Cuando comienza el día llega el prestidigitador. El prestidigitador es en realidad un cubiletero cebado en la habilidad de sus dedos que nunca trabaja solo, aunque llegue y se lo vea solo. Siempre son tres.

El prestidigitador arma la mesa plegable en la vereda donde pasa más gente, extiende el paño negro, y pone sobre él los tres cubiletes pequeños y una bolita chiquita de goma. Y abre las apuestas a los gritos: “¡no tenga miedo, no sea cobarde, enfrénteme y gáneme adivinando dónde está la bolita!”. La ganancia no sólo está en la habilidad de sus dedos, sino también en los otros dos que aparecerán cuando haya bastante público: son pungas que trabajan sobre la gente que está distraída en los cubiletes y la esquiva bolita. El cubiletero grita, apuesta, gana hasta que algunos comienzan a irse y entonces ofreciendo doble o nada, insiste, y deja que el apostador se lleva esa plata, impulsando el entusiasmo de los presentes, que volverán a perder mientras calculan que en un tiempo van a ganar.

El prestidigitador tiene una enorme habilidad de manejo del espacio de su paño y de las necesidades y ansiedades de su auditorio, pero por sobre todo conoce y maneja los tiempos de cuando debe parecer que pierde para mantener a sus estafados atentos mientras sus socios los pungas, con cara de boludos profesionales, les vacían los bolsillos al resto de los distraídos interesados.

Si alguien dice que le robaron, la policía -que se entiende con los socios del cubiletero- rodeará a la audiencia como un coro y la llevará presa por averiguación de antecedentes, sobre el entendido de que el prestidigitador es inocente ya que siempre tiene los dedos sobre la mesa y grita, de modo que la atención de los presentes está sobre él y así es imposible robarle a nadie. Y habrá hasta quien lo defienda.

Cuando alguna vez alguien lo amenazó, él solo dijo: “mi hermano, yo con la 38 y la ayuda de Dios no necesito nada y a nadie le tengo miedo” y se acabó el asunto. Increíble la eficiencia de la mística.

Al fin del día en el tren vuelven todos derrotados. Todos menos el cubiletero y sus secuaces.

Cansada, sentada y legalmente estafada va Alicia, la almacenera de Quilmes que ya no vende jamón ni hamburguesas ni pan rallado y volvió a las galletitas sueltas “pero de a cien gramos, y con la leche a mil pesos ya no sé. Volvimos a la libreta pero también creo que si a fin de mes no pueden pagar, habrá que apechugar porque en esta cuadra hay un montón de chicos y los chicos no tienen la culpa, vio cómo es...”

Mientras el prestidigitador y sus pungas se quedan con la plata de todos, reciclando el engaño tomando Pinot Noir frio, Adalberto, el de la panadería de Dock Sud, hace cuentas y decide que le va a pedir al molino que le baje sólo dos bolsas de harina “y eso que tengo dos hornos. Antes compraba las bolsas por mes y listo. ¿Te acordás de cuando se pedía medio kilo o un kilo de pan? Bueno, se acabó. La gente pide una flautita, dos miñones, y así…”

Don Fernando, el farmacéutico de La Plata que a los ponchazos logra resistir el embate de las grandes cadenas “de vendedores de medicamentos, porque no son farmacias, son despachadores de remedios” sabe quién es quién en el barrio. Es casi el médico de cabecera para cuestiones leves, y sabe qué remedio toma cada uno y “yo sé como va a empeorar la salud porque están comprando de a tiritas. Sé que los más viejos están bajando las dosis, porque todo aumentó hasta más del triple y ahora se vende menos de la mitad de lo que se vendía”.

El cubiletero encontró de un golpe de vista a su nueva víctima; descubrió que éste no quita los ojos de los cubiletes intentando entender el truco. El prestidigitador conoce su jugada. Ya la hizo antes y sabe que funciona. Lo que no sabe (y en realidad tampoco le importa) es que el apostador es uno de los ciento un empleados que la empresa de Chivilcoy, Bicontinentar, acaba de despedir tras cerrar por falta de pedidos. Habrá que ver si sigue apostándole al cubiletero o no.

En el colectivo que va por la Avenida de los Trabajadores al barrio El Pasillo, vuelve Mariana, madre soltera a la que le acaban de avisar que la fabrica LOSA de Olavarria, cierra. Ella es una de los treinta y dos que no serán reubicados. Y mientras cuenta las gotas de lluvia en la ventanilla piensa que no debería haber apostado y que hay errores de los que se tarda años en recuperarse.

La propuesta del prestidigitador es sencilla y tiene un giro que sorprende, y en la sorpresa, ordena. Todo es un juego, todo es el don pirulero donde cada cual debe atender su juego, y el que no, y el que no, será como mambrú. Irá a la guerra. Asombrar mezclando los tantos es infalible.

Pero ahora hace calor y el heladero de Tigre encontró una martingala para que no le bajen tanto las ventas: mantiene el precio y baja mucho el tamaño de la bolita de helado y el siente realmente que no caga nadie. Se ve a sí mismo como un benefactor porque “mirá, los pibes piden helado y a la mamá no le alcanza la plata, si yo aumentara lo que me aumentaron las cosas no vendo nada y el chico no toma helado. así ganamos todos”.

El cubiletero habla fuerte, gesticula, se ríe e invita a seguir, trabaja a gran velocidad sobre la incertidumbre de quienes lo miran confiados y si alguien pone la semilla de la desconfianza su voz sigue alegre pero mira al desafiante con una dureza que mete miedo. Conoce la retórica del autoritarismo que pone en claro que la mesita y los cubiletes y la bolita le pertenecen. Aunque todo sea prestado. Y entonces Miguel, el observado, recuerda que él mismo en su carnicería no tiene mas remedio que ponerle un poco más de grasa a la carne picada para que doña Amalia le pueda hacer unas albóndigas a los nietos. Y además hay que hacer rendir la media res o cerrar. Ya no hay cómo.

Tal parece que la teoría del “así ganamos todos” es cuando casi todos pierden.

En este juego se apuesta y se desespera haciendo cuentas sobre los estafados. Como las maestras y maestros que verán como contienen la ola de nuevos alumnos que tuvieron que dejar el colegio privado. Se desesperarán las médicas y enfermeros de los setenta y siete hospitales de la Provincia de Buenos Aires que deberán contener a los nuevos pacientes que ya no tienen como pagar un sistema perverso pero privado.

Solo el prestidigitador se divierte mirando y ya sabe a quien culpar haciendo lo de siempre: “yo no lo obligué a apostar. Fue una decisión libre. Yo no lo obligué. Perdió y puede elegir libremente seguir o irse”. Que no haya a dónde irse tampoco es asunto suyo. Él no se moverá porque es su vereda y su mesita y sus cubiletes.

Y cuando de nuevo llega la noche, queda Ana María, la jubilada de setenta y un años, que junto con otros jubilados decide gritar que hay un robo y que no lo van a permitir. Y entonces el coro disfrazado de negro con cascos y escudos y escopetas, la rodea para averiguar sus antecedentes.