Érase una vez un piano. Un vertical bien alto, con cuerdas largas y potentes graves. El primer recuerdo que revolotea en la cabeza es el de su madre y su padre tocando en una reunión, cuando tenía diez años. Ninguno de ellos era músico profesional pero ahí estaban, sumergidos sobre las teclas. Algo, entonces, pasó. No una revelación, dice hoy el experimentado Ernesto Jodos, por aquel entonces un niño embelesado, sino una curiosidad, una ligera corriente eléctrica que se adosó en el cuerpo y no lo soltó jamás.
A esa sensación llegó recientemente cuando sacó el disco Durmientes (BlueArt Records), grabado en vivo en un concierto en el Centro Cultural Borges y elegido hace una semanas por la prensa especializada como “Mejor Disco de Jazz 2023”. “Desde ya, el formato de piano solo es muy importante para mí. Allí tengo muchísima libertad para probar, equivocarme, retomar y cambiar”, suelta Jodos, que dice un poco en broma, un poco en serio, que se le hizo costumbre sacar un disco solitario cada diez años. Tiene tres hasta el momento, los otros son Solo y Actividades Constructivas.
Con temas propios y versiones de músicos admirados, a través de un repertorio de música original, relecturas de standards e improvisaciones, se escuchan perlas como “Round Trip”, de Ornette Coleman –que no suele tocarse en el piano–, y “For Turiya”, que el contrabajista Charlie Haden dedicó a la pianista y arpista Alice Coltrane. “El piano, por momentos pensado como arpa, lleva este tema simple y hermoso a transformaciones armónicas y melódicas que sólo pueden inspirar músicos con un nivel de espiritualidad tan elevado como ellos”, escribió el propio Jodos en las notas del disco.
El músico vuelve hacia aquel episodio fundacional cuando, capturado por el sonido familiar, el niño pidió que lo mandaran a estudiar música. Dice que no tenía un talento natural; se corrige, cuando rememora: mejor decir que no era “dotado”. Pero sí recuerda tener algo así como una facilidad y cierta capacidad que lo acompaña desde entonces: el talento –dice– de alimentar diariamente los “pocos dones” musicales con los que contaba. Eso mismo que mucho tiempo después lo llevaría, en última instancia, a dedicar tanto tiempo a la docencia: la seguridad de que no importa cuán dotada es una persona –enfatiza–, y que siempre se puede ir más lejos y más profundo poniendo tiempo y ganas.
Luego siguió con las clases de piano y le sumó la guitarra con un gran maestro que no quiere nombrar por pudor. En su racconto artístico reconoce dos aristas esenciales: el apoyo incondicional de su familia y el compartir con un grupo de amigos una gran inquietud musical. “Vale decir, nunca me sentí un bicho raro, sino uno más”, dice el músico nacido en julio de 1973, y apunta que con ese grupo adolescente arrancó a escuchar discos de jazz, o más bien la llamada “fusión”, de moda a fines de los ochenta.
Aclara, con el ánimo de descontracturar: “No eran veladas sino más juntarse a escuchar música, algo informal, un par de discos y listo. Charlar y huevear. O ir al parque los domingos a cambiar discos. Es algo que me volvió a la mente en los últimos años con cero romanticismo. La idea de escuchar música en presencia de otra persona”.
Esa cosa informal lo llevó a buscar maestros que lo guiaran a descifrar esa música algo rara que entraba por los oídos. Alguien le recomendó a Gustavo Moretto, compositor, pianista y trompetista que había formado el grupo Alas, tocado en Alma y Vida y estudiado con Gerardo Gandini. “Yo tenía catorce años y, para nosotros, como decíamos con un colega que conocí en esas clases, era como ir a la casa de Batman. Eso duró sólo un año y medio, porque Moretto decidió regresar a Estados Unidos. Sé que él no me recuerda en lo más mínimo. Le pusimos Batman porque era alguien enigmático y la casa era bastante oscura”.
Pocos años después se concentró en el estudio con Edgardo Beilin. Un buen pianista que abrió la escucha hacia Lennie Tristano, Lee Konitz, Keith Jarrett y Joanne Brackeen. Mientras estaba estudiando con él, Gary Burton llegó a Argentina a dar un seminario. Ernesto Jodos se presentó y ganó una beca para estudiar en el Berklee College of Music de Boston. Viajó al año siguiente, a sus 17: fueron cinco semestres, donde aprendió de algunos maestros y grandes pedagogos como Ed Tomassi, pero sobre todo de sus compañeros, con los que pasaba tiempo completo en el campus y salía a ver conciertos en vivo. Jodos se graduó magna cum laude en 1993 como joven prodigio aunque el dato parece importar poco: nunca lo nombra.
Cuando regresó a Argentina se encontró con músicos de las generaciones que lo precedieron. Entre ellos: Enrique Norris, Carlos Lastra, Guillermo Bazzola, Hernán Merlo, Pepi Taveira, Eduardo Casalla, Norberto Minichilo y el Chivo Borraro. También retomó sus estudios de piano clásico con Claudio Espector. Y luego tocó con los de su generación, con los que aprendió a componer y tocar música original. Nombra a Sergio Verdinelli, Rodrigo Domínguez, Mariano Otero, Carto Brandán, Juan Pablo Arredondo. “Son hermanos de la vida y de la música. Tener un puñado de colegas de la misma edad y poder hacer música asiduamente con ellos, es para mí tan importante como tocar con gente de más experiencia”.
¿Qué es, en definitiva, hacer música propia? Dice Jodos, considerado hoy como uno de los compositores fundamentales del jazz argentino, que siempre tuvo afinidad por escuchar música original, sea de rock, de blues, folk o clásica. Como músico de jazz aprendió con el tiempo a “lentificar” el proceso de improvisación y tener una decisión más fina sobre aquello que quiere tocar y, sobre todo, lo que no. Así lo profundiza: “En la composición parto de un material determinado que después establece una relación más estrecha con la improvisación. Me gusta medir mis procesos creativos conmigo mismo, mejorar con respecto a los discos y los toques anteriores, y no comparativamente con la historia del jazz, por decirlo de algún modo, donde siempre salís perdiendo”.
Es así que a Jodos le gusta encontrar su propia “estética” no con demasiados planes previos sino disco a disco –tiene más de veinte propios editados, y unas cuarenta colaboraciones en proyectos ajenos–, prolífico e inquieto: aclama un jazz en movimiento a través de sus micro géneros –bebop, hard bop, post-bop–, algo exigente para la escucha y sin concesiones hacia el mainstream. Pero no es la cantidad ni el sentido de la novedad: en la obra de Jodos nunca se pierde la apuesta por el riesgo, palabra capital del jazz como género aunque ciertamente olvidada por el circuito de tributos y homenajes en los que suele caer últimamente. En sus discos, en efecto, se combinan diferentes balances entre la composición y la improvisación dentro de las piezas, algunos más crípticos, otros más abiertos, pero todas ellas escritas o arregladas por el pianista. Allí -–resalta– radica su espíritu ambiguo, impuro, imperfecto.
Más allá de sus filiaciones con el canon tradicional –Jodos puede tocar tanto a Gershwin como a Cole Porter y luego virar hacia el free, sin afectar su estilo interpretativo–, no es de los pianistas de jazz que tocan el repertorio seguro y cómodo. En cada nuevo proyecto Jodos suele moverse hacia lugares muy distintos sin nunca renunciar a su impronta autoral, hecha de un riguroso estudio del género y de influencias que lo desbordan. Por poner un caso, en Durmientes pueden aflorar una melodía blusera tanto como una exploración sobre el ostinato de la mano izquierda o un tributo a referentes como el tema “Gotas arrítmicas”, del argentino Enrique Norris, “un gran maestro del jazz y la música improvisada”.
Coordinador de la Carrera de Jazz del Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla y Premio Konex de Platino, en la obra de Jodos el sonido nunca se repite. Allí se encuentran variaciones sofisticadas del cancionero de Gershwin, Ellington y Monk, el acompañamiento a cantantes como Julia Moscardini y Julia Sanjurjo, o singulares versiones de la música popular argentina como “Ella también” y “Contra todos los males de este mundo” de Spinetta. Minimalista, identificado con el lirismo antes que con las escalas veloces del improvisador atlético, siente sin embargo que no es ningún experto ni consagrado. Al contrario, tiñe su música con una apariencia de “crudeza”. No llegar a la obra maestra sino amigarse con lo inconcluso. “Una música que parezca por momentos que no está terminada, que es una idea que tiene mucho en común con la actividad de improvisar”, apunta. “No es en busca de la fealdad, pero definitivamente no es en búsqueda de lo que comúnmente pueda llamarse belleza”, conceptualiza, gustoso del uso de los silencios, de los polirritmos, de la bitonalidad.
En esas grietas y tensiones, prefiere convocar sonidos que se dejen “entre-escuchar”. Se explaya: “Siento de manera muy profunda la idea Gandiniana (y Borgeana) de que la Historia de la Música nos pertenece, que podemos tomar de ella lo que queramos, y que lo que no necesariamente nos pertenece es aquello que sucede en nuestro tiempo histórico, pero en otras geografías, en otra realidad”.
Entonces irrumpen sus preferidos. A nivel discos: Plays Duke Ellington, de Monk; Complete Roost and Blue Note, de Bud Powell; Ramblin, de Paul Bley; The Shape of Jazz to Come, de Ornette Coleman; y una sorpresa: Blood on the Tracks, de Bob Dylan. “El de Monk me encanta su estilo, tiene un sonido increíble. De Powell es una caja de muchos discos, rescato sus inflexiones y en el último tiempo lo descubrí mucho más. El de Bley me fascina ese trío, una química especial. Coleman, fue el primer disco suyo que escuché y me mató. Y el de Dylan, hermosas melodías de los ´70, tocado muy salvajemente”.
Luego pasa a los compositores. Nombra a Elligton, Monk, Mingus y aparecen dos tapados: Henry Threadgill y Muhal Richard Abrams. “Duke y Monk son el fundamento de la composición en el jazz y se aprende de ellos cada día. A Mingus lo siento como una extensión de ellos, y una flecha hacia el futuro. Y Threadgill y Abrams son la inspiración en el sentido de encontrar procedimientos que permiten, de forma muy original, borrar la línea divisoria entre composición e improvisación”.
El Jodos compositor, entonces, no se diferencia del Jodos intérprete: los encuentra entrelazados, algo así como una escritura de la música en tiempo real. Borrar los límites entre la composición escrita y la sensación del momento, esas decisiones que se toman a último momento, al calor de las improvisaciones. Una larga reflexión ilumina un estilo deseado, entre la errancia y el sentido de la incomodidad, aunque confiesa que se siente incómodo con la excesiva reflexión sobre su música.
“En los años que vengo haciendo esto de improvisar-componer-interpretar me resulta muy útil e interesante generarme contextos con diferentes instrumentaciones. Es por eso que no he tenido grupos que duren más de cuatro años. Tríos con cello y batería, con contrabajo y batería, dúos, sextetos con formación bien tradicional (vientos y sección rítmica), cuarteto con clarinete, quinteto con clarinete y guitarra eléctrica, o con dos contrabajos y dos baterías. Me desafían aquellas situaciones que ´incomoden´, ya sea por lo poco usadas (pocas referencias), o por ser bien ´standard´ (muchas referencias). Esta incomodidad me resulta atractiva tanto para mí como para los integrantes del grupo, o para la audiencia”.
Jodos entre el movimiento, los durmientes, las vigilias y el desplazamiento de sus constantes viajes entre Rosario –ciudad en la que nació– y Buenos Aires –donde vive–. La foto de tapa de Durmientes, sacada por Pichi De Benedictis, evoca la estela romántica de un tren. La música funciona en el tiempo, igual que un viaje. Y expresa un momento, tan efímero como eterno.