Hace ya algunos días insiste dentro mío el verbo reconocer. No logro determinar cuándo comenzó esa manifestación y, menos aún, descifrar sus razones. Así como tantos textos surgen para expresar lo que uno piensa, emprendí éste para averiguar cuáles son las cavilaciones inadvertidas que se esconden tras aquel verbo.
Ni bien comienzo a escribir, bajo una cierta arbitrariedad lingüística y en un ordenamiento espontáneo de significantes, el reconocimiento se me presenta como lo opuesto de la irracionalidad. Sin embargo, como la relación entre uno y otro término no es, stricto sensu, de antónimos, asoma un sentimiento de inquietud ante la imprecisión.
¿De qué manera, entonces, la irracionalidad atenta contra aquello que se condensa en el acto de reconocer? O, a la inversa, ¿será que el reconocimiento reúne los instrumentos y las pistas para dar la batalla contra la irracionalidad?
La irracionalidad
Caos cognitivo, irrealidad, necedad y discurso paradojal o contradictorio son algunos de los nombres de la irracionalidad. Y vale destacar que nada tienen que ver con la ignorancia o la falta de formación.
Tempranamente, Freud sostuvo que cuando el nexo entre dos ideas carece de lógica se desprende un sentimiento de displacer que procura frenar el desacierto argumental. Desde luego, las variaciones singulares permiten que cada quien realice una operación diversa con dicho sentimiento. En efecto, a muchos sujetos el displacer no los conduce hacia una autorectificación, ni siquiera hacia un mínimo de interrogación sobre el propio argumento, sino que el desagrado, por diferentes procedimientos y revestimientos, es localizado en terceros, precisamente en aquellos que advierten la irracionalidad. Estos últimos, entonces, son colocados en el lugar de enemigos, ensobrados, herejes, traidores, etc., y el estigma y la exclusión son los destinos que pretenden imponerles.
Milei, sus funcionarios y sus votantes o lo que es, no es
Desde hace meses se multiplican nuestras reflexiones. Intentamos comprender la mente de Milei, cómo fue su transformación de panelista a candidato y, luego, a presidente, cuáles fueron las razones evidentes y profundas de quienes lo votaron y que, aún hoy, defienden su gestión, cómo seguirá nuestro país en el futuro inmediato, y qué recursos y estrategias podrán servir para defender o recuperar lo perdido en materia económica, cultural y simbólica.
Resulta difícil prescindir de juicios de valor, pero hagamos la experiencia y recojamos unos pocos datos que hagan de muestra. Que Milei dijo y se desdijo (sobre impuestos, dolarización, que el ajuste lo pagaría “la casta”, etc.) es un hecho conocido. También se señala que cometió plagio en algún libro, que sus perros son clonados, que su supuesta novia es una imitadora, que su gabinete no es libertario y que la imagen de su cara es modificada vía maquillaje.
Sobre el paro del 24 de enero, desde el gobierno afirmaron que fue un fracaso, que habría tenido una bajísima adhesión, aunque simultáneamente acusaron que por ese mismo paro el país habría perdido miles de millones de pesos. Asimismo, critican que la CGT hace años que no hacía un paro y, a la vez, dicen que los ciudadanos manifiestan estar cansados de los paros. También su ufanan de ser el gobierno que más rápido en la historia introdujo medidas para realizar cambios estructurales, pero se quejan de que algunos sectores se oponen con igual velocidad. Afirman que la oposición no dialoga, pero descalifican que se quieran discutir el DNU y la ley ómnibus. Argumentan que ya han transformado el país, con medidas jamás tomadas, y al mismo tiempo afirman que todo lo malo que sucede es culpa del gobierno anterior. Algunos de sus funcionarios y el propio Milei amenazan y extorsionan (en caso de que no se aprueben las medidas) y dicen que no son amenazas ni extorsiones. Muchos de sus votantes, antes de las elecciones, decían “no va a hacer lo que dice” y, hoy, defienden que “Milei cumple con su palabra”. También sus votantes sostienen que “Massa hubiera hecho lo mismo” y, en paralelo, argumentan que “por suerte no ganó Massa”.
Finalmente, ante cualquier crítica o cuestionamiento, la respuesta congelada y homogénea que instalaron es “No la ven”, cual si todos los que no estamos de acuerdo con su gestión padeciéramos de una alucinación negativa.
Cuatro autores
Quiero exponer ahora, sucintamente, unos breves párrafos de cuatro autores que evoqué en el transcurso de mis reflexiones: Freud, Borges, Arendt y Kertész.
Freud sostuvo que la supresión de la diversidad y la abolición de los nexos sociales solidarios requieren no solo del “aflojamiento ético” de los dirigentes, sino, además, de “la credulidad acrítica hacia las aseveraciones más discutibles”.
Borges, por su parte, hace decir al relator de “El Aleph”: “Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme”. El escritor nos muestra así la ira que se despierta en ciertos sujetos cuando el otro intenta contrastar sus creencias falsas.
En su libro sobre el juicio a Eichmann, Arendt cuenta la estrategia que tenían los oficiales nazis para desculpabilizarse de los tormentos que infringían a los prisioneros: en lugar de pensar “qué horrible lo que le hago a los demás”, se decían a si mismos “qué horrible espectáculo tengo que presenciar en el cumplimiento de mi deber”.
Por último, el protagonista de la novela “Sin destino”, de Kertész, afirma: “comprendí las razones de su animadversión hacia los judíos: si hubiera sentido simpatía por ellos, habría tenido la desagradable sensación de estar engañándolos”.
En síntesis, cuando se cree lo no creíble, el odio deshumanizante es un desenlace inevitable, un sentimiento imperioso que, al mismo tiempo, conduce a reforzar la propia irracionalidad.
Reconocer
Luego de estas ilaciones vuelvo al verbo reconocer, cuya etimología manifiesta nos habla de volver a conocer. Aunque ya sepamos, hayamos aprendido tanto, siempre podemos volver a conocer, sin desestimar nuestros saberes previos y tradiciones, para entender lo nuevo, lo inesperado o incluso aquello que suponíamos pasado y que una vez más retorna en el presente.
Muy cerca se encuentra esa versión del verbo que se asemeja a identificar o darse cuenta, tal como cuando señalamos “lo reconocí entre la multitud”, lo que desde luego requiere de la memoria.
Reconocer tiene aún otro sentido, pues es darle cabida a la alteridad, entendiendo que uno mismo también es la alteridad para el otro. Así, por ejemplo, hablamos de reconocer derechos o de reconocer la diferencia.
Una cuarta alternativa es considerar que el verbo reconocer también lo utilizamos para significar que aceptamos o asumimos un fallo, como cuando decimos “reconozco que me equivoqué”.
Por último, reconocer también significa valorar, y entonces apreciamos la belleza, la ética o los logros del otro, por ejemplo, cuando indicamos “en reconocimiento de su trayectoria”.
¿Qué conclusión podemos extraer, entonces, de todo este desarrollo, si tiene algún sentido mi asociación inicial sobre la oposición entre reconocimiento e irracionalidad? Sin duda, entendemos que esta última se compone de necedad, olvido, indiferencia, soberbia y desprecio, a todo lo cual debemos anteponerle una política del reconocimiento, consistente en aprender, recordar, registrar al otro, asumir los propios errores y apreciar la vida.
Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.