En 1954 Aldous Huxley publicó el ensayo Las puertas de la percepción. El autor narra cómo entra en contacto con la mescalina y qué ocurre. Asegura no tener talento para la creación de imágenes. Se considera a sí mismo “un pobre visualizador”. Pero la escena inicial es nítida. En el living de su casa, Huxley ingirió 0,4 gramos de LSD-25, una dosis bastante alta. Los efectos son el material con el cual construye su argumento.
Al no poder componer ni recordar las imágenes, Huxley se apoya, en un comienzo, en obras de grandes artistas. Pero cuando observa un cuadro de Johannes Vermeer no ve la imagen, sino que descubre una belleza anterior y primaria, algo que no le ocurre al contemplar un cuadro de Paul Cézanne. Al escuchar la música serial de Alban Berg no puede contener la risa. Huxley observa que detrás de esa objetividad hay un mundo que vuelve hacia él. No es una distorsión de lo real. Es lo que deberíamos ver todos los días.
“El mundo exterior es aquello a lo que nos despertamos cada mañana de nuestras vidas —escribe—, es el lugar donde, nos guste o no, tenemos que esforzarnos por vivir”. En el mundo interior, en cambio, no hay ni trabajo ni monotonía. Podemos acceder cuando soñamos, o cuando meditamos. “Su maravilla es tal que nunca encontramos el mismo mundo en dos sucesivas ocasiones”. El cerebro funciona como un inhibidor de la experiencia. Es un mediador entre nosotros y una realidad anterior. Si no existiera esa inhibición, muchas mentes entrarían en un colapso por el exceso de información. Nuestras vidas serían esquizofrénicas.
Hacia el final del viaje, Huxley contempla un jarrón. Se encuentra en la sala de su casa, que se ha convertido en una explosión de color, luces y electricidad. No ha visto nada que no conociera; no se encontró con demonios, ni se cruzó con un elefante rosado. Lo que ve es lo que ha visto siempre: un jarrón decorado con flores en el interior de su casa. No puede apartar los ojos de las flores pintadas y cada color se revela puro y único. Puede ver que cada pétalo tiene “una insinuación en la base de una tonalidad más caliente y flamígera”. Ve un clavel de color magenta y crema, y, en el extremo de su tallo roto, hay “una audaz flor heráldica de un iris”. El jarrón de Huxley puede considerarse como la versión lisérgica y loca de la magdalena de Proust.
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Las puertas de la percepción tuvo un impacto inmediato y su efecto fue residual. Con los años se convirtió en una biblia, un libro de culto para la experiencia lisérgica y un marco teórico que permitía prender los motores intelectuales para encarar un viaje alucinógeno.
María Marta Tallaferro no recuerda cómo su padre entró en contacto con Las puertas de la percepción. Tampoco recuerda si ella lo perdió cuando vendió gran parte de la biblioteca de su padre a un librero de la calle Corrientes. No sabe si a Tallaferro se lo regaló un paciente, un colega, o si él lo compró de casualidad en alguna de las tantas librerías de la Ciudad de Buenos Aires. El libro circulaba y lo que circulaba con el libro era la posibilidad de hacer algo con él.
En la carpeta de Marta hay un recorte de un anuncio publicitario. “Documentado con 26 informes alucinantes de quienes se sometieron a la experiencia revelada”, dice la frase de venta sobre Mescalina y L.S.D25, de Alberto Tallaferro, libro que estaba pronto a salir de imprenta en la Argentina y Uruguay. El anuncio remata: “Tan alucinante como los libros de Aldous Huxley”.
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El libro Mescalina y L.S.D25. Experiencias, valor terapéutico en psiquiatría fue publicado en 1956 por una editorial jurídica cuyo dueño era el tío de Alberto Tallaferro. De tirada mínima, el libro resulta muy difícil de conseguir.
En el prólogo, Alberto Tallaferro se pregunta cómo se toma el ácido lisérgico. ¿Cuánto tiempo se debe esperar para registrar los primeros efectos? ¿Cómo serán esos primeros efectos? Cualquier persona que se aventura en una nueva droga, de la cual no tiene ninguna clave ni conocimiento previo, se hace las mismas preguntas. ¿Qué efectos tendrá en mi personalidad y qué nueva personalidad aparecerá durante el viaje?
Tallaferro cuenta que, una vez obtenida la droga desde el laboratorio Sandoz, estuvo largas horas tratando de descifrar cómo había que hacer para ingerirla. ¿Qué debía hacer con ella? Era apenas un líquido que se disolvía en agua, nada más. ¿Cuán potente podía ser? Con las ampollas venía una serie de instrucciones, un prospecto farmacológico para mejorar las condiciones de apertura e iniciar el viaje.
Quizás en esos prospectos que llegaban con la partida de ácido lisérgico desde Suiza se explicaba cómo usarlo, o quizás Tallaferro intuía un rasgo esencial sobre la droga; lo que pasa alrededor de la persona desempeña un papel fundamental para la respuesta. Los efectos del ácido son variables y no responden a una naturaleza meramente farmacológica; cada viaje es único y personal. La variedad de las experiencias producidas por la sustancia química deriva de las diferencias en la actitud, la personalidad y la necesidad de indagar en las fronteras de la mente. Y por otro lado, la respuesta a esa necesidad depende muchas veces de la situación inmediata, el contexto o como se suele decir, el setting. Si el LSD se administra en ambientes controlados, con un seguimiento o un apoyo, el viaje puede resultar revelador. Si se toma en situaciones desbordadas, mediadas por el uso de otras sustancias, se puede tener un “mal viaje”.
Tallaferro decidió juntarse con cuatro personas en el estudio de su casa para llevar adelante el experimento. Los nombres de esas personas están debidamente omitidos en el prólogo de su libro, pero se puede intuir que eran ayudantes o jóvenes médicos en carrera que trabajaban con él. Como si se tratara de un ritual pagano, tomó una de las ampollas, vertió unas gotas dentro de un vaso con agua y se llevó el contenido a la boca. El sabor era amargo, como cualquier medicamento normal en forma de gotas. El gusto desapareció a los pocos segundos. Tallaferro se dejó caer sobre el asiento de su estudio mientras el resto de los concurrentes lo miraba. Esperó.
Al cabo de unos minutos no sintió nada. Su estudio se mantuvo igual. Los libros estaban en su lugar. Las pinturas de su pequeña colección de arte argentino se encontraban fijadas en las paredes. La luz era la misma e incluso la música elegida para la ocasión no había sufrido cambio alguno. Tallaferro pensó lo que durante años cualquier persona que decide tomar LSD-25 piensa por primera vez: ¿esto es? ¿Se debe aumentar la dosis, tomar más ácido? ¿Cuándo voy a ver elefantes volando por la ventana?
Prendió un cigarrillo. El gusto del tabaco le pareció más dulce de lo normal. Observó los movimientos del humo. De pronto entendió que había estado un tiempo más largo que el normal con la vista clavada en el humo. ¿Era posible que el tiempo se estuviera alargando? ¿O era la percepción sobre las cosas en relación al tiempo lo que parecía modificarse? Lanzó una risotada por la ocurrencia, una risa que parecía liberarse desde lo más profundo de su pecho. Su mirada se paseó por las otras cuatro personas que estaban esa tarde con él, en el estudio de su casa, sobre la calle Quintana. Esos rostros lo estudiaban y anotaban.
Sí ‒escribe Tallaferro pocos días después de tener su primera experiencia con ácido, en Mescalina y L.S.D25‒, el tiempo había cambiado. Los colores de la habitación empezaron a modificarse. Eran más brillantes, definidos y presentes. La sensación, narra Tallaferro, fue la de estar hundiéndose. ¿Y si esa droga invisible y mágica lograba aquello que los psicoanalistas habían buscado desde hacía tanto tiempo? ¿Y si lo que estaba detrás de las puertas de la percepción no fuese otra cosa que “el inconsciente”?
“He comprobado que una habitación en semipenumbra, que se debe graduar al gusto del sujeto, con temperatura y con música, que piden frecuentemente, hace que el paciente comience a recordar hechos lejanos de su infancia; se puede afirmar que el ambiente ideal es aquel que se asemeja a lo que puedo llamar un ambiente uterino, tibio, semioscuro, placentero, con mínimos estímulos externos, lo que le hace abandonarse totalmente”.
Tallaferro desoye los consejos narrativos de su maestro Aldous Huxley: no interpretar los hechos y narrarlos con la mayor objetividad posible. El axioma de Huxley dice: sacarás de tu interior el ojo clínico del narrador. El psiquiatra argentino no puede con su excitación mesiánica. Interpreta y busca una explicación posible. Se entusiasma. Su viaje es, sin embargo, una interesante pieza de narración clínica y de autoconocimiento.
En Tallaferro, las teorías sobre la erogenización corporal de Wilhelm Reich se mezclan con la experiencia lisérgica. Analiza una gran variedad de emociones que se liberan en su cuerpo como en un campo de batalla sin control: tiene una erección, mira los pechos de las mujeres cuando sale a la calle y siente deseos de eyacular aunque no entiende por qué. Su cuerpo es un cúmulo de sensaciones y de fantasías proyectadas, una regresión total. El maduro Tallaferro se convierte en un niño que llega a un bar de Constitución para pedir un té con sandwichitos en función de bajar a tierra.
“He dejado que la mente que evidentemente no puede soportar que existan hechos separados de su experiencia total, segregue por sí misma la racionalización”, escribe. Cada movimiento, cada momento de su viaje alucinado desde su consultorio hasta la llegada a un bar en Constitución a las 22 horas, en donde puede tomar “un té con sándwiches”, es un análisis minucioso de los efectos fisiológicos que la droga tiene sobre el cuerpo.
Luego de su primera experiencia, decidió probar con otros médicos y psiquiatras. Conformó grupos y se lanzó a probar la droga con pacientes dispuestos a tener experiencias con LSD-25, que fueron volcadas y analizadas en el libro. Tallaferro emprendió un camino propio.
En su libro anota una idea que fue retomada por un grupo de psicoanalistas posteriores a él y tomaron la posta de su experimentación. Según Tallaferro, “el proceso de la droga sería un sumergirse hacia etapas anteriores, con consciencia de esos pasos. Esta regresión podría llegar hasta el mismo claustro materno, haciendo posible un ‘renacimiento’ consciente de tipo mitológico”.