“A llorar, a la llorería”. Esa era una de las frases más lindas que repetía el banquero que no quiso serlo cuando se enojaba después de una derrota de Independiente, el club del que se había hecho hincha por un malentendido familiar que inauguró un linaje futbolístico. Un tío comunista asoció los colores de la camiseta del club con los republicanos de la Guerra Civil Española. El banquero y empresario Jorge Sivak, el hombre que decía “macanudo” y no usaba champú por considerarlo un producto pequeñoburgués, murió marxista como siempre se había reivindicado, plantea su hijo Martín en El salto de papá (Seix Barral), magistral libro anfibio que combina la memoria biográfica con un narrador más literario, una mezcla de cronista y personaje de novela que alza el tono de su voz, hacia el final, contra los “mercaderes de la muerte” de un cementerio privado. Como muchos otros militantes, Jorge abandonó el Partido Comunista (PC) en los años 60, se sumó a las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL), fue preso político y exiliado. Como empresario puso en marcha negocios disparatados con el declinante bloque socialista, como exportar Pumper Nic a Polonia, durmientes a Hungría, naranjas a Checoslovaquia; importar la tecnología soviética para operar el astigmatismo y la tela denim para fabricar jeans socialistas en el país. El 5 de diciembre de 1990, el día en que el Banco Central formalizó la quiebra del banco Buenos Aires Building, se tiró desde un piso dieciséis del departamento de su padre Samuel, el creador de un conjunto de empresas de la familia gracias a los fondos del PC. No dejó una carta, ni un borrador ni notas sueltas. Nada. Ni una sola palabra.
El salto de papá –que va por la cuarta edición, lleva vendidos aproximadamente unos 15.000 ejemplares y en noviembre se lanzará la quinta edición de 3.000- es uno de los libros del año. Hay que animarse a meter el dedo en la llaga y los silencios familiares, en las heridas que perduran luego de una muerte y una quiebra económica. Zambullirse en ese otro abismo -que no tiene el tenor de lanzarse desde un piso dieciséis, aunque se parezca al menos por el gesto de poner el cuerpo- no fue fácil. El periodista, sociólogo y doctor en Historia de América Latina reconstruye el pasado y escucha las voces de los otros evocando a ese padre público que jamás será el mismo que el padre íntimo, ese padre al que no le gustaba meterse en el agua en las vacaciones en Punta del Este, que le enseñó cómo tirar paredes en el fútbol y que sufrió en carne viva el secuestro y el asesinato de su hermano mayor, Osvaldo Sivak. Su hijo escribe en este libro –dedicado a su tío Osvaldo– que una pregunta nunca dejó de atormentarlo: “¿Por qué él y no yo’”. El autor de Jefazo: retrato íntimo de Evo Morales cuenta en la entrevista con PáginaI12 que le costó “mucho” encontrar la voz del padre íntimo.
–¿Cómo era esa voz? ¿Qué características tenía?
–La voz está más relacionada con las provocaciones, como ponerle apodo a las personas, una cosa ingenua, nada agresiva. Había melancolía en la manera en que hablaba de la facultad como estudiante de Derecho. Cuando digo la voz, no me refiero tanto al timbre de su voz, sino a cómo hablaba en la intimidad. Un texto literario que fue muy lindo leer fue el de Claudia Piñeiro El banquero que no quiso serlo, un texto inédito. Claudia trabajó en el banco y en muchas de las frases de ese cuento, reconocí a mi papá.
–Al principio del libro advierte que su padre eligió “el discreto dolor de los derrotados”. ¿Qué significa optar por ese dolor?
–Esa frase viene después de una parte en la que digo que papá no hacía una reivindicación de las acciones armadas, sino que ese discreto dolor tiene que ver con haber pertenecido a distintas organizaciones políticas, una armada como las FAL, y asumir que hubo una enorme derrota política. Lejos de la resignación, lo que había también era un aventurismo delirante de pensar, en la mitad de la década del 80, que la nueva forma de cambiar la situación era una alianza con militares nacionalistas y la izquierda. Mi papá se entusiasmó mucho al principio con (Raúl) Alfonsín, pero cuando vivió el secuestro de mi tío y se dio cuenta de que los sótanos del Estado estaban muy activos sintió una gran frustración. En el momento de su muerte, la primera semana de diciembre de 1990, llegó a la Argentina Bush. Para él eso significaba algo. Toda esa semana me da la sensación de fin de época: último levantamiento carapintada, primera visita de (George H.) Bush con (Carlos) Menem y el salto de papá. Todas estas cosas las empecé a ver con la distancia.
–¿Por qué se suicidó?
–Él tenía miedo de terminar preso. Había estado preso durante la dictadura de (Alejandro) Lanusse y sentía cierto orgullo de eso. La quiebra del banco, la idea de ser visto como un empresario inescrupuloso que le debía plata a los ahorristas, eso fue lo que lo llevó al suicidio. Dejó de ir a la cancha conmigo porque tenía miedo de que le sacaran una foto esposado y empezó a romper fotos. Un día estaba buscando fotos para el libro y encontré fotos rotas. Eso me sacudió… Esa depresión final de papá fue de un día para el otro; hasta entonces nunca lo había visto depresivo. Sí lo vi angustiado y ansioso. Mi papá se vestía muy mal, pero en esa época todo se acentuó. De ahí lo de romper las fotos, pero también dejó de trabajar, de ir a la oficina. Lo que lo perseguía era el temor de que dijeran: “este se robó la plata de los ahorristas”, una cosa sobre el honor personal. Algunos amigos de mi papá me reprocharon: “por qué contaste que tu papá pagaba coimas, esas cosas no se cuentan”… Había pagado esas coimas para salvar la empresa fuera de toda supuesta moral pública, pero no iba a fugar plata de los ahorristas. Él hablaba mucho de la posibilidad de terminar preso, pero nunca habló del suicidio. Ni siquiera con su analista.
–¿Por qué fue un libro difícil de escribir? ¿Cuál fue la mayor dificultad?
–La exposición, hablar de algo privado, hablar mucho de mí, de mi papá, de parientes, de mi hermano… Lo que me quitó la inhibición inicial es que haya un género de memorias de padres que leí antes de escribir. Eso me dio tranquilidad; otros lo hicieron, se puede hacer de maneras distintas. En esas memorias se puede ver quiénes tienen un “yo” demasiado fuerte, como el de (Hanif) Kureishi en Mi oído en su corazón, un libro que me había gustado mucho, pero que cuando lo volví a leer me dejó de gustar. También me pasó algo más o menos parecido con Experiencia de Martin Amis; no es que me quiera comparar con ellos, pero leer esos libros me ayudó a encontrar el tono de la intimidad. En El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, en un momento muy lindo abre uno de los cajones del padre, asesinado por los paramilitares, y dice que encontró cartas, pero que eso no lo va a contar. Me gustó ese gesto de decirle al lector que encontró algo pero que no lo puede contar. Me parece muy bueno el libro de (Mauro) Libertella (Mi libro enterrado); El de Libertella fue el que más me gustó. Lo más difícil para mí fue el exhibicionismo y administrar las relaciones familiares. Hay un capítulo sobre el papá de mi papá, que no es un capítulo muy edificante para Samuel. Y escribir eso me costó mucho.
–¿Por qué nunca dice “mi abuelo”, sino “el papá de papá”?
–Al principio, cuando salió el libro, yo decía que era un “ajuste de cuentas familiar” con Samuel. Sé que choca decir eso, pero para qué me voy a engañar. No sabía cómo empezar ese capítulo y en Estados Unidos, de casualidad, me encontré con un documento desclasificado sobre Samuel. Me incomoda hablar de él. Mi papá tenía ese mandato de continuar la empresa del padre, pero el padre fue bastante cruel con mi papá de muchas maneras. Al mismo tiempo, Samuel perdió a sus dos hijos: a uno lo mataron y el otro se suicidó; tuvo una vida difícil. Y sobrevivió a la muerte de sus dos hijos y de su esposa. Yo fui al entierro de Samuel y fue una situación también de fin de época. Samuel empezó su empresa el año en que nació mi papá: 1942. Y la empresa quebró con la muerte de mi papá. El tiempo de vida de mi papá es el tiempo de vida de la empresa familiar. Después de la muerte de mi papá le dije: “nunca más te quiero ver”. Nunca más volvió a llamar; pero el día de su muerte sentí la necesidad de ir al entierro. No me dolía su muerte, era alguien por el que no sentía ningún cariño, pero necesité ir ahí en representación de mi papá. También me parece bastante relevante que mi papá decidió tirarse en la casa de Samuel… Mi libro está lleno de cosas viscerales.
–Hay tres momentos muy viscerales: cuando se refiere al libro que escribió Marta Oyhanarte, cuando repasa la historia de Samuel y con el tema de las cenizas.
–Cuando empecé a escribir el libro, me acordé de la deuda que tenía con el cementerio. De hecho el libro en un momento se iba a llamar La exhumación, pero después me dijeron que no es una exhumación, es una reducción. Todo el libro fue en paralelo a ese reclamo. Al final, lo de las cenizas lo hacía más para el libro que por las cenizas en sí. No podía encontrar un final para el libro hasta que una abogada, Mariela Mosnaim, que está citada en el último capítulo, me dijo: “pagá la deuda o dejalo ahí”. Eso fue una epifanía para mí. Y lo más rápido que escribí del libro fue la carta al Jardín de Paz. Me senté y escribí la carta en veinte minutos. Al día siguiente, murió Fidel Castro, alguien que mi papá había admirado tanto.
–En esa carta aparece algo del orden de la “herencia”, un momento en que se revela lo que hay del padre en cada uno, ¿no?
–¿En serio? (piensa) Mi papá nunca confrontó a su papá, nunca confrontó a Marta (Oyhanarte)… Ahí me veo más yo en mis momentos de enojo, que son acotados. Cuando escribía esa carta, pensaba más en el libro que en la carta en sí. Mi papá no era visceral.
–Pero en la interpelación en el Congreso al ministro del Interior Antonio Tróccoli, su padre le gritó: “¡No mienta, no mienta! ¡Deje de jugar con la vida de mi hermano!”. Al leer la carta al Jardín de Paz se puede asociar el momento visceral de su padre con Tróccoli.
–Tenés razón, me había olvidado. Mi papá no tiene esa visceralidad, hasta que la tiene en la interpelación a Tróccoli. Es el único momento en que se lo ve a mi papá así. Con Tróccoli fue una cosa muy visceral y a la mañana siguiente me dijo: “anoche hice una travesura”, como para bajarle el nivel de dramatismo. Había diferencia entre los adversarios: él, con un ministro del Interior; y yo con un cementerio privado (risas).
–Su padre pasa del entusiasmo con el alfonsinismo a la decepción. Lo mismo le sucede con el menemismo. ¿Cómo cree que hubiera sido la evolución política de su papá y a quién o quiénes habría votado?
–No me puedo imaginar casi nada de mi papá. Yo supongo que habría simpatizado con (Hugo) Chávez, con Evo (Morales) y con el kirchnerismo. En el 73 había votado por (Héctor) Cámpora, después votó por Alfonsín… Me cuesta imaginar políticamente a mi papá hoy. Como me cuesta también imaginar qué hubiese hecho de su vida.
–¿Qué pasó con la familia después de la bancarrota? La relación con el dinero es algo de lo que no quiere hablar en el libro, ¿no?
–Después de la bancarrota, mi mamá trabajó en una inmobiliaria en Flores, en Rivadavia y Carabobo. Mi mamá era psicóloga de profesión, pero consiguió ese trabajo como vendedora para sobrevivir. La casa de Vicente López estaba como bien de familia y no la pudieron ejecutar. La tuvimos que vender porque no podíamos mantenerla y pasamos a vivir en una casa más acorde. A mí me becaron en la escuela y mi hermano se fue a la escuela pública. A los 18 años empecé a trabajar como periodista. Ese descenso social no está en el libro porque no quiero que haya un lamento por eso. Al contrario, creo que fue un alivio saber que tenía que trabajar. Cuando entré a sociología, casi todos mis compañeros trabajaban también. Después de la quiebra, conocí un mundo que yo no conocía. Yo salí abruptamente de la burbuja de chico rico de zona norte. No me gusta ponerme en la situación de víctima ni reclamar económicamente nada. Mi papá jamás abrió una cuenta en Suiza ni escondió plata, aunque varios amigos lo estimulaban a que lo hiciera. Para mi papá tener plata fuera del país estaba muy mal visto. Cuando lo fui a ver a (Juan Carlos) Cibelli, que había conocido a mi papá en las FAL, él me fue a buscar hasta la rotonda de Alpargatas y me dijo: “Un Sivak que viene en colectivo, ¡qué raro!” (risas).