De entre la larga lista de personajes que rodearon, acompañaron y nutrieron a Guillermo Fernández durante sesenta años de vida y música, hay uno que prima hoy: Antonio “Pochito” Prestipino, productor artístico y representante no solo suyo, sino también de Virginia Luque, Roberto Ayala, José Ángel Trelles, y el Sexteto Mayor, entre otros grupos y solistas. Fernández lo considera incluso -y sin dubitaciones- “su segundo padre”, y lo trae al presente porque si no, no se entiende cómo hoy, en plena crisis económica y cultural, acaba de lanzar un disco de tango con una orquesta multitudinaria, como las de antes. “Él decía siempre que cada nuevo disco era un departamento menos… Los departamentos se van y la música queda”, metaforiza –o no- el cantor criollo nacido hace 66 años en San Telmo, a fin de explicar por dónde se empezó a hornear El cantor de tangos, flamante trabajo discográfico de diez piezas y dieciséis músicos (cuatro bandoneones, seis violines, dos violas, dos cellos, piano y contrabajo), como era en las viejas buenas épocas que, para Fernández, no son las que se intuyen. “Hay una serie de orquestas olvidadas o no tan reconocidas en la década del ’60, que a diferencia de las típicas del '40 y del '50 en las que el cantor era un instrumento más, tenían una impronta muy tanguera y muy potente, a la medida de su intérprete. Hablo de la de Armando Cupo con Alberto Morán; o la de José “Pepe” Libertella con Miguel Montero. En ellas me inspiré”.

Las diez piezas del disco (seis versiones de clásicos y cuatro propias) fueron arregladas por el propio Fernández, y orquestadas y dirigidas por su compañero musical desde hace 25 años: el pianista Cristian Zárate. “Cuando lo conocí a Cristian, yo había escrito mis primeros arreglos sobre 'El abrojito', 'Ventarrón' y 'Rondando tu esquina', pero el problema era que cuando los ponía a tocar, sonaban muy mal. Recuerdo que en ese momento tenía un trío de excelencia (Nicolás Ledesma + Walter Ríos + Héctor Console), y ellos insistían en que los arreglos no estaban bien escritos, que las inversiones no eran aptas para las sincopas de tango y esas cosas, hasta que un día Ledesma tuvo que irse a una gira y me mandó a Zárate, un pibe de 19 años. El día de su debut, salí a cantar sin saber que era él y, como si fuera algo mágico, mis arreglos sonaban como yo los había escrito y soñado”, evoca el músico, durante un alto en la huella entre Miami y Nueva York, donde se encuentra mostrando el disco.

El otro lugarteniente artístico de Fernández es quien les deja las letras picando al borde de sus composiciones musicales: Luis Longhi. De él, que también es actor, director de teatro y músico, son tres de los cuatro temas propios del disco: “Se cayó la Luna”, “Farolitos de ilusión”, y uno que es el más sintomático, porque ensambla dos pasiones argentinas –fútbol y política- llamado, justamente, “El Porvenir”. “Esta milonga nació originalmente como un relato futbolero”, refrenda el cantor. “A ver, cuando el futbol tiene más corazón que bolsillo, hay que jugarlo con el catenaccio, famoso sistema italiano de juego defensivo que significa cerrojo. Vos plantás una defensa con el arquero y nueve jugadores armándolo, y dejás uno rapidito para el contragolpe. Y allí nomás, inmediatamente, se nos dibujó la Argentina”.

-¿Cómo es eso?

-Es que en un club o en un país con pertenencia y problemas pero con el corazón grande, el cerrojo lo usás cuando enfrentás a un rival más poderoso que vos, que en nuestro caso es casi siempre. Quiero mucho a esta canción porque me di cuenta de que si anidás en un club o un país muy endeudado tenés que jugar con la estrategia que le conviene a tu equipo, por más que se te burle la burguesía. Ellos no entienden que vos jugás por amor a la camiseta. Ellos gastan, se endeudan y no les importa. ¿Acaso no son situaciones muy similares las del futbol y el gobierno? En fin, lo que más rescato de esta canción es que habla de algo esencial: la clave no está en lo individual porque somos un equipo y por eso jugamos confiados en que el todo es más que la suma de las partes.

Fernández ya está en tema. El desastre cultural, social y económico que provocó la acción de los neoliberales libertarios en menos de dos meses de gobierno lo revela en forma. Define al ataque contra la cultura como salvaje, en especial el ejercido contra aquellos entes autárquicos que no dependen del presupuesto nacional. Y va a más. “Hasta vergüenza me da hablar de ataque a la cultura, cuando la embestida es igual de bestial contra los trabajadores, la clase media, los chicos, los viejos, las mujeres y los más desprotegidos… Es algo que vivo con muchísima preocupación”, se despacha.

-Hay mil causas que explican el marco. ¿Cuál se te ocurre a vos?

-Fundamentalmente, que han horadado cerebros, convirtiendo a muchísimas personas en enemigas de sus propios referentes. Pongo de ejemplo el ataque a los artistas con el remanido, hueco y falto de argumento “se les acabó el curro”, cuando los artistas venimos trabajando décadas y nunca recibimos regalos de ningún gobierno. Han instalado el odio contra sus propios ídolos. Es más, hace unos días veía a un pibe empacando pizzas, que miraba por la tele una manifestación de sindicatos, y repetía la ignorante frase “a estos se les terminó el curro”, mientras trabajaba oprimido, con 45 grados de calor, casi a nivel esclavo y sin que nadie lo defienda.

Fernández sufrió la dictadura cívico-militar-neoliberal cuando aún era "Guillermito" y, además de en Grandes valores del tango, ya había cantado en boliches, milongas y cantinas de tango, desde Caño 14 hasta El Rincón de los Artistas. También junto a Hugo del Carril ante dos mil personas; y hasta acompañado por Aníbal Troilo y Roberto Grela, uno de sus maestros junto a Sebastián Piana y Alberto Marino. Experimentó la oscuridad casi en alma propia, porque los padres de su novia –luego abuelos de sus hijos- fueron secuestrados y torturados. “Eran empresarios y a picanazos les quitaron todos sus bienes. Sufrimos mucho. Yo era muy pibe, tenía 16, tuve que hacerme cargo de mi novia de 14 añitos y de su hermanita de 7. Su mamá apareció un año después y quedó detenida en su casa, mientras que su marido fue trasladado a Sierra Chica, dos años y medio más tarde. Lo carpetearon con 120 causas penales, fue sobreseído en todas, y murió de un ataque al corazón un año y medio después”, cuenta el cantor, que se perpetúa como un pibe politizado que leía mucha historia, política y filosofía. “En esa época llegué a hablar incluso con el monstruoso general Suárez Mason, quien me trató muy mal. Recuerdo que era invierno y crucé un pasillo de 50 metros vidriado del Comando 1 del ejército hasta llegar a la salida, llorando y meado por el miedo”.

Ya en tiempos más calmos y luego de publicar varios discos como solista en la Argentina, Fernández tuvo un exótico momento en el exterior, como baladista comercialoide y colorido, del tipo Miami Beach, hasta que de regreso al país recuperó su verdadera identidad, a través de una friolera de discos, entre los cuales se destacan Tangos, en el que participaron Leopoldo Federico, Eladia Blázquez, Horacio Cabarcos, Pepe Colángelo, Néstor Marconi, Osvaldo Berlingieri y Antonio Agri, y Conexión Piazzolla-Gardel, originado y publicado en el milenio actual. “Cuando empezamos el disco con Cristian (Zárate), yo me estaba separando y me fui a vivir a su casa durante dos meses, para hacer los arreglos”, señala. “Lo que más recuerdo es trabajar sobre las canciones escritas por Horacio Ferrer especialmente para este álbum ('Oblivion' y 'Soledad'), y también con la versión de 'Chiquilín de Bachín', sobre un arreglo original de Piazzolla que nos cedió gentilmente su hijo Daniel. Eso más las maravillosas jornadas en los estudios Ion junto a Osvaldo Acedo, el portugués Da Silva y el querido Ferrer, que no se movió un minuto de las casi 300 horas que llevó terminar ese álbum”.

-Tal vez ese disco te alivianó un poquito el camino para seleccionar el repertorio de éste. Al menos no tuviste que elegir ninguna de Astor. ¿Cómo te arreglaste con el resto, habiendo tanto?

-Elegí los tangos clásicos que siempre quise cantar y nunca pude grabar. Me refiero a “Desencuentro” (Troilo–Castillo), que para mí era versión cancelada por Goyeneche y el “Negro” Juárez. Pero terminé grabándola, porque me quedó un arreglo de una cantante que produje y que al final no la grabó. O sea, el arreglo me empujó a hacer esta versión. En el caso de “Tabaco” (Pontier–Contursi) y de “Tormenta” (todo de Discépolo), son tangos que siempre quise grabar y nunca se había dado la ocasión de hacerlo.

-De los propios con letras de Longhi, además de “El Porvenir”, figura un vals de nombre poéticamente pesado (“Se cayó la Luna”) y “Farolitos de ilusión”. ¿Cuáles son sus historias?

-“Se cayó la Luna” es un pequeño cuento de mucha actualidad. Nació de una historia que se nos ocurrió con Luis y comenzó antes de la canción: “Consternado / confundido / estaba contemplando la Luna / así de cerquita / como siempre. / De repente, pasó un chabón cargado de odio/ de resentimiento / y la hizo bolsa de un piedrazo / vociferando con mucho rencor contra los poetas / los enamorados / feliz de que los perros ahora tengan que ladrarle a la nada”... Con este relato empezamos a escribir esta canción. En el caso de “Farolitos de ilusión”, nació porque con Luis queríamos escribir un tango discepoliano, con dudas filosóficas, con argumentos existencialistas, pero con la certeza del contenido social. Por eso dice “El agobio cotidiano / traquetea tanto en tu desdicha / que el golpe de nocaut husmea / sigiloso / esperando el momento justo de dejarnos definitivamente en la lona / Pero lo siento muchísimo mis estimados hacedores de la vaca atada y la manteca al techo / la runfla amorochada / está que trina (…)”. Por supuesto, hoy pensamos parecido. Nuestro ómnibus no es una ley, es un transporte de sentimientos comunes al que invitamos a subir a todos, como dice el tango: “Sentí, la mano amiga / que tanto esperabas / consecuencia de una lucha que precisa de los dos”.

-Ya que el disco se llama como se llama, ¿cuáles son los cantores con los que más te sentís identificado?

-Con Gardel, porque fue el primero y fue el mejor, y con los cantantes que llevaban música dentro suyo. Me refiero a Francisco Fiorentino, a Edmundo Rivero, a Rubén Juárez, y especialmente a Roberto Goyeneche.

-¿Alguna secuencia personal que recuerdes junto a él?

-Sí. Con el “Polaco” hacíamos análisis de los textos en su casa de Saavedra. Le gustaba que yo leyera mucho. Me esperaba con su musculosa, su pantalón pijama celeste con los “carajitos” puestos, y con una letra de tango en las manos, y comenzábamos el análisis. "¿Qué dice acá? 'Trenzas de color de mate amargo'. ¿De qué color es el mate amargo. ¿Qué entendés ahí?", me preguntaba él, y yo le contestaba: “Polaco, estás dividiendo la frase, por eso no la entendés. Es así: 'Trenzas del color del mate amargo que endulzaron mi letargo gris'. O sea, el amor de una mujer por más amargo que sea, va a endulzar cualquier letargo, hasta el más gris”. Y ahí él me decía "¿ves? Por eso quiero que vengas (risas)".

-No hay un “Polaco” sin un “Pichuco”. A Troilo también lo conociste bien…

-Bueno, sí, el “Gordo” Troilo tenía una enorme obsesión con la emisión del sentimiento. Él decía que el sentimiento y la emisión del sentimiento eran muy diferentes, casi opuestas. Odiaba las caras de malevos sufrientes y los ademanes excesivos de los cantores, sobre todo cuando estos pateaban el piso mientras terminaban los tangos. Él insistía con que lo único que yo debía hacer era “cantar” porque ellos, los compositores y autores, les habían puesto a sus obras todo lo necesario para que sean comprendidas, y que toda sobreexposición era nociva y dañaba la canción. Incluso fue él quien sentenció que yo me iba a diplomar precisamente de Cantor de Tangos el día que sin mover un músculo, tan solo cantando, hiciera emocionar a la audiencia. Tenía una frase que quedó grabada por siempre: “Pibe, no se canta de afuera para afuera, se canta de adentro para afuera”.