Una ráfaga de aire, resto de un remolino que se rompió en algún canal, quiso quitarme el sombrero y rápido lo sostuve con ambas manos y me lo encasquillé hasta la orejas. Era extraño aquel viento, diseminado como un estorbo sobre el campo quieto, sin una hoja que se moviera. Fue la advertencia de algo, de una cosa chiquita que me avisaba que no estaba bien andar por aquellos caminos de tierra resecos, como alma que lleva el diablo, a merced de los bichos invisibles, los aparecidos y las ánimas que salen al mediodía. Tuve un escozor: no les temía a los hombres que me podían sujetar y hacerme vomitar a golpes si quisieran, ni de los raros y oscuros laburantes que solían circular y que apenas saludaban. Pero tenía colgando del pecho el rifle de aire que si bien no era una garantía, simulaba al menos una advertencia. El cielo, muy morado, anticipaba tormenta.

Qué pueblos lejanos estos, de vida calma como cementerios, que contaban el tiempo hacia atrás y hacia adelante dejando transcurrir todo como un presente continuo. Caminé hasta cansarme. No había disparado un solo tiro. Las palomitas que buscaba a esa hora volaban buscando brotes o semillas y rara vez se asentaban sobre una fronda. Había equivocado la hora. La más propicia era la del amanecer o el atardecer cuando vienen a dormir. Pero ya estaba lanzado a gatillar sobre algunas de ellas que me generaban odio por tener que buscarlas demasiado. Advertían mi presencia mucho antes de ponerse a tiro y eso no me gustaba. Pensé en volver. Como diversión le tiré a una vaca solitaria que recibió el balín en el cuero haciendo saltar un humito de tierra y nada más. Sabía yo que mi tiro era inofensivo. Me senté sobre una piedra en una encrucijada. Una chata, un rastrojero pasó llenándome de tierra haciendo sonar la boca de tormenta y dobló para el lado de Melincué. Entonces, cerca, muy cerca, sentí un chasquido en el follaje y las vi. Dos palomitas: una grande y otra chica al alcance de mi rifle. No me habían visto, así que no tuve más que girar despacio y apuntando por sobre el hombro a la más gorda la tumbé de un solo tiro. La otra ni se enteró cuando cargué el segundo y fue a caer junto a su compañera con un agujerito bordó en la panza. Las junté y las puse en mi morral. Otra vez el viento, encarajinado y medio rabioso me sacudió de un golpe en la cara. Fue un segundo. Tuve un mal pálpito y decidí volver.

Luego la noche boreal, azul de la cocina y mi padre que hacía humear un bife ancho con un puré tan alto como una montaña. Se había enojado, con su cara de tristeza, y los ojos mirando en el morral abierto a las dos palomitas sin desplumar.

-Te enseñé a que para matar hay que asegurase traer mucho y que valga la pena. No matarás en vano, dijo Moisés -. Lo miré y se sonreía en medio del reto ya que la cita bíblica era un fraude.

-Ahora llevate tu plato que comemos.

Cuando vi la carne tenía una forma redonda regular y maciza. La pinché con el tenedor y salió una sangrecita de color azul.

-Comé, comé con confianza -susurró encendiendo el televisor. Polémica en el bar. Probé la carne de un bocado chico y el gusto fue exótico, nunca antes paladeado por mí.

-Yo también anduve de cacería en la terraza. Va a ser una buena cena -. Y señaló el techo con su dedo índice

-¿Qué es ese dedo? -le pregunté. Mojó el pan en el jugo de aquella carne.

-Hay cosas que vuelan por el cielo, angelitos, querubines, diablos chicos, muchachitos, qué se yo, que bajan del universo para darnos alimento. Aprendé a no matar de más y voy a enseñarte cómo cazarlos -. Después torció su cabeza caballuna y se largó a reir con Cantinflas.

Ya al otro día, cuando salió a la calle y comenzó a caminar por el lado que la luz del sol iluminaba, entendí que me quedaría solo de nuevo en domingo. Nunca me avisaba dónde iba ni qué hacía. Volvía en el atardecer, antes de la noche sin una explicación. Algo que no daba ni yo le pedía. Nada, una nada como si el tiempo no existiera. Lo vi irse por la vereda nuestra. Del otro lado, acrecentado por el rocío, todavía quedaban sutiles capas de escarcha, lisas y brillantes. Parecían pancitas de animales derritiéndose al sol. Entonces sentía una libertad plena. Podía correr el techo de lona con un palo, para embriagarme con el olor de las glicinas, podía encender a volumen el tocadiscos, podía tirame en la cama con la radio y podía hojear las revistas porno a gusto. Dicen que la soledad abre las puertas de otra dimensión y aquello era una libertad condicional, una que me gustaba porque elegía esas horas del domingo para crearme un mundo propio como si mi padre no existiera. Imaginé poder tener cita con una mujer y hacerlo ahí en mi cama, a resguardo de la melancolía, servirnos un café, ambos desnudos en la cama para que ella antes de la caída del sol se vistiese frente al espejo para irse vaya a saberse para donde y yo quedarme con su olor entre mis dedos y su recuerdo, como debían hacer los adultos. Me faltaban siglos para ello, pero lo sabía, lo quería, lo alcanzaría alguna tarde de domingo, estaba seguro.

Comí breve, alguna cosa, me dormí oyendo el partido y cuando la luz empezó a menguar, sentí los pasos de mi padre en el pasillo. Venía como tantas veces acompañado.

-Es una morocha pobre -aclaraba sin mirarme cuando ya se había ido o ya era el otro día. Lo decía sin descalificar, con su tono de tierno malevaje. No sé de donde las arreaba. Después mucho tiempo después o sea casi ahora, me fijé en esos hechos y no eran ni discordias ni rarezas. "No hay pesares mientras el cuerpo aguante", calculaba él. La cuestión es que los espiaba y se quedaban en la cocina, mateando, hablando por lo bajo hasta que alguna de ellas se levantaba y sonreía, sacaba su cuerpo de las asentaderas y volvían a ese pozo oscuro y silenciosos que imaginaba mi padre las había sacado a orear en una tarde domingo. Recuerdo ese día puntualmente porque la noche anterior se había matado Julio Sosa, estrolado con su deportivo contra una columna de alumbrado en Buenos Aires. Descalzo, corrí delicadamente la cortinita de juncos que separaban mi habitación de la cortina para espiarlos. Los ojos se me ablandaron y sentí que pedía una explicación. ¿Para qué? Sentí mi vida joven, tan incomprensible porque la vida con mi padre me había puesto en la contemplación obligada de figuras, gentes y situaciones que me sabían a mazacote inusual, a realidad no comprendida y mucho menos hablada.

"La Virgen está de parto y el cielo no espera, pero es nuestra", recitaba mi padre. Con la mirada fija en las llamas de la cocina como impulsada por secretos resortes una mujer, pequeña, sin marca de robusticidad, toda forrada en una vestimenta de colores extraordinarios, como en una mantilla sobre los hombros y una especie de kimono de mangas muy anchas estaba inclinada hacia mi padre en lo que creí una felación, pero era solo una postura de invocación o rezo. Movía suavemente las manos en unos dibujos siempre iguales y parecía llorar o murmurar. Estaba de tres cuartos y no pude distinguirle la cara, pero daba toda la sensación de ser una tibetana o japonesa menuda. Comenzó entonces a exhalar de su boca un humo que aspiraba de un pequeño larguil echándolo sobre la cara de mi padre que permanecía sentado con una mueca agradable que pocas veces le había descubierto. Temeroso y maravillado me eché hacia atrás en la oscuridad de mi pieza. Ya ven ustedes, el alma no está repleta pero duda en contemplarse con argumentos o visiones que creen no les corresponde visitar o asistir. Me acosté en la cama atento a los ruidos que eran los golpes dados sobre un cuenco. Al rato la puerta de la cocina se abrió y por los pasos múltiples deduje que aquella persona singular se iba acompañada por mi padre hasta la puerta.

Ya más tarde, con la tele prendida y como nada hubiese pasado mi padre me llamó a comer. Servía de apuro los platos sobre los que depositó algo verde y unas papas. Luego, conmovido y sin mirarme susurró que había aprendido el arte del despegue que esta noche probaría. Mientras yo terminaba la comida, se puso unas alpargatas nuevas, una bufanda, un saco negro y subió las escaleras. Sentí un zapatear en el techo y luego con redoble más fuerte. Está carreteando pensé con una naturalidad que me asustó. Luego no sentí más nada. Pero mi padre no bajó en toda la larguísima noche. Por la mañana estaba haciendo café. Un chicotazo de sangre seca le cruzaba la frente y estaba muy sucio.

-Estas antenas de televisión son las que molestan. Hay que ir al campo, hay que ir. El café es un estimulante noble pero no hay que abusar: en el aire te suelta las tripas. No hay que tomar mucho antes de salir al cielo.

-Ajá -contesté yo a esa ninguna pregunta.

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