Hace pocos días supimos por el ministro Caputo que el gobierno había decidido retirar del proyecto de Ley Ómnibus el “capítulo fiscal” a fin de conseguir su tratamiento y aprobación en el Congreso. El hecho fue celebrado por algunos como un importante retroceso del gobierno. Otros, en cambio, alertan sobre el riesgo de que la Ley sea sancionada con los artículos que delegan poderes del Poder Legislativo al Ejecutivo. Quienes perciben el peligro denuncian “olor a trampa”: con esos poderes delegados el presidente podrá avanzar sobre esos y otros temas sin necesidad de pasar por el Congreso. Todo esto es cierto, y con este argumento basta para rechazar de plano el proyecto de ley. Pero ahora recibimos otra noticia más: el vocero presidencial anuncia que el gobierno también podría retirar la delegación de facultades fiscales y previsionales ¿Ahora sí podemos aceptar la ley? Creemos que no, porque la delegación de facultades se mantiene en todos los otros campos, y eso implica la virtual disolución del sistema representativo, republicano y federal que establece la Constitución Nacional en su artículo primero.
Vamos por partes: La delegación de funciones está prevista por la Constitución Nacional a partir de la reforma de 1994 por períodos puntuales y en circunstancias determinadas, y ya fue otorgada en momentos muy acuciantes de nuestro país. La delegación tiene antecedentes. Pero no lo tiene la radicalidad del contenido y la duración prevista para ella en este proyecto. Significa sin más, eliminar la división y el equilibrio de poderes sobre los que se sostiene nuestra república democrática, y ese parece ser el objetivo final del gobierno, que durante la campaña electoral demostró un fuerte desdén por nuestro sistema político y que plantea un uso meramente instrumental de la dimensión electiva de la democracia, argumentando una legitimidad de base de un 56 por ciento de votos (que son los que consiguió en segunda vuelta) como fuente para la concentración de la suma del poder público.
Este desdén (que en otro tiempo se habría caracterizado sin demoras como antidemocrático) se expresó en el discurso de asunción de espaldas al Congreso (lo que en otro tiempo se habría caracterizado sin demoras como populista), en el DNU de pocos días después, que afectó una cantidad inusitada de normas y derechos que habían tomado mucho tiempo de debate en el parlamento y de luchas en las calles, y ahora en el envío de este proyecto de ley, que, además de someter al Legislativo a una hiperactividad estéril y de impedir un debate serio sobre temas que lo ameritan, trae el “presente griego” de esta tremenda delegación de facultades, que en otro tiempo se habría caracterizado sin demoras como un escandaloso avasallamiento de la división de poderes. Así, lo que está en juego no es solo la economía, la soberanía, la cultura, sino, en primer lugar, nuestro régimen político. La república, como está prescripta en nuestra Constitución, se sostiene sobre la separación de poderes, para que, como pensaron los antiguos y como Montesquieu trajo a la teoría republicana de los modernos, el ejercicio del poder y el resguardo de la autoridad residan en sedes diferentes. Decisiones como la de endeudar al país, enajenar el patrimonio colectivo, reformar leyes que requirieron muchas discusiones y en algunas casos mayorías especiales, reformar códigos, solo puede hacerlo una institución que exprese la diversidad de opiniones en una sociedad. Pues bien, en el caso de recibir las facultades delegadas por mayoría simple del Congreso, aunque no fuesen facultades plenas, el Ejecutivo podría hacer, entre otras cosas, todo esto. El Poder Legislativo es el que estabiliza y da un carácter plural a nuestro sistema democrático. El Judicial, el que debería ocuparse de frenar los abusos del ejercicio del poder. Es porque hay pluralidad de opiniones y de voces en una sociedad que el poder de legislar no puede delegarse en el Ejecutivo sin lesionar gravemente a la república.
El DNU y el proyecto de ley son a la vez un intento de avasallar una institución pilar de nuestro sistema y la demostración de su importancia. Y esto no es un problema académico, sino un problema político central, que tiene su reflejo en las calles. El DNU produjo respuestas inmediatas y espontáneas, y el 24 una multitud acudió a la convocatoria de la CGT y la CTA. Los motivos por los que los ciudadanos se expresan son diversos y enigmáticos, y por más que las ciencias sociales traten de determinarlos, se nos siguen escapando. Pero sería un error suponer que aquí se trató solo de la defensa reactiva ante el ataque a intereses y derechos particulares vulnerados por los avances del Ejecutivo. Está también en juego la defensa de la república, palabra que, a pesar de su maltrato por parte del discurso antipopulista, sigue siendo la memoria de las grandes revoluciones de la modernidad y el nombre de la cosa pública y del interés de todos. Es por las libertades, los derechos y las garantías que resguarda esa república que los ciudadanos se manifiestan. Sus representantes deben registrar ese sentido de la movilización cuando consideren el proyecto de ley, aun con todos los cambios introducidos entre gallos y medianoche, porque honrar su mandato es, en primera instancia, defender la cosa pública.
*Decana del Instituto del Desarrollo Humano - Universidad Nacional de General Sarmiento.