Una de las integrantes de la casa era una actriz de teatro. Tenía unos ojos azules y una sonrisa tremenda y si había algo que me interesaba experimentar en ese momento era todo lo que tuviera que ver con lo tremendo. Mi vida empezaba a tener la forma de mis fantasías. Siempre de niña si me preguntaban qué quería ser cuando fuese grande contestaba: grande. Y ahí estaba envuelta entre gente que admiraba y era más grande que yo inaugurando mi primera adultez.
Un mediodía, por alguna razón, yo tenía que mandar un mail y la actriz de sonrisa tremenda me prestó su computadora.Estaba ahí. Una mujer con los ojos llorosos y el delineado corrido me saludó inmóvil. En blanco y negro y en forma de fondo de pantalla, Gena Rowlands. Años después entendí que era un frame de Faces. La dueña de la computadora tenía pocos íconos en el escritorio y se podía contemplar con claridad todo ese rostro dramático.
Me quedé hechizada mirándola un rato y le pregunté quién era.
Me preguntó sabiendo la respuesta: “¿no la conocés?” con un tono que expresaba la felicidad con la que me encuentro ahora yo con 34 años cuando a unx veinteañerx le presento a unx artista tremendx. Interrumpe su almuerzo, se va al cuarto y vuelve con un dvd pintado con marcador rojo: Una mujer bajo la influencia.
Yo tenía 20 años. Estudiaba teatro en dos escuelas que me estaban proponiendo dos formas de pensar la actuación de maneras muy distintas. En una trabajábamos con textos clásicos y en la otra era pura improvisación. Esas dos escuelas eran Timbre 4 y la escuela de Nora Moseinco.
En Timbre 4 aprendí que aunque sean textos ajenos, podía encontrar algún punto de contacto donde poder tirar del hilo y abrirme hacia el “personaje”. Y en la otra la idea de “personaje” no existía y abismarse e incorporar la incomodidad era el método.
La deformidad y la forma se complementaban. Mientras tanto me iba dejando confundir por lo que era mi vida por fuera de esas escuelas.
En un recital de una banda de moda de ese momento, banda que años después la mayoría de los integrantes fueron denunciados por acoso a jovencitas groupies, decidí dar la espalda al escenario y observar las caras de los espectadores. Vi la cara de un chico que, con su palidez y sus gestos serios, fumaba inmóvil entre los eufóricos fanáticos en El Teatro de Flores.
Cuando lo vi entre el público no me animé a ir a hablarle y decidí anotar mi número de celular y mi nombre en un papelito. Fui agachada hasta él y lo metí en el bolsillo de su saco. Después me di cuenta que quizá nunca iba a ver ese papel o que si lo veía era posible que no entendiera de qué se trataba.
Pasé el resto del recital obsesionada mirándolo de lejos hasta que finalmente terminó, se prendieron las luces, y la gente se empezó a desparramar. Cuando lo perdí de vista me compré un fernet en la barra y decidí quedarme quieta a ver si aparecía.
Apareció. Era más viejo de lo que lo había visto con la luz del recital. Él estaba con la mirada perdida haciendo un paneo hasta que acabó con la mirada en mis ojos que lo estaban esperando. Nos quedamos unos segundos mirándonos fijo hasta que me acerqué y me quise hacer muy la canchera y le pregunté: “¿cómo te pusieron tus padres?”.
Pasamos toda la noche juntos. Nos emborrachamos muchísimo, hablamos muy poco y bailamos de una manera muy experimental. Me dijo que tenía 33 años. Cuando yo le dije mi edad se le escapó una risa.
Me fui a su casa y dormí todo el viaje acostada en el taxi como una niña con la cabeza en sus piernas, como vuelven los lxs niñxs cansados después de haber acompañado a sus padres a una cena larga en donde se quedaron hablando con sus amigxs hasta la madrugada.
Llegamos a su casa en Boedo y a partir de ese día fuimos novixs dos años. En esa casa vivía una actriz de teatro, dos músicos, un carpintero y un abogado. Construimos sin pautar demasiado una relación abierta, aunque no se usaba nombrarlo así, y lxs dos éramos abiertamente bisexuales. Esa relación fue la verdadera escuela. Él también era actor. Tocaba la trompeta, escribía poesía, teníamos un humor muy surreal y a la vez me enseñó cuánto es capaz de sufrir un humano.
En ese momento, tal como ahora, no era una buena fanática, entonces me colgué y no vi enseguida la película que la actriz de teatro de esa casa me dio. A los meses, una noche estaba con mi mamá y nos dieron ganas de ver una película. Me acordé que tenía el dvd de marcador rojo, por supuesto no recordaba el nombre de la película. El título dije que era: “algo de una mujer”.
Recuerdo a mi mamá sentada en el sillón de cuerina negro de su casa con las piernas apoyadas en una silla, una posición que hasta ahora siempre hace y que hoy repito. Yo estaba sentada en el suelo.
Ni mi madre ni yo conocíamos a Cassavetes. A medida que la película avanzaba la percepción se iba torciendo. Recuerdo que algo se empezó a desestabilizar adentro. Una nueva forma de sentir se abría. Recuerdo la misma sensación cuando a la misma edad vi Alphaville de Godard, o Yo en el futuro de Federico León, (después fui a sus talleres mucho tiempo), o con las obras de Lucia Seles, por nombrar solo algunos momentos. Lenguajes que a uno lo protegen de la hostilidad y el sentido común del mundo.
Con Una mujer bajo la influencia había llegado a mi casa de la actuación.
Mabel, que es Gena Rowlands, va viviendo en un estado errático e inenarrable que no había visto antes en ninguna actriz ¿Qué era eso que Gena hacía?
Ese exceso de ternura casi violento que me provocaba una impresión física y a la vez una fascinación desmedida ¿qué era esa vulnerabilidad total? Gena no actuaba. ¿Qué eran esos puños, esos ojos, esos gestos que emergían e iban de un lugar a otro sin preocuparse por ser entendidos?
Soy hija de actores y hasta ese momento podría decir que había visto en mi vida más actores que personas (los actores son de otra especie tanto por lo adorable como por lo insoportable) pero Gena no era ni una actriz ni una persona. Era simplemente una fuerza en estado bruto.
Conociendo después los modos de producción de las películas de Cassavetes entendí un poco más cómo eso colaboraba para que esos dones estén al servicio de lo sagrado.
A contrapelo de la industria y a favor de la fisura.
Sofía Palomino nació el 1 de enero de 1990 en La Plata. Es actriz de cine, teatro y series. En el año 2023 estrenó su primera obra como directora y dramaturga Cine herida. También coordina una editorial de fanzines de poesía que se llama Fado.