Graciela, que dice que acompañó a las Madres de Plaza de Mayo en dictadura, hace rato está parada frente al altar donde aún permanecen velas encendidas en el edificio de la Morgue Judicial. Acaba de caminar las veinte cuadras que separan la Universidad de Palermo del barrio del Once. Vuelve de votar. Durante la mañana buscó algo parecido a una de las cintas violetas que usa en las marchas del Ni una Menos pero en negro, para ponerse encima de una camisa blanca a modo de crespón. Al final, no se animó: creía que podían anularle el voto. Así que se puso una cinta negra, pequeña, atada a sus collares. Y se puso todo encima de una remera, como para que se vea lo que tenía que verse. Ahora pega carteles con otras mujeres que conversan sin conocerse, como en una despedida de familia. Dice que las autoridades de mesa no le dijeron nada, pero entendieron todo, porque no le sacaron los ojos de encima al collar. Y habla Bertolt Brecht. Dice que está en la morgue para que no pase eso de que vinieron a buscar a unos y después a otros y no protesté.
“Santiago no temas a tu nuevo viaje”, escribió en un papel. “Estoy segura de que Luis Alberto te está esperando mientras afina la guitarra para dedicarte ‘Alma de Diamante’”. En la vereda habla con Gabriela. Acaban de conocerse. Gabriela es treinta años más joven, está con su hija de siete años, fue fiscal de una escuela a treinta cuadras, lleva un pin con el nombre de Santiago Maldonado con el que entró al cuarto oscuro. “Tristes, estamos muy tristes”, dice ella. “Estuvimos 80 días a la espera de ver lo que pasaba, aunque lo suponíamos, y vinimos ahora a estar presentes, a acompañar a la familia, a pedir justicia. Lamentablemente después de la espera encontramos la respuesta. Y yo ahora tenía necesidad de estar acá”. Gabriela intentó acercarse antes pero no pudo, pero no quería dejar de llevar a su hija: “para que se vaya formando, que aprenda, que vea, qué es luchar por lo justo y pedir justicia por la injusticia que se cometió con él”.
Mientras, llegan fotografías de votos repetidos de modos parecidos en otros lugares del país. La imagen de Sergio Maldonado votando con la foto de su hermano. El altar de la escuela de 25 de Mayo donde el joven debía haber votado. Un tuit que anunció que cuando el jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad, Pablo Noceti, entró a votar a la escuela 26 de San Isidro le gritaron asesino. Y en la esquina de Córdoba y Junín, Santiago sigue reuniendo historias. Dos mujeres peruanas sacan una servilleta, que era lo único que tienen para escribir: Perú está contigo. Un fotógrafo enfoca durante larguísimos minutos una vela encendida que gotea sobre el océano de cera blanca acumulada durante los últimos días. Un hombre de Santiago del Estero que acaba de recorrer toda la provincia de Buenos Aires para llegar no para de escribir mensajes en medio de otros carteles. Donde decía: Tu dolor es mi dolor, agrega, y el de todos nosotros. Donde había una foto y una frase que decía: el Estado es responsable, escribe, Presente. En tanto, la calle reúne a dos ex presos políticos de la dictadura. Ella, Elsa Chagras, 72 años, secuestrada en Formosa en 1976. El, Hugo Cayetano Giusti, el Tano, secuestrado por el Primer Cuerpo del Ejército y preso hasta diciembre de 1983. No se conocían. Elsa no para de llorar. “Voy a donde me indica el corazón”, dice. “Ayer estuve en la Plaza, ahora vengo acá, si vuelven a convocar a la Plaza, voy a ir a la Plaza”. El Tano llega vestido de negro. Votó así en una escuela de El Palomar, dice que vio a muchos de la misma manera, que no hacía falta decirse nada, que los reconoció. “Es como que Santiago sin conocernos nos unifica”, dice. “He visto a otros así. Nos reconocemos. Somos muchos. Santiago, sin conocerlo es todo lo que uno aspira a ser como militante en la vida”. El Tanto asegura que “pasamos por acá porque lo sentimos así. Fuimos parte de los que no dormimos estos ochenta días a pesar que sabíamos que iba a repetirse lo que vivimos en los ‘70. Quizá ahora se incorpora un terrorismo mediático nuevo que no estaba explícito de esta manera”.
A las cuatro de la tarde hay inciensos prendidos. Jazmines. Mensajes escritos en papel. Muchos en las paredes. Cacharros indígenas. Pequeñas banderas. El casco de una moto. Más velas encendidas. Un enorme pañuelo rosado. Hojas de laurel. La cara de Santiago miles de veces repetida. Un rosario. Claveles anaranjados y amarillos. Elsa que seguía ahí. Y cuenta que llamó al 0800 hasta que dejaron de atenderla. Que cada vez que le preguntaban qué quería, decía que tenia un dato: que a Santiago se lo llevó la Gendarmería. “Si bien de alguna manera pensábamos que iba a pasar lo que pasó, a nosotros nos pega como nos pega porque revivimos todo lo que ya vivimos”, explica ella. “Nosotros hemos estado secuestrados, desaparecidos, nos llevaron a la cárcel, entonces no podemos comprender cómo esta prensa amarilla que dice cualquier cosa, que no respeta nada en absoluto, que quiere comparar todo esto con casos que no tiene nada que ver, a uno lo indigna mucho”.
El Tano acompaña a su hijo Valentín de 7 años a pegar un cartel en una pared. Valentín dibujó al joven tatuador. “Santiago te queremos”, puso. “Por favor, aparición con vida”. “Mi hijo se crió en este mundo, pensando que esto era una primavera democrática en la cual ni podíamos pensar que se iba a retroceder tanto”. Pese a todo, también entiende que hay algo potente detrás de ese confín de mensajes o de presencias de los que siguen llegando ahí. “Lo que me llama la atención, me nivela y me reconcilia con la humanidad, es ver a una generación de jóvenes que se expresan, y yo mismo entender que vengo porque necesito estar con otros, hablar, porque eso construye presente y futuro”.
Al lado está Claudia, compañera del Tano, madre de Valentín. No está vestida de negro pero cuando entró al cuarto oscuro encontró una tiza con la que pudo decir algo de lo que le estaba pasando. En el pizarrón encontró escrita la fecha del último día de clases, 20 de octubre de 2017. A toda velocidad, entonces, escribió “Santiago Maldonado, presente”. Y salió.