La dueña de la heladería parecía ahora chocha de felicidad como si hubiese entendido de qué se trata de la vida. Los pibes descalzos también sonreían y decían pavadas que nos hacía reír a todos. Yo no sé qué sentía. Todos tomábamos helados. Yo había pagado la primera ronda y ahora la dueña pagaba la segunda. A un costado brillaba un enorme árbol de navidad. Un motivo para sonreír entre tanta oscuridad que era la vida.
Esa mañana había salido a trabajar. Aprendí mi trabajo de un viejo malandra llamado Macarrone en la villa donde crecí. Tenía uno de esos maniquíes con cascabeles que se movían apenas uno hacía un mal movimiento. Así aprendí a sacar una billetera de un bolsillo, intentándolo mil veces, como Edison con la lamparita eléctrica. Para ser un buen ladrón hay que tener tres cosas decía Macarrone: confianza, paciencia y cierta capacidad de la aventura. Caer preso era un riesgo, pero para los que no tienen nada que perder, la adrenalina del riesgo es lo que hace a un robo valer la pena. Esa mañana subiéndome a los colectivos conseguí seis billeteras. Cerca de cincuenta mil pesos. Yo fui un paso más lejos que Macarrone. Todo alumno supera a su profesor. Yo iba al casino y era bueno al póker y eso significaba que ganaba dinero. Así que me fui al casino y a las horas tenía alrededor de ochenta mil pesos.
Me llamó el hijo de una amiga, Yolanda. Me dijo que su mamá estaba internada en terapia con una insuficiencia hepática. Yolanda era alcohólica y ahora el hígado le pasaba factura. Me dijo que fuera a verla. Que ella había pedido por mí.
Toda la adrenalina de los robos y el casino y los ochenta mil pesos se me vino abajo cuando entré en el hospital. Esos pasillos grises y en penumbras. Caminé entre gente triste y desesperada. Llegué a terapia y pedí de ver a Yolanda Cinzano. Cinzano era su apellido. Había un destino en esa palabra. Me dijeron que justo era horario de visita así que me dejaron pasar. Cuando pasé y la vi hice fuerzas para no largarme a llorar. Ella alguna vez me había ido a ver a la cárcel y también alguna vez habíamos hecho el amor. Pero era una amiga. Ahora verla intubada y llena de cables y mangueras me dio una angustia que podría haber hecho suicidar a un león.
Hola, Yolanda, le dije.
Me indicó con el dedo una mesita que había a un lado. Sobre la mesita un papel y un lápiz. Se lo pasé.
Yo ando mal pero acostumbrada, eso escribió. ¿Cómo andas vos?
Seis billeteras, le dije.
No cambiás más, escribió.
Intercambiamos unas frases más pero no había demasiado espacio en el papel para su letra retorcida y agonizante. Me quedé tomándole la mano y recé un padre nuestro en voz alta para bendecirla. Después ella cerró los ojos, yo le acaricié la mano y se quedó dormida.
Salí de hospital con ganas de tirarme abajo de un colectivo. Pero tenía ochenta mil pesos en los bolsillos. Me metí en la primera heladería que encontré. Me asombró ver el enorme árbol de navidad que había a un costado. Había también una caja musical de la cual aparecía y desaparecía un Papá Noel al son de una musiquita feliz pero después de un tiempo insoportable. Me pedí el helado más grande que hubiese. Era un barco. Un recipiente con forma de barco en donde entraban como cinco bochas y dos torres de candy bañadas en chocolate. La chica que me sirvió el helado era hermosa. Me sonrió cuando me lo pasó, pero yo no pude sonreírle. Seguía con la imagen de Yolanda en la cabeza. Yolanda en terapia. Yolanda llena de tubos y cables y sondas. Yolando al borde de la muerte. ¿Por qué la muerte no me llevaba a mí? Seguramente un ladrón merece más la muerte que una borracha. Me senté en un costado, en una mesa, tomé un par de cucharadas de la bocha de limón. Entraron los pibitos descalzos.
¿No tiene algo para darnos, Don?, me dijo uno.
Empujé la bandeja gigante de helados hacia ellos.
Siéntense, coman, les dije.
Los pibitos resplandecían de alegría, como una estrella, como la estrella de navidad. Tenían la cara sucia, y las patas sucias, y las remeras sucias, pero aún así brillaban sus sonrisas.
Apareció una mujer, rubia, robusta, con cara redonda de polaca. Venía aventando un trapo y les gritó a los pibitos:
¡Fuera!¡Fuera de acá!
Me puse de pie.
Espere, espere, le dije con una serenidad que me soprendió a mí mismo. Yolanda a punto de morirse. La víspera de la Navidad. Miles de chicos recibirían regalos. Y otros muchos más miles de chicos pasarían las navidades con hambre y sin conocer el sabor del lechón ni el pan dulce.
Espere, mujer, ¿Usted quién es?
¡Soy la dueña de la heladería!
Mujer, a ver, ¿Cómo se llama usted?
Alicia.
A ver Alicia… le dije. Le señalé el árbol de navidad, el anodino Papá Noel, las guirnaldas. Alicia, si no hacemos esto hoy ¿Cuándo lo vamos a hacer?
La cara de Alicia cambió, primero inexpresiva, como si hubiera recibido una noticia inesperada, después fue como si la hubiera despeinado una fresca brisa primaveral y sonrió. Se sentó a la mesa junto a mí y los pibitos descalzos. Yo pagué la primer ronda de helados, ella la segunda. Yolanda se estaba muriendo y yo pensaba que la próxima vez en lugar de robar unas miserables billeteras robaría un banco.