Está oscuro, cuesta distinguir las caras. De repente la forma de bailar es la misma, sobre todo para los chicos: compiten a ver quién hace las flexiones más acentuadas cuando suena Satisfaction. Es un momento culminante este baile, pero no para mí, que me parece imposible agacharme tanto al compás de la música, mucho menos mover los brazos como veo que hacen, como si tocaran la batería.

No sé para dónde ir. Antes de entrar me han dicho -mi hermana y sus amigas, todas mayores, casi todas tienen más de quince y están más pintadas que un cartel del pintor de Rosario, el señor Piaza (que pinta a los artistas que vienen al teatro El Círculo y los convierte en retratos gigantes coloridos, rosaditos)- que queda feo que una chica camine sola por el baile. Por lo menos tienen que ir de a dos.

Pero una de las amigas de mi hermana afirma que en mi caso no hay problema; yo no soy una chica. No sé si esto es un insulto o un elogio. A lo mejor soy como esos niños que llevan a los casamientos y corren todo el tiempo, vestidos con medias blancas y zapatos brillantes, y los padres, los padrinos, los novios, todo el mundo termina harto de ellos. O peor, los niños en los restaurantes, un domingo al mediodía, que no paran de jugar carreras y de caerse y el comedor entero está harto de esas criaturas.

No sé por qué digo “esos niños”, pero de repente mi infancia -con todos los coscorrones recibidos, incluso en la iglesia cuando se casaba una prima lejana- está tan lejos que siento nostalgia y lloraría por ella. Parezco mi tía Elena, que hace ya tiempo me sonríe tristemente, como si yo fuera un barco que se va. Es curioso, ahora aquí dentro mientras todo el mundo hace flexiones y alguno se cae de culo en la pista -además, llevan unos pantalones bajos que le dejan medio calzoncillo al aire- , pienso en mi tía Elena que, ahora mismo, si me voy a su casa me abre la puerta del departamento al final del pasillo -tarda un rato porque tiene la dos rodillas hechas pelota, además de flebitis y algunas cosas más- la sigo a la cocina al fondo del patio y ella se sienta y cocina polenta con queso. A mi gusto, sin duda. Sin tomate. Su sistema es bueno, pienso, eso de cocinar sentada, no maltrata sus articulaciones como estos bobos que siguen con Satisfaction. No quiero decir nada más. Uno de esos -tiene flequillo- acaba de mirarme y sacarme la lengua. Y ahora se ríe con los amigos. Me parecen apestosos.

Encuentro una silla en un rincón cerca de una puerta que parece que da a un sótano o a una salida. No tengo idea. Nadie anda solo. Los chicos en grupo se acomodan y miran la pista; el que acaba de sacarme la lengua está de brazos cruzados y parece que se ríe de todo lo que ve. Miro la hora. Ahora mismo, en la televisión en mi casa, Silvio Soldán presenta a sus artistas. Estaría sentada delante de ellos, de Guillermito Fernández, de Rosanna Falasca... y no tendría una cara mejor que esta que debo de tener ahora mismo. Pero al menos me comería un buen trozo de pizza de la esquina de Laprida y Cerrito. Todo ese cuadro de sábado a la noche que me parecía miserable (en mi familia hay bromas con el gordito risueño que nos trae la pizza: “llegó tu novio”) ahora es el mejor de los mundos. Pero, por lo menos, por este rincón no se acerca nadie. Todo el mundo está ocupado con el mundanal movimiento que tiene lugar bajo estas luces intermitentes que, me corregirán luego, se llaman psicodélicas.

En efecto, las chicas van en grupo, o por lo menos de a dos. Muchas caminan con los brazos cruzados y miran para abajo. Tiene que ser el efecto de que queda feo mirar fijo a los chicos que me han indicado. No hay que mirarlos a ellos, son ellos los que tienen que mirarnos a nosotras. Las que miran fijo a los tipos, afirmó una de las amigas de mi hermana cruzándose de brazos, son putas.

Dónde poner la vista, entonces, es problemático. Tengo que permanecer tranquila y pensativa. Una vez la profesora de Lengua me dijo que tengo vida interior y se me nota. También me gustaría estar con mi amiga Margarita, pero jamás vendría a un lugar como este. Con ella mantengo importantes conversaciones. Así que no pienso en nada pero parezco tener ideas, mucha vida interior. Así me comporto en mi rincón, ausente y compenetrada conmigo misma. Pero también tengo frío -me insistieron en que meta todo en el guardarropas- la blusa de mi hermana que tengo puesta es demasiado fina y así que me cruzo de brazos y, la verdad, no me siento muy bien.

Es la segunda vez que el que me sacó la lengua pasa por delante. Caminando a los saltitos, como si todo el tiempo quisiera alcanzar algo que está un poco nomás por encima de él. Y ahora, a la tercera, se detiene y me mira. ¿Te dejaron sola, eh?

Miro hacia un lado, como si algo me llamara mucho la atención -y no es más que un foco verde que empieza a encandilarme. El otro no se va e insiste: ¿te dejaron sola? Ahora me vuelvo en sentido contrario, de modo que tengo que pasar mi mirada al menos un instante por esa cara de José Marrone que intenta reírse de mí. Entonces veo que de su grupito -están todos aburridos, unas chicas que sacan a bailar les dicen que no enérgicamente- se acerca otro más. Un momento, dice, yo conozco a esta pibita. Vengan, les dice a los otros. La del petardo, dice uno, la pibita del petardo.

Ahora sí me fijo en ellos. Parecen sorprendidos y hasta un poco desorientados. La pibita del petardo me parece un apodo raro, creo que hace bastante que dejé atrás esa afición, sobre todo por los rompeportones. Intento pensar y darme cuenta de dónde salen estos y por qué me llaman así. Me veo a mí misma con un pantalón bastante sucio, sentada en el suelo, vaciando pólvora entre las baldosas rotas de mi vereda. Pero ellos no me dan tiempo para pensar. ¿Trajiste alguno? Pregunta el de flequillo. Los otros se ríen, divertidísimos. Entonces reconozco a uno: es el hijo del carnicero.

Me veo llegando desde la esquina con un rompeportón en el bolsillo, luego entro en la carnicería donde siempre hay una vaca entera colgando. Sin cuero, esto sí. El estruendo es temible, acompañado de gritos, mientras corro sin parar. Ahora mismo rodeada por estos chistosos busco el hueco, el agujero por el que voy a salir corriendo. Lo consigo y me escabullo primero en medio de la pista y después hasta donde unas chicas hacen cola; es la entrada del baño. Si tuviera un petardo, un buen petardo, lo encendería y luego haría como las novias en los casamientos. De espaldas a todos tiraría el artefacto hacia atrás. Los petardos lo sacuden todo, el mundo salta por los aires.

 

Me giro y los veo, el grupito de tontos aburridos me sigue, pero yo entraré en el baño y tendré -por el resto de mi vida, como sea y aunque no tenga mucha idea de nada ni de por qué- un temible, un increíble plan.