interrumpe y vuelvo a la masa. Ya no importa si las superficies se parecen. Ya no importa mucho más que la masa que de a poco va tomando forma. Sonrío ante el acto mágico y también un poco enigmático, de la cocina.

En un gesto que yo sé fingido, miro como si quisiera aprender a amasar. Hago de cuenta que presto atención pero, en realidad, solo guardo esta foto mental con la mayor nitidez posible para poder revelarla una y otra vez cuando la comida y la situación, ya se hayan desvanecido.

Siempre me he resistido a aprender ciertas recetas. Porque eso me resguarda de cocinar en soledad. Mientras no las aprenda, puedo invitar a cocinar a quien sí las sabe. Disfruto mi posición de intermitente espectadora porque creo que cocinar en la presencia de otrx o con otrx inaugura un acontecimiento pequeño, efímero e irrepetible que exige presencia. Presencia para saber hasta cuándo y qué poner, qué tiempo, qué consistencia, cuándo el humo o el aroma que sale de la olla, anuncia que ya está la salsa. Ante la invitación a ser parte de esos rituales, mi compañía es casi imperceptible, como si fuese música de fondo: alcanzo algún utensilio, lavo lo que se va ensuciando, doy charla o preparo algún aperitivo. Me gusta ser una observadora y ver el estado meditativo de quien cocina, cómo dialoga con los condimentos e ingredientes en un proceso alquímico. Un acto que solo en apariencia es mecánico.

Cada vez que alguien me invita a comer o que se interesa por cocinar en mi casa, yo leo allí una tremenda declaración de amor: un tiempo dado, donado que no persigue otra cosa que la entrega. Un acto de puro presente fuera del tiempo en el que quien cocina y quien observa, nos entregamos a la creación sensorial sin palabras, sin preámbulos. Un estado primario que volvemos a visitar. Un lugar para habitar en el conocimiento sensitivo del cuerpo.

El acto de cocinar no responde a resolver una mera necesidad orgánica de supervivencia. Comer se resuelve con poco. Cocinar es otra forma del amor. Un “hacer el amor, tejer redes, cuidados”.

El otro día mientras la cuchara arrastraba los pedacitos de naranja que después serían mermelada, recordé lo que me había enseñado un ex suegro: “Prendé siempre la hornalla baja, despacio. Hay tiempo para subir el fuego. Paciencia, hija. No apures nada. Tampoco la comida”.

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