El obelisco es una estaca, la valentía tiene rostro de oveja y Perón es un caballo. Así es como se podría condensar la primera novela gráfica de Tony Ganem, aun cuando se trate de una enumeración integrada por titulares caprichosos, que no le hacen justicia a una historia que incluye robots gigantes, animales que cantan tango, y malos muy malos cuyo accionar destructivo –créase o no– es justificado por sus víctimas. Con lo que queda claro que cualquier parecido con la realidad no puede ser atribuido a la coincidencia. “Si me pude pasar seis años trabajando en La gran estaca es porque es un cocoliche que mezcla todos mis intereses: Buenos Aires, el tango, Evangelion y El Eternauta”, calcula Ganem, que ambientó su trama retrofuturista a mediados de los años ’50. “Una época en la que pasaron cosas”, agrega, con un guiño cómplice.
Todo comenzó, cuenta, con un boceto de la oveja Alfredo –uno de los futuros protagonistas–, vestido de traje, con tiradores. Por entonces Tony estaba pensando en algo con brutales diferencias de escala: un agujero en el cielo por el que asome una cabeza enorme, cosas así. Se le ocurrió después, cuenta, poner a Alfredo conduciendo su robot en camino a una sesión con su psicoanalista, y que sus problemas tomen forma de monstruos gigantes. “Un enfrentamiento por sesión”, resume Ganem, pero enseguida le pareció algo limitado y a partir de ahí empezó a pensar en una historia coral, con más escenarios y personajes, y que todo fuese bien “marca argentina”. Había nacido La gran estaca, la historia de cómo a Buenos Aires le nace un portal dimensional por el que caen monstruos gigantes desde el cielo sólo para ensartarse en el obelisco, lo que se convierte en una gran fiesta ciudadana. Hasta que el obelisco ya no alcanza para detenerlos, se empiezan a pavonear por la ciudad y hay que descubrir cómo luchar contra ellos.
Aún cuando carga con el apodo de Turco desde su infancia, Félix Antonio Ganem –“fui Tony toda mi vida, recién de grande supe que me llamaba Antonio”, se ríe– es hijo de primera y segunda generación de inmigrantes libaneses. Nacido en 1981, creció recortando toda historieta que veía en diarios y revistas, leyendo la colección de Asterix de su hermano mayor y dibujando desde que alguien le puso un lápiz en las manos. La primera historieta que se compró en un quiosco fue un Pato Donald de Oro, aún lo recuerda, y eso tal vez explique por qué las que dibuja están protagonizadas por bichos antropomorfos (salvo las tres páginas de su versión del Richard Long de Oesterheld-Breccia, con las que ganó un concurso de la revista Fierro).
“En realidad como dibujante siempre tuve el síndrome del impostor”, confiesa. “Por eso mi trabajo tiene esa característica”, agrega, refiriéndose –entre otras cosas– al pollito guerrero de las hilarantes sátiras de fantasía heroica que aportó a la Liga del Mal, el colectivo con el que se presentó en sociedad. Con Lamonicana, Gerardo Baró, Patricio Plaza, Diego Simone y Pablo Tambuscio se conocieron en Crack Bang Boom, la convención de historietas que se realiza desde 2010 en Rosario, y se reunieron para dedicarse a las aventuras y los géneros narrativos, un poco como respuesta a las sagas autobiográficas que se multiplicaron en la época de los blogs (Historietas reales es el mejor ejemplo del asunto). El grupo se fraguó primero a través de Facebook y más tarde en tres tomos editados entre 2013 y 2017, reeditados por Loco Rabia en 2021 en formato digital.
Su puerta de salida de la Liga fue el proyecto de La gran estaca, con el que se ganó una beca en Angoulême al año siguiente de la publicación del tercer tomo. Allá fue entonces, a una especie de paraíso para dibujantes en donde, por ejemplo, en el estudio al lado del suyo en la Maison des Auteurs la española Lola Lorente comenzaba a trabajar en Maganta, una de las obras incluidas este año en la selección oficial del Festival. Las páginas que Ganem alcanzó a completar, expuestas allá después de su regreso, según parece llamaron la atención del francés Lewis Trondheim, cuya marca de fábrica también son los animales antropomorfos. Pero apenas pudo aprovechar el mínimo del tiempo ofrecido por la beca –dos meses– porque sus padres, ya mayores, necesitaban cada vez más cuidados. La vida también hizo lo suyo: diseñador gráfico recibido en UBA, destacado en el terreno de la ilustración y los videojuegos, y también integrante de Rayos catódicos, un exitoso podcast dedicado a la cultura nerd que ya lleva una década, Ganem necesitó seis años para terminar su primer proyecto en solitario.
“Apenas terminé el libro, me prometí no meterme más en algo tan largo”, cuenta. “Pero al poco tiempo me descubrí pensando en el próximo”, se ríe Tony, que amagó con redibujar las primeras páginas de La gran estaca, porque sentía que se notaba el cambio con el paso del tiempo. Lo convencieron de que deje todo así, pero él sigue pensando que el personaje del zorro, Simon, es donde más se nota. Y está bien que así sea, porque es en esas mutaciones, no solo del dibujo sino del recorrido de la trama, donde más y mejor está viva su historia. Que termina jugando también con diferencias de escala, pero dramáticas: sus protagonistas pueden parecer cuidadosamente diseñados, pero atraviesan por experiencias y sentimientos que jamás entrarían en ningún videojuego: aquella idea original de una pelea por sesión de psicoanálisis no termina pareciendo tan ajena.
Aunque aún no hay nada parecido a un nuevo proyecto, Ganem ha comenzado a pensar en seres mitológicos locales, como el Pombero, desplegados hace poco en un trabajo del que participaron sus colegas Scalerandi y Sémola Souto. Su pareja, María Eugenia, que lo asistió en el guion de La gran estaca, le pone fichas a las historias que cada tanto le cuenta sobre Comallo, el pueblo patagónico donde se afincó parte de su familia recién llegada de El Líbano. Allí su tío fue intendente, y la militancia da vueltas por cada recuerdo, y también por la memoria de su padre, que murió durante la pandemia, y al que le dedica su flamante libro: “A mi viejo y sus pasiones”. Ganem se ríe cuando se le pide precisiones sobre esa frase, y se excusa diciendo que cada vez que hace una mención a la política, el podcast se le llena de odiadores. “Pero los dibujantes estamos casi todos del mismo lado, salvo Nik y dos más”, vuelve a reírse y a escaparse el Turco, que celebra haberse asomado al mundo y a la calle gracias a la UBA. Y que la historieta sea su refugio, cada vez que haga falta.