La pared rosa con el nombre Felipe V en cursiva dorada le habría dado un ataque de envidia a Sergio De Loof. Y la presencia de Gino Bogani en las fotos sociales del evento, también. Resulta que el… ¿reestreno? de una ópera altoperuana del siglo XVIII en el Museo de Arte Hispanoamericano de esta ciudad, a fines del año pasado, no fue solo la excusa para reunir al cardumen de tradicionalistas extremos disfrazados de mecenas que se nuclea en este y otros museos públicos de la ciudad.
Un museo que, también el año pasado, se autoindujo un escándalo cuando “deslindó responsabilidades” por un grupo de artistas que cometieron la osadía de mostrar un culo en una perfo (un extraño caso de culofobia que, de no ser por el género de la autodisculpa a través de comunicados de prensa, ni hubiera salido a la luz).
Pero el adusto Bogani, impecable entre señoras con su rosario, funcionarios consulares de España, condes y vizcondes inventados y disfraces de zombie involuntarios nos lleva en otra dirección. El púrpura de la rosa, como se llamaba la ópera, dice más que el color de la pared. Podría ser el título de una novela policial, y la trama tendría un solo misterio: cómo un museo se enorgullece de ser el maś conservador a la vez está empapado de un sentimiento camp tan desenfrenado.
El palacio de la calle Suipacha, esquina Arroyo en desfilada hacia Libertador, originalmente era la casa de un arquitecto, Martín Noel, un americanista de comienzos del siglo XX, hermano de Carlos Noel, el coquetísimo intendente de la ciudad durante la presidencia de Alvear (los dos vinculados, entre otros quehaceres, a la marca de dulces). La casa, donada a la ciudad con su colección de arte hispánico, después se convirtió en el alojamiento de parte de la colección de Isaac Fernández Blanco, otra colección privada, histórica y nacionalista pero más bien intempestiva (algo a medio camino de la colección del uruguayo Octavio Assunção, hoy parte del acervo del Cabildo de Montevideo, y las excentricidades actuales de Carlos Maslatón como coleccionista).
Las aguas se mezclaron, las colecciones también, y de esa mezcla de registro privado y público, capricho y función educativa, se puede sentir el perfume en los espacios del museo. El recorrido comienza con una sala dedicada a las misiones jesuíticas que contiene piezas muy curiosas: una estatuilla adorable de San Baltazar, o Rey Baltazar Sambá (el santo africano de la llamada con la que empieza el carnaval uruguayo), un cristo tricefálico.
Los espacios se bifurcan en los pisos de la casona, cada sala convertida en un laberinto de pasillos. Más adelante, arriba, hay un estudio de los gremios profesionales de la Buenos Aires del siglo XVIII, una sala dedicada a las fantasías de Hipólito Bacle y a la colección de platería de Martínez Avellanet y Passanisi Vasquez. La sala está contada como una anécdota: en 1975, dos hombres deciden coleccionar platería criolla. Desde ese momento se pasan la vida recorriendo casas de subasta, remates y anticuarios. Los catálogos, facturas y materiales de su investigación están tirados en los estantes color azul como en una vidriera, al pie de mates, sillas, cruces y sagrarios.
A las mujeres en el mundo virreinal, si no son vírgenes, no se les ve la cara. Esa parecía ser la conclusión de William Holland, un dibujante británico que andaba por acá hacia 1800 y retrató a dos chicas en una esquina, tapadas de pies a cabeza, con una luz fantasmal. Esta obrita desencaja porque en sí misma es una referencia a otro canon, como si fuera un pasadizo secreto a la historia oficial que busca el origen del arte nacional en los pintores franceses e ingleses.
Ese canon corre el riesgo de ser igual en todos lados, en parte porque su lugar es el agua, el océano, maś que las naciones coloniales (sean de África, Asia o Latinoamérica) a las que supuestamente proveen de coordenadas. No puede negarse que Noel y compañía lograron discutir estas ideas del liberalismo local, de Eduardo Schiaffino (el fundador del Museo de Bellas Artes) en adelante. Y que recuperaron tradiciones más… ¿eclécticas?
Los imagineros, escultores del siglo XVIII como Isidro Lorea, artistas barrocos de Salta como Felipe de Rivera y un taller de platería que parece un atelier de alquimista, el contacto del mundo virreinal con Asia Pacífico: la llegada de importaciones culturales de China a través de Acapulco y Lima, la presencia de un artista filipino en Buenos Aires, Esteban Sampzon (¡el primer artista porteño!) y toda la sección de porcelana china, con pequeñas virgencitas de marfil que circulaban entre Cantón (Guangdong), Macau, Fujian, Manila y el Pacífico americano. Toda esta sección, con una museografía en tonos rojos oscuros muy viciosa y alegre se equilibra con la reposada sección de vírgenes.
Este decadentismo colonial, con sus tonos de fumadero de opio o piringundín portuario, tiene una analogía en una de las pinturas anónimas que divierten al visitante entre las salas: Europa y la monarquía española (representada por una fierecilla) lloran sentadas porque a América se le ha soltado el grillete.