“Todo idioma es un dialecto con un ejército detrás”. Con esa frase del historiador Ian Kerkshaw, Paloma Schachmann y Leandro Koch dan comienzo a “Adentro mío estoy bailando”, película en la que ambos debutan como directores y protagonistas y por la que ya recibieron el premio a mejor opera prima en la Berlinale y el premio de la competencia argentina en el Festival de Mar del Plata.
Hay quienes llegan a la sala esperando un documental de música klezmer. Sin embargo, la frase inicial coloca a les espectadores en otro lado. En las primeras escenas, Paloma, clarinetista dentro y fuera de la pantalla y Leandro, camarógrafo que se resiste a filmar como piden los clientes, se encuentran trabajando cada uno de lo suyo en un casamiento judío.
Ella cuenta que está planeando un viaje a Europa del Este donde espera encontrar músicos y melodías de viejas bandas del pueblo askenazi, judíos oriundos de esa zona. Leandro inventa que él está haciendo algo parecido, pero en Argentina. La mentira como forma inicial de la conquista, el amor, el ir detrás del propio deseo, el interés por lo que puede extinguirse y el arte como forma de perseverancia serán los hilos de lo que sigue.
El público también está convidado al juego ficción-no ficción: los artistas que aparecen, como la banda Segundo Mundo y los músicos Marcelo Moguilevsky y César Lerner son invitados de lujo frecuentes en los casamientos de la comunidad judía de la Ciudad de Buenos Aires en la que sucede el estreno a sala llena.
Paloma y Leandro viajan por pueblos pequeñitos de Ucrania, Rumania y Moldavia. Queda poco de los sonidos que buscan, o casi nada. Ya nadie habla idish y los que recuerdan alguna que otra melodía son muy mayores. En el camino buscan financiamiento para su proyecto, escena que se destaca por un uso inteligente del cine dentro del cine. Los financistas les piden que hablen menos de política. Y queda flotando la pregunta por los modos de hacer cine, la injerencia en los guiones según la proveniencia de los fondos. Aunque es un detalle importante que suele pasarse por alto, los logos de quienes auspician casi que podrían considerarse una escena más.
Uno de los paisajes que recorren es el pueblo donde nació la abuela de Leandro. La cámara fija enfoca una vaca, pastizales, la neblina que cubre el campo. El montaje acompaña la ironía. Se supone que es el momento en el que debe emocionarse, sentir una conexión especial con la tierra de origen de su familia, pero a Leandro no le pasa. No tengo nada en particular con este paisaje, ni con las personas que viven acá ahora. Igual pienso en vos, abuela, y recordarte sí me emociona, dice en un diálogo imaginario con su abuela muerta.
La muerte forma parte de la vida de una persona. En cambio, no hay nada de esperable en la muerte de una cultura. La reflexión viene de un libro de Susana Skcura que lee Leandro mientras siguen intentando dar con algo vivo, ya no de la música klezmer, sino de la cultura idish en general.
El viaje de Paloma y Leandro se entrelaza con la narración de un cuento que evoca los cuentos infantiles del premio nobel Isaac Bashevis Singer. Es la historia de Yankel y Taibele leída por la psicoanalista, escritora y docente Perla Sneh. Yankel es sepulturero y odia su rutina, salvo cuando el rabino a quien suele acompañar llega con su hija Taibele. Ella está interesada en la Torá, pero por ser mujer no puede dedicarse a estudiarla como hace su padre. Yankel, poco acostumbrado al trabajo intelectual se vale de un libro que encuentra en la biblioteca de su abuela para acercarse a su amada: el autor es Baruch Spinoza. El filósofo marrano expulsado de su comunidad en el SXV aparece para guiar a estos jóvenes disidentes en búsqueda de un dios que les permita preservar en su ser; un dios que no censure ni oprima.
Cuando nació la idea de la película no existía aún la guerra entre Rusia y Ucrania, tampoco más de 20.000 asesinados en Gaza ni un centenar de rehenes, ni un millar de muertos israelíes. Las cifras son inéditas, a pesar de la desproporción, de un lado y del otro. Como sucede con las buenas obras, el gran mérito de Adentro mío estoy bailando es la posibilidad de ser contemporánea a sí misma. Cuando la búsqueda individual empalma con lo que la que excede, es posible hablar, con un lenguaje nuevo, sobre lo que cuesta ser nombrado.
Retorna la frase del inicio ¿fue el hebreo alguna vez un dialecto? Fue, más bien, una lengua reservada al estudio de la biblia, sólo accesible para los hombres ilustrados de las comunidades judías y para cierta clase social y luego elegida para construir la nación israelí, país que no reconoce ni al idish ni a ninguno de los otros dialectos que habló el pueblo judío ¿Qué traían esas lenguas de peligroso que hubo que eliminarlas para dar curso a un proyecto colonizador?
Un dialecto es una tonada particular, cierta música, una modulación específica que, junto con otras que se le parecen, forman una comunidad lingüística. Es un modo de recordar que en los bordes hay convivencia, contagio, permeabilidad. Y que, en cambio, las fronteras con muros pueden ser el germen de la propia destrucción. Quienes atesoran las melodías idish en peligro de extinción son músicos romaníes, el pueblo gitano a quien también persiguió y asesinó el nazismo (y que el Estado de Israel prefiere no recordar en sus homenajes a las víctimas del holocausto nazi). Adentro mío estoy bailando habla entonces de los ritmos como bordes, de la fiesta como lugar de encuentro entre lo igual y lo distinto, y de la necesidad de correrse del lenguaje oficial.
Sobre la recepción de la película, Leandro cuenta que para ellos fue siempre una incógnita “sobre todo para el público argentino porque la comunidad judía es en general muy reacia a cuestionar las políticas de Israel, y si bien nuestra película no aborda el conflicto ni el genocidio que está ocurriendo hoy en día, sí se hace preguntas en relación con decisiones políticas del Estado de Israel, sobre todo vinculadas a lo cultural, dentro de la cultura judía. Por ahora, salvo una excepción, el público argentino sólo se acerca para decirnos cosas lindas. Básicamente porque no aborda el conflicto israelí-palestino. Ahí sería otro cantar”.
La película ya fue estrenada en los principales festivales del mundo y sigue su recorrido al mismo tiempo que cambian los escenarios geopolíticos, lo que transforma cada proyección. “Cuando estrenamos en Berlín, hace casi un año, todo el festival estaba atravesado por el conflicto de Ucrania. Esa guerra si bien sigue latente, quedó atrás por la brutalidad de la guerra que está sucediendo en Israel, si es que se le puede llamar una guerra. Nos sigue sorprendiendo y la película se sigue resignificando desde que la estrenamos. No vemos con los mismos ojos los territorios ucranianos en los que filmamos, tampoco se escucha de la misma manera cuando se habla de la presencia del Estado de Israel en la cultura idish. Sin dudas la película sigue mutando. Lo que sí vemos es que está abordado de una manera que hace que el público esté más interesado en conversar que en otra cosa. Y de eso se trata, siendo que el mundo se está polarizando tanto y que están faltando tanto los canales de comunicación para debatir, a pesar de la multiplicación de las redes sociales”.
Por ser el estreno, al terminar la función los directores responden preguntas. El público quiere saber si la historia es real, de quién es el cuento que se escucha y cuántos en la sala hablan idish. Apenas cuatro personas levantaron la mano, una de ellas es Perla. Las otras respuestas quedarán para quienes se adentren a buscarlas y a continuar la conversación.
“Adentro mío estoy bailando” podrá verse hasta el 1° de marzo en la sala del MALBA, todos los domingos a las 18hs