El cuento por su autor

Estos textos son parte de una serie que estoy escribiendo, probando. Son textos que parten de fotos viejas, de cuando era chica, pero que trato de que, mediante la atención y el detenimiento sostenido, se abran a otro lado, algo distinto de una descripción: una reflexión quizás, un relato que surja, una forma particular de orden discursivo, de lenguaje. Quién sabe en cada caso. Con suerte serán puertas abiertas que conducen a otras puertas abiertas, como en la pintura Cumpleaños de Dorothea Tanning.

El mejor momento de la escritura es el momento fructífero en que un camino de búsqueda se abre y podemos entrar a ciegas y a tientas en él. A derecha o a izquierda, hacia adelante o hacia atrás, con determinado tono, tal forma de avanzar. Todo es un descubrimiento. Después, o en algún momento, las cosas se pondrán más duras, más difíciles, habrá que intentar arreglar algo que promete malograrse. Siempre se malogra en cierto sentido. Pero el peligro mayor ni siquiera es ese, sino que se atasque, que llegue a un punto muerto; por eso, mientras estemos en ese momento donde todo se está haciendo y caminemos o corramos, con esperanza y candor, a conformarlo, somos felices.

Los textos que compilo para ustedes con el título “Formas del presente: la carrera y la casa” corresponden a tres fotos, las dos primeras de cuando era chica en Argentina y la última en México. Entre sí les encuentro una relación, quizás en la dirección, en cierto vínculo con el misterio, con darle vueltas a algo que no se comprende del todo. Se los entrego con la esperanza de que el recorrido les resulte interesante.


Formas del presente: la carrera y la casa

I

La Plata, 1974

Corro detrás de mi hermana mayor. Ella parece querer llegar a algún lado y yo quizás corro porque ella corre o para alcanzarla. En su caso se ve la determinación de la acción de correr. Ella inició la carrera, eso está claro, no solo porque va adelante, llevándome bastante ventaja, sino porque en la expresión de su cara hay una inclinación, una proyección de la mirada hacia algo que está más allá y a lo que ella va al encuentro. Su cara está sonriente, tiene la boca abierta y la lengua afuera como la de un dios en una fiesta en su nombre. Yo corro, no puedo decir que no lo hago, pero se ve en el cuerpo o, quizás más bien, en la expresión algo preocupada la sensación, o el temor, de llegar tarde a algo. Aquello hacia donde mi hermana va no quiero perdérmelo.

El cuerpo de mi hermana está inclinado y se sostiene por la fuerza de su movimiento. La pierna de adelante todavía no toca el piso, mientras que la de atrás está doblada y elevada, lista para dar el salto. Mi cuerpo, en cambio, no ha dejado el eje vertical. Yo corro como quien camina, como si no hubiera podido montarme en el plano inclinado del movimiento. Mi actitud hace pensar en que quizás tenía alguna duda sobre si correr o quedarme parada, como si no creyera mucho, o del todo, en la importancia o la necesidad de ir corriendo, pero la velocidad de mi hermana me saca de la fijeza de quedarme en el lugar y me lleva a ir detrás de ella, en su persecución. La sigo aturdida.

Mi hermana va sonriendo, está plenamente en la tarea que desempeña. Tiene toda la persuasión que es posible tener y por eso su corrida es feliz. Estamos descalzas las dos, con unas medias negras y el suelo de cemento golpea nuestros pies. No vamos muy lejos, pero su carrera es tan necesaria como si tuviera que alcanzar un colectivo que se va. El último colectivo del día. En mi caso no deja de haber cierto pesar, el de saber que mi hermana se me escapa, que la acción plena que ella generó por su propia fuerza va a empezar sin mí.

***

Ahora estamos sentadas en el frente de la casa, sobre dos pilares de la entrada con las piernas colgando. Podríamos ser estatuas decorativas, tan simétricas una a cada lado. Las manos apoyadas en cada pierna. Pero mientras que yo estoy con las dos piernas perfectamente fijas, la pierna de mi hermana se extiende. La idea de estatua, en verdad, la damos la simetría y yo, no mi hermana, que, otra vez, desborda movimiento. Yo estoy seria, mirándola. Una estatua que mira atentamente. Cuando corría me angustiaba perderme lo que iba a pasar en el lugar al que mi hermana se dirigía con tanta convicción, pero ahora que estoy finalmente acá, yo también llegué junto con mi hermana, un poco más tarde pero finalmente estoy en el lugar, no entiendo del todo cuál es la cuestión, ni qué la hace tan especial, ni por qué era necesario correr tan fuerte. A juzgar por la sonrisa de mi hermana, que ríe lisamente, se trata de algo hermoso, de algo que la invade por completo. Su risa se proyecta de su cara –igual que la pierna de su cuerpo–, se derrama, y es tan sincera, que permite ver que algo verdadero está pasando. No está simulando entusiasmo, ella está montada y tomada por la situación, que vive plenamente. Y yo a su lado la miro, tratando de entender eso que mi hermana entiende, o que conoce sin necesidad de entenderlo, porque ella está ahí, en el lugar. Tampoco puedo decir que yo estoy en otra cosa o en otro lado, no miro con desdén calificando de estúpido su entusiasmo, creo plenamente en él, tanto, o quizás más, mucho más, que mi hermana. Mi intento por captar lo que mi hermana vive de manera simple y completa me tiene tomada, tan tomada como a ella la tiene vivirlo. No parece que dudara de las razones que ella tiene, sino que no las sintiera, como si no me hubiera sido dado experimentarlas. Y si mi hermana vive plenamente la felicidad del momento, yo vivo plenamente el intento de descubrir de qué se trata todo y cómo es vivirlo. Yo amo la vida porque vivirla y amarla son hechos disímiles. Corriendo o sentada en la columna como una estatua a la que le fue dada la cualidad de observar no dejo un segundo de inclinarme como un imán hacia la vida que es mi hermana, que surge de ella. Yo, que no puedo tener el entusiasmo que ella tiene, que no sé cómo es vivirlo, amo esa expresión sencilla y pura de entusiasmo, la percibo en su dimensión, en su extrañeza y pongo toda mi capacidad en el intento de comprenderla. No lo logro, pero no dejo ni por un segundo de intentarlo; tan grande es mi devoción. La vida está ahí y yo me consagro al intento de capturarla.

II

Villa Olímpica, 1979

Un puñado de muebles solos. Esta frase vino a mi mente, se me impuso podría decir, no sé bien por qué, ya que, a decir verdad, no hay tal puñado. Los muebles no están todos amontonados y confundidos unos con otros. Están dispuestos –en realidad, escribí “impuestos”– en la habitación con arreglo a lo que viene a ser una sala o un comedor. Y están solos, eso es más certero. Se trata solo de los muebles, no de una persona sentada en el sillón leyendo o hablando, o a la mesa, comiendo. El sillón, la mesa, la tele, la planta, el adorno, el pasacasetes, el teléfono. Quizás por eso se me apareció la palabra “puñado”, porque hay algo de lista, como si se dijera: Esto es una sala, tiene un sillón, una mesa ratona, en la mesa ratona hay una planta. Una planta. En el centro de la mesa ratona hay una planta, seguramente de interior. La planta situada ahí no da vida a la sala, la vuelve ligeramente extraña, como si estuviera perdida.

Todo está perfectamente solo, perfectamente quieto. Dispuesto. Lo escribí antes, y esa podría ser la palabra. Todo está perfectamente dispuesto y en orden. Aunque esa planta no hace pensar en algo perfecto, todo lo contrario. La planta le da a la palabra sala” cierta inestabilidad, le resta realidad. Una sala para una obra de teatro. La escenografía de una sala. La planta, el orden y la soledad de los muebles, todo colabora y parece unirse para decir una sola frase: Esto es una sala. Y en ese señalamiento hay algo de su realidad que se pierde.

El ángulo de la pared está cortado en diagonal por un modular o biblioteca baja de madera que tiene un televisor con la pantalla cóncava y las perillas al costado. Al lado del televisor hay un teléfono gris y en el estante de abajo el reproductor de casetes. En la pared, cerca del teléfono, está el interfón, como si en ese rincón se agrupara la voz, los aparatos que diseminan la voz de los otros, la que llama, la que canta, la que viene de visita, la que hace presente una vida. Esa irrupción del mundo se pone toda en un lugar. Se la deja cerca de la puerta de entrada o de salida como el lugar de su aparición y retirada. En esta casa la voz viene de afuera. Parece haber un peligro en la entrada del mundo que se quiere mantener controlado. Qué malas noticias nos puede dar, qué daño puede provocarnos su visita. Al dejarla ahí, quizás poco a poco la casa pueda deshacerse de su posible daño. Si bien esto que escribí me acerca a la idea de refugio, su aspecto de decorado no permite verla como espacio de protección. No hay refugio, no parece haberlo. No construye un lugar en el que estar a salvo. Más bien da la idea de estar largamente abandonada. No sé por qué dije “largamente”, quizás porque parece no haber sido habitada nunca. Una temporalidad quieta, como si allí no transcurriera la vida. A pesar de la planta, que ahora resulta de plástico. En esta casa de utilería, la planta de plástico quizás tiene la vana función de hacer pensar o, más bien, señalar que esta sala está habitada.

Esto es una sala. Cada mueble, cada adorno, la planta más que ninguno, dicen, o más bien se les pone a decir, a repetir, como en un discurso grabado: Esto es una sala es una sala es una sala es una sala es.

Los adornos mexicanos, el tapete en la pared, toman y exponen algo del país en el que se encuentra, quizás como un intento de adecuarse al sitio y localizarse, volverse más concreta, más real. “Esto es una casa” quizás es la repetición desesperada, el intento de convencerse de que es posible crear una casa de manera provisoria, vivir en ella. Esa sola frase dicha por los muebles muestra la necesidad de convencer y convencerse –en este caso es lo mismo– de que se la pudo construir, que la vida continúa y es posible. Esto es una vida es una vida.

Pero la planta, otra vez, en el centro de la mesa ratona, la planta y no un florero con flores, da la idea de una desorientación. Esta casa tiene el aire triste y desesperado de esa necesidad y de esa imposibilidad. Que sea en México y no en Argentina puede tener relación. Quedan como restos, que no pierden fuerza, la soledad, el vacío, la ausencia de voz propia.

Quizás la vida en esta casa sin vida esté allí, en el intento a pesar del fracaso, en la frágil fuerza del autoengaño, de convencerse de que se la logró construir. Es el intento de tener una vida, la afirmación de que se la tiene. A pesar de estar esperando volver de un momento a otro. Seguir intentando aunque no se logre. El sillón, la mesa, la tele, la planta, el adorno, el pasacasetes, el teléfono. Un puñado de muebles que toda casa tiene, debe tener. Esta casa quiere ser una Casa. Solo que la planta es de plástico. La tele está en diagonal y no se la puede ver bien desde ningún lado. Al teléfono hay que atenderlo parada. Un puñado de muebles solos, sin casa. Cada mueble señala lo que quiere que se piense que es. Esto es una planta. Esto es una mesa. Esto es un sillón. Ese gesto los vuelve falsos. Un puñado de polvo. Eso vino a mi mente en este momento. Aunque “polvo” no es una palabra precisa, como ya escribí, todo está perfectamente limpio, perfectamente ordenado. En esta casa no parece haber lugar para el polvo. Quizás justamente ese sea el problema.