Dentro de la sala Mercedes Santamarina, las siluetas del curador Paz Pearson y de los oficiales aparecían y desaparecían entre flashes de los fotógrafos de la policía. En los pasillos, los empleados comentaban su versión de lo que había pasado. “Parece que al señor Eguía anoche lo durmieron con algún tipo de gas”, decían por lo bajo los empleados del museo.
Pero los trabajadores del Bellas Artes no eran los únicos que empezaban a comentar sus hipótesis sobre lo qué había pasado y cuál podría haber sido el destino de las obras; los periódicos también empezaron a hacerlo. En ese entonces, diciembre de 1980, el diario Clarín publicó: “Las hipótesis con que se ha iniciado la investigación están encaminadas a determinar la existencia de un ‘entregador’ entre los miembros del personal que presta servicio en el lugar. Una de las versiones sugiere la entrada y salida de los ladrones a través de los techos, incluyendo la posibilidad de que hayan pasado las festividades navideñas encerrados en las dependencias del museo. Tampoco se descarta la participación de individuos de bandas internacionales dedicadas al saqueo de piezas artísticas clásicas para su posterior venta en otros países”.
Como ningún funcionario confirmaba ni descartaba nada, cada medio publicaba su propia historia policial. El diario La Nación contó el robo de esta manera: “En fuentes vinculadas con el museo pudo saberse que el edificio estaba al cuidado de dos serenos, pertenecientes a una empresa privada. También se supo que la policía tomó declaración a todo el personal del edificio en el lugar de los hechos y que dos personas, junto con los serenos, habrían quedado demoradas. Según algunas versiones, los delincuentes entraron en el edificio por los techos, tras aprovechar los andamios de las obras de refacción actualmente en curso para llegar a ese lugar, y se retiraron de allí por el mismo camino. Otros informantes especularon con la posibilidad de que los autores de la sustracción hayan entrado en el museo el día que estuvo habilitado, antes de las festividades navideñas, confundidos con visitantes, para luego ocultarse y permanecer adentro tras el cierre. Tampoco se descartó que los delincuentes hubiesen huido del país a poco de cometido el hecho”.
ACÁ HAY UN ENTREGADOR
Lo primero que hizo el subinspector Noceti para terminar con el chusmerío fue interrogar a Eguía y a Ceballos, las únicas personas dentro del museo cuando ocurrió el robo, la mañana del 26 de diciembre de 1980. Sin embargo, las respuestas que encontró no estaban muy lejos de lo que se decía en los pasillos y de lo que habían publicado los diarios.
–¿Me podría indicar si vio algo extraño durante la noche?
–Mire, yo di la recorrida como siempre y no vi nada raro. Todo oscuro como siempre. Todo tranquilo –respondió el sereno.
–¿No puede darme algún detalle más? ¿No escuchó nada que lo levantara mientras dormía?
–No, oficial. No escuché nada. No sé, capaz me durmieron con algo...
Eguía sabía que su falta era grave y que podía perder su trabajo. Por eso, estaba dispuesto a decirle al inspector cualquier cosa que minimizara su culpa, aunque fuera algo completamente delirante o imposible de comprobar. En cambio, el bombero Ceballos no tuvo ningún problema en contarle a Noceti toda la verdad y con lujo de detalles.
–¿Me podría decir qué fue lo que hizo junto con el señor Eguía anoche?
–Sí, comimos juntos en la cocina del subsuelo, tomamos vino y sidra para hacer un brindis por la Navidad y después salimos a dar una última recorrida antes de acostarnos.
–Antes de irse a dormir, ¿nada les llamó la atención, no había nada fuera de su lugar?
–La verdad que no. Todo oscuro y en silencio, como siempre.
–¿Usted no escuchó nada desde el cuarto donde duerme?
–Mire oficial, la verdad es que yo soy sordo como una tapia, por eso tengo ahí un reloj despertador de esos que tienen campanitas de chapa y que hacen un ruido infernal –dijo el bombero y siguió–, pero pongo la alarma recién para las seis menos cuarto y no me levanto antes.
–Pero ¿usted está autorizado por la fuerza para dormir durante su turno?
–La verdad es que yo estoy acá para actuar solo en caso de incendio –respondió Ceballos, liberándose de toda culpa, y así terminó su interrogatorio.
Después del breve e inútil intercambio, el subinspector Noceti les dijo a los dos empleados que quedarían detenidos porque, para él, era mejor continuar con las preguntas en la comisaría. Los dos salieron del museo y bajaron las escalinatas mientras los ojos de sus compañeros los seguían. Cuando el patrullero empezó a andar, el sereno Eguía miró el museo por la ventana del auto. Sabía que esa Navidad había sido su última noche dentro del Bellas Artes.
Y mientras el patrullero se alejaba, en el subsuelo del museo –que seguía lleno de agentes de la Federal y empleados asustados que no sabían qué hacer ni qué decir–, Adolfo Ribera, el director del Bellas Artes que había designado el gobierno militar, gritaba: “¡Acá hay un entregador! ¡Acá tiene que haber un entregador!”.
EN EL OJO DE LA TORMENTA
Para intentar dar con los ladrones del Bellas Artes, la Policía Federal también detuvo a Félix Villalba, el encargado de la obra de ampliación. Su detención se sumó a las de Eguía y Ceballos. Después se tomaron declaraciones de los empleados en la Comisaría 19, a unas veinte cuadras del museo. A la vez se hicieron unos pocos allanamientos el mismo día del robo, uno a la casa del sereno y otro a la casa de una empleada del museo, a quien consideraron sospechosa solo por haber llegado tarde a trabajar el 26 de diciembre, aunque simplemente se había demorado porque antes fue al dentista.
Primero llegaron Eguía y Ceballos a la comisaría. Habían quedado en el ojo de la tormenta al ser las únicas personas dentro del museo cuando todo ocurrió; para la policía, ellos eran los supuestos entregadores. Tampoco se descartaba que Villalba hubiera sido quien había filtrado información para que ocurriera el robo, ya que, si bien no estaba dentro del Bellas Artes, tenía los planos gracias a su trabajo en la obra de ampliación del primer piso.
El sereno y el bombero quedaron legalmente detenidos, es decir, se registró que estaban en la comisaría. Fueron puestos cada uno en una celda separada. En cambio, Villalba estuvo encarcelado en la misma comisaría más de una semana, pero no hubo registro de su detención.
En la noche del 26 de diciembre de 1980, la Policía Federal empezó con los interrogatorios a los tres detenidos. Pero no fueron charlas tranquilas en las que los oficiales se limitaron a hacer unas pocas preguntas.
Una vez que se fue el sol, la policía arrastró al sereno Eguía a un cuarto de la Comisaría 19. Le pusieron una venda en los ojos, y entre varios efectivos lo fueron empujando, se lo iban pasando de mano en mano, como si fuese un paquete, un objeto inerte cualquiera. Cuando se cansaron de jugar con él, lo zarandearon y empezaron a pegarle. Lo ataron de pies y manos. Lo tiraron en el elástico de una cama de metal. Lo picanearon. Eguía tenía 53 años y por un momento estuvo convencido de que se iba a morir.
Los oficiales dejaron al sereno otra vez en su celda y siguieron con el bombero. Buscaban respuestas. Algo tenían que encontrar. No existe ningún registro de lo que le hicieron a Ceballos, que era parte de la fuerza, ya que pertenecía al cuerpo de bomberos de la Federal. Tampoco de lo que pasó con el capataz Villalba durante la semana que estuvo preso. Sin embargo, sí existen registros médicos sobre la salud del sereno mientras estuvo detenido.
HAY QUE ESPERAR
El 28 de diciembre de 1980, un sargento fue a ver a Eguía a su celda. Estaba tirado en el suelo, sin camisa y lastimado. En un registro de la comisaría, incluido en el expediente judicial, el sargento declaró que, cuando fue a darle agua, el sereno trató de fugarse, y que en ese intento de fuga “se golpeó contra una pared del pasillo de la comisaría”. Además, en aquel momento dijo: “Eguía está en una celda individual que ha sido pintada recientemente. Dice que se ahoga con el olor a pintura. Pide que lo maten. Dice: ‘Que me maten ahora, que me maten’”.
Al día siguiente, Eguía trató de suicidarse. El 29 de diciembre, un policía de guardia lo encontró tirado sobre su celda, rodeado de un charco de sangre, había intentado cortarse las venas con el cierre de su pantalón. Por eso lo llevaron al Hospital Fernández, pero la Policía Federal no tenía una verdadera preocupación por el estado del sereno, y una hora después ya estaba en la comisaría otra vez. Para ese entonces, más de tres días después del robo, ni él ni ninguno de los otros dos detenidos había sido llamado a declarar ante la Justicia, tampoco les habían permitido pedir un abogado o comunicarse con sus familias.
En paralelo, por la comisaría desfilaban todos los obreros que trabajaban con el capataz Villalba. Eran llevados para permanecer, literalmente, sentados en silencio en una oficina. La obra estaba paralizada, pero los trabajadores tenían que ir a cumplir su horario laboral en la comisaría. Durante esos días de diciembre, la esposa del capataz Villalba fue todos los días hasta el edificio de la empresa constructora en la que trabajaba para saber si tenían noticias de su marido, si sabían por qué estaba detenido o cuándo iban a largarlo, pero la única respuesta que encontraba era: “Hay que esperar”. No se sabe exactamente qué día soltaron a Villalba, pero cuando salió –en alguno de estos últimos días de diciembre–, se apareció en las oficinas de la constructora muy lastimado y muy asustado, dispuesto a dejar su trabajo en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Ángela, la mujer del sereno, cuando se enteró de dónde estaba su marido, empezó a ir todos los días a la Comisaría 19 para tratar de verlo, pero nunca lo lograba. Excepto el 31 de diciembre. Ese día la atendió un cabo y, en un acto de generosidad –o piedad–, la hizo pasar a la celda donde el sereno esperaba con las muñecas vendadas y la ropa manchada de sangre, pero solo unos pocos minutos. Eguía fue contactado a través de su hijo, en mayo de 2021, para que contara su versión de los hechos. Sin embargo, no accedió a dar una entrevista. Falleció dos años después en Buenos Aires, el 25 de mayo de 2023, a los 97 años.