Hay seres que se hallan condenados a saborear el veneno de las cosas, seres para quienes toda sorpresa es dolorosa y toda experiencia una nueva tortura. Se dirá que ese sufrimiento tiene razones subjetivas y procede de una constitución particular: pero ¿existe un criterio objetivo para evaluar el sufrimiento? ¿Quién podría certificar que mi vecino sufre más que yo mismo, o que nadie ha sufrido más que el Cristo? El sufrimiento no es objetivamente evaluable, pues no se mide por signos exteriores o trastornos precisos del organismo, sino por la manera que tiene la conciencia de reflejarlo y de sentirlo. Pero, desde ese punto de vista, las jerarquizaciones resultan imposibles. Todo el mundo preservará su propio sufrimiento, que considera absoluto e ilimitado. Incluso tras evocar todos los sufrimientos de este mundo, las más terribles agonías y los suplicios más refinados, las muertes más atroces y los abandonos más dolorosos, todos los apestados, los quemados vivos y las víctimas lentas del hambre, ¿disminuiría por ello nuestro sufrimiento? Nadie podrá consolarse en el momento de su agonía mediante el simple pensamiento de que todos los hombres son mortales, de la misma manera que, enfermos, no podríamos hallar un alivio en el sufrimiento presente o pasado de los demás. En este mundo orgánicamente deficiente y fragmentario, el individuo tiende a elevar su propia existencia al rango de absoluto: todos vivimos como si fuéramos el centro del universo o de la historia. Esforzarse por comprender el sufrimiento ajeno no disminuye en nada el nuestro propio. En este tema, las comparaciones carecen del más mínimo sentido, dado que el sufrimiento es un estado de soledad íntima que nada exterior puede mitigar. Poder sufrir solo es una gran ventaja. ¿Qué sucedería si el rostro humano expresara con fidelidad el sufrimiento interior, si todo el suplicio interno se manifestara en la expresión? ¿Podríamos conversar aún? ¿Podríamos intercambiar palabras sin ocultar nuestro rostro con las manos? La vida sería realmente imposible si la intensidad de nuestros sentimientos pudiera leerse en nuestra cara.

Nadie se atrevería entonces a mirarse en un espejo, pues una imagen grotesca y trágica a la vez mezclaría los contornos de la fisonomía con manchas de sangre, llagas permanentemente abiertas y regueros de lágrimas irreprimibles. Yo experimentaría una voluptuosidad llena de terror observando, en el seno de la confortable y superficial armonía cotidiana, la explosión de un volcán que arroja llamas ardientes como la desesperación. ¡Observar cómo la mínima llaga de nuestro ser se abre irremediablemente para transformarnos por entero en una sangrienta erupción! Solo entonces percibiríamos las ventajas de la soledad, la cual vuelve mudo e inaccesible el sufrimiento. En el estallido del volcán de nuestro ser, ¿bastaría con el veneno acumulado en nosotros para envenenar el mundo entero?

Este texto de Emil Cioran pertenece al libro En las cimas de la desesperación, que según contó el autor en el prefacio, fue escrito en 1933, cuando contaba con veintidós años, en la ciudad de Sibiu, en Transilvania (Cioran era de origen rumano), fruto de un persistente insomnio. Publicado en Francia en 1990, ahora Tusquets lo reedita en el marco de la Biblioteca Cioran de la colección Condición Humana.