Proteger la verdad, esa parece ser una clave para defender el régimen democrático, o lo que queda de él en la Argentina. La aparición del cuerpo de Santiago Maldonado ha puesto esta cuestión en un punto crítico. Porque la gran mayoría de los argentinos sabemos que Santiago fue una víctima del estado argentino, de la clase social en la que se sostiene y a la que defiende, del gobierno que lo administra y de un vasto campo de actores políticos institucionales y para-institucionales entre los que sobresalen el poder judicial y la maquinaria mediática. “Sabemos” no quiere decir que todos podamos decirlo con las mismas palabras ni que se trate de una verdad “probada” en términos judiciales. Es una verdad que sabemos por nuestra historia, nos la dicta nuestra memoria. Hacia atrás hemos recuperado muchas verdades. Hemos sabido que en este país en la década del setenta del siglo pasado no hubo una guerra entre dos bandos igualmente violentos. Que fue un operativo de revancha terrorista contra los sectores políticos, sindicales y sociales más activos en la defensa de los intereses populares. Hemos sabido que no hubo “excesos” indeseados en la represión sino prácticas absolutamente liberadas de todo límite moral y jurídico, justificadas por la necesidad de aniquilar un enemigo interno cuidadosamente construido políticamente durante mucho tiempo. Hemos sabido que los movimientos de derechos humanos no eran un antro de locas y de zurdos sino el principal reservorio de los valores democráticos durante los años más oscuros de nuestra historia. Hemos sabido que los desaparecidos no estaban en el exterior -o cortándose las rastas en alguna peluquería- sino que fueron asesinados cruel y sistemáticamente, en la gran mayoría de los casos sin poder ofrecer resistencia alguna.
Esos saberes del pasado son herramientas para pensar los hechos de hoy. Me apuro a decir que no se trata de que quienes los poseen sean mayorías aritméticas deducidas de tal o cual encuesta de opinión. Esas mayorías -fluctuantes e inestables- pueden ignorarlo o, lo que es mucho más frecuente, negarlo, como modo de supuesta defensa psicológica, pero el saber estas cosas es patrimonio de todas las personas que viven aquí y tienen un mínimo de discernimiento. Y estos saberes son y serán en los próximos días interpelados y desafiados por las más inverosímiles construcciones ideológicas, todas ellas dirigidas de uno u otro modo a justificar este aserto: el tatuador no sufrió ningún tipo de violencia, murió ahogado. Es muy difícil imaginar argumentos serios para semejante slogan pero la posverdad no se amilana ante ninguna tarea por problemática que sea. Y porque además la estrategia estará sustentada en la sistemática descarga de culpas hacia “los otros”, hacia los 562 que tendrían que ser exilados en la luna. Ellos son los que agitan, los que buscan politizar. Quieren decir que Bullrich defendió a la Gendarmería y encubrió sus responsabilidades. Que Noceti, el jefe de gabinete de Bullrich, fue el mentor y director de la represión que llevó a la muerte a Santiago. O que el juez Otranto demoró y desvió la información porque, entre otras cosas, él mismo colaboró en la creación de condiciones “legales” para el atropello de los gendarmes. O decir que el problema de los mapuches no es su pertenencia a la guerrilla kurda sino que son gente que defiende derechos: a la tierra, a la naturaleza, a la paz y a la vida digna. Todo eso no es más que un intento del kirchnerismo de “politizar” los hechos.
La verdad es, ante todo, la que debe revelar cómo sucedieron los hechos que concluyeron en la muerte de Santiago. Aquí la verdad es esencialmente, aunque no únicamente, responsabilidad del poder judicial. Pero como siempre sucede cuando hay una muerte que alcanza significación política no alcanza con reconstruir los hechos inmediatamente vinculados a la muerte, es necesario pensar políticamente los hechos que llevaron a ella. La dilucidación de los hechos materiales conforma un cuadro de las eventuales responsabilidades involucradas en el caso. Pero la responsabilidad política es otra cosa, es algo más grave. Porque nadie puede evitar que haya un desequilibrado o un perverso que provoque una muerte con su conducta. De lo que sí estamos en condiciones como comunidad es de valorar el tipo de acción política que creó condiciones para una muerte. Eso exigiría hacer un riguroso análisis de las políticas desarrolladas durante estos casi dos años en materia de seguridad. Y particularmente en el aspecto –vital para este gobierno– de despejar las calles y las rutas contra cualquier irrupción de la protesta popular. Y hacerlo de la manera más espectacular posible, de modo de que juegue un rol ejemplarizador y disuasivo. Este es el alfa y el omega del discurso y de la acción de la ministra Bullrich. Antes de conocer cualquier tipo de estrategia en la tan exaltada lucha contra el delito, conocimos el “nuevo protocolo” para la acción de las fuerzas de seguridad dirigido a desalentar y amedrentar cualquier medida dirigida a ocupar la calle, a cortar el tránsito. Es decir a proteger a la “gente de bien” frente al huelguista, a la mujer, al piquetero, al mapuche, al político, a cualquiera de las especies que “causaron el atraso de este país”. La seductora propuesta del orden intentaba esconder el designio más profundo, el de evitar la visibilidad, y con ella la capacidad de articulación de las luchas. La ministra sobreactuó hasta el ridículo su identificación con las fuerzas de seguridad a las que se necesita comprometer incondicionalmente con la política represiva gubernamental: en lo que es de esperar sea el último de los episodios de su lamentable saga dejó escapar la sugestiva frase “a la gendarmería la necesitamos”. La política de represión violenta de la protesta social amenaza con tener una consecuencia agravante del daño que tiene para la paz social: la de alentar un comportamiento corporativo de las fuerzas de seguridad, apoyado en el lugar estratégico que ocupan en el actual contexto político, un lugar que les asigna roles tan diversos como el de “esclarecer” la muerte de Nisman, maniobrar en el terreno electoral, controlar y espiar a los movimientos sociales y montar provocaciones en las movilizaciones populares. La verdad sobre lo sucedido incluye también la averiguación de cómo se gestó este nuevo lugar de la gendarmería como fuerza de choque que no sólo reprime protestas callejeras sino que entra en las universidades violando su autonomía o entra a las radios cuando una ex presidenta está respondiendo un reportaje. La verdad necesaria es, entonces, también la verdad de un rumbo político que se sostiene en tres pilares: la transferencia de ingresos hacia los sectores más poderosos de la sociedad, el desarrollo de una impresionante maquinaria de manipulación psicológica de masas y la neutralización del movimiento popular en sus diferentes cauces.
La verdad es una responsabilidad colectiva también con la memoria de Santiago Maldonado. Porque desde ahora es un nombre que quiere decir muchas cosas para la Argentina que viene. Algún desaforado periodista, muy reconocido desde el poder,se permitió tratar con ironía su causa, concebida algo así como un “jugar a la revolución” fuera de época, una reviviscencia de los setenta, alentada, claro está, por los Kirchner. Esa banalización de la historia y del presente es una verdadera ideología de época de los sectores poderosos. Por eso fue tan central en el acta de reclamos que Escribano -entonces CEO de La Nación- le hizo llegar a Néstor Kirchner apenas iniciado su mandato la exigencia del final de toda revisión respecto del genocidio. De eso se trata cuando se instala el tema del número de desaparecidos para rebajar el tono de cualquier discusión sobre esa época. Hay toda una necesidad histórica de los grupos dominantes de encerrar bajo siete llaves ese pasado, de convertirlo en una locura de violencia compartida surgida vaya a saberse de dónde que, por alguna causa extraña se apoderó de la sociedad. Santiago es el portador de una verdad muy actual de nuestros días, la verdad que dice que la solidaridad no ha desaparecido entre los escombros de la meritocracia y el emprendedurismo. Que es falso que la única verdad que nos queda es la inexistencia de toda verdad, un relativismo extremo que fundándose en una terrible noción de libertad y pluralismo disimula una práctica profundamente autoritaria y tendencialmente violenta. La verdad sobre Santiago es también una reivindicación de la juventud que lucha, que milita, se organiza y moviliza en paz. Que enfrenta al miedo y a la resignación. Y es por eso una de las bases político-culturales para la recuperación democrática argentina.
Por alguna razón -sobre la que hay muchas hipótesis que van desde la casualidad hasta la ruptura de algún pacto corporativo-estatal de silencio- el desenlace de la desaparición forzada de Santiago se verificó pocos días antes de unas elecciones que tienen una enorme importancia. Durante todos estos días hemos asistido a la obsesión oficial por conocer la eventual influencia del hecho en la conducta electoral de los argentinos, especialmente de los que votan en la provincia de Buenos Aires. La cuestión se dilucida en estas horas. Seguramente los resultados desplazarán desde mañana los hechos terribles del sur y ocupará su lugar la especulación política sobre el futuro político-institucional. Pero convendrá saber que lo ocurrido marcará un antes y un después de esta etapa política argentina. Y los tiempos en que la cuestión se habrá de dirimir no están en los límites de un período electoral sino que regirán tiempos más largos de la política argentina. La protección de la verdad contra la pirotecnia de la distracción y del olvido puede ser lo que separe la perspectiva de un país adormecido y paralizado de una democracia con capacidad de resistir el impulso congénito hacia el totalitarismo propio del dominio neoliberal.