Hace unos años un amigo, psicólogo colombiano, me hizo conocer la famosa novela de John Kennedy Toole. Más allá de la historia que se cuenta en “La conjura de los necios”, y del más que interesante personaje principal, Ignatius Reilly, muchas veces me he valido de su título para pensar algunas situaciones que he observado en el campo institucional y en lo sociopolítico. Pero nunca me pareció tan pertinente como en los últimos meses. No logro sacarme de la cabeza ese “diagnóstico psicopolítico”, aunque me doy cuenta que suena bastante pedante calificarlo de esa manera.

Pero desde que Silvio Rodríguez cantó “El necio”, me he sentido más habilitado para usar ese término. Porque la letra de la canción remite más a terquedad -donde alguien trata de sostener algo en lo que ya casi nadie cree contra los embates de la realidad que pretenden demostrar otra cosa- que a la necedad pensada como estupidez, como ocurría en el caso de la novela. Por lo tanto, al caracterizarlo como necio estaría hablando de alguien que muchas veces no quiere aceptar que podemos equivocarnos, y que es muy probable que haya sido engañado una vez más, o que se haya dejado engañar por querer pararse en el inocente e irresponsable lugar de la credulidad. En ese sentido, todos podemos ser necios, aunque no es conveniente serlo todo el tiempo, y lo necesario sería superar la terquedad de no aceptar la estafa que podemos haber sufrido. Y como peor que ser necio es reconocerse como tonto, no es muy inteligente andar por la calle preguntando por los votantes de Milei y acusarlos con el dedo.

Más allá de lo anterior, lo cierto es que podemos acordar que una gran conjura de desencantados ha investido a un mesiánico desquiciado para que opere de flautista, y los lleve al borde de hacer real una fantasía de autodestrucción. Mientras esperan que el flautista caiga al precipicio junto con una buena parte de los necios, un pequeño grupo de poderosos funge de orquesta de acompañamiento pero se queda al costado del camino; y lo adula y anima para que no detenga la marcha sacrificial en nombre de la libertad (de mercado). Ellos tampoco dejan de ser necios -aunque de distinta manera-, percibirán beneficios a corto plazo, matando de hambre a la gallina que los alimenta.

Otros miran azorados, se movilizan y esbozan argumentos varios esperando que regrese la cordura y un atisbo de pulsión de vida, al menos en una parte de los necios, para que no caigan por los acantilados. Porque aunque lo hayan deseado en algún momento puede que no todos creyeran que el flautista fuera a hacerlo –era una jodita para Tinelli- y además, porque ya dijimos que no hay que condenar, sino tratar de comprender.

Tratando de ir un poco más allá del pago chico, pareciera que el encanto de la democracia se ha terminado desde hace algún tiempo, y la insatisfacción sobre la política se enseñorea en Occidente. De allí el tragicómico surgimiento de la antipolítica propalado por aquellos que paradójicamente la ejercen del peor modo posible y actúan como el tero que disimula adonde pone los huevos. Muchos creen que nada mejor nos espera en el futuro y es comprensible. Los senderos emancipatorios, subjetivos y sociales, parecen estar clausurados, una densa maraña volvió a cubrirlos. La mera ilusión acicateada por los aparatos de acelerado poder hedonista velan, por ahora, la única salida posible, la colectiva.

Creo que la mayoría de los habitantes de este planeta, principalmente los más jóvenes, está convencida de que nuestra casa común tiene fecha pronta de vencimiento, no más que un par de décadas. De ahí la preocupación por lo ambiental –por demás justificada-, y el éxito de tantas películas y series que con distintas variantes plantean un próximo holocausto que se cernirá sobre la humanidad. Se cierra el círculo, se lo estimula y se lo cree. Y a los poderosos les conviene.

También está convencida que somos demasiados, que las provisiones de agua y alimentos no alcanzan para todos porque el planeta está superpoblado, y que no vendría nada mal que fuéramos unos miles de millones menos. No cuestionan que se reparta muy mal y que cada día más riqueza se concentre en menos manos –quizás crean que mágicamente algunas migajas se derramarán sobre ellos- sino que simplemente no estaría mal que la población disminuya, creyendo –más mágicamente aún- que a ellos no les tocará.

Al mismo tiempo, florecen las salidas maníacas, rumbo a la pura fantasía. En el mercado del entretenimiento predominan las historias de distopías y mundos fantásticos de otras humanidades posibles que nunca podrían haber existido. Hay millones que creen más en la magia al estilo de Harry Potter o en la existencia de zombies y vampiros que en las posibilidades ciertas de desarrollar nuevas experiencias de organización social y política similares a las que hemos implementado durante siglos para vivir más solidariamente propiciando justicia social y distributiva.

Aunque no todos se animan a formularlo explícitamente, cada día son más los que se bajan del principio de la igualdad que rigió lo mejor de la historia de nuestro planeta. No extraña entonces que de la mano de la antipolítica esté llegando la necropolítica, que se va instalando como algo factible. Partiendo de la indiferencia hacia el otro que sufre, para luego ir pasando al cotidiano ejercicio de la crueldad y enseguida a la legitimación de la exclusión social, con destino final en la eliminación lisa y llana por la vía que fuere, pero por lo general tratando de que la sangre no salpique, porque casi nadie quiere ser quien tenga la responsabilidad del pulgar hacia abajo del César en el Coliseo Romano; no sea cosa que aparezca la molesta sensación posterior de culpa. O peor aún, no vaya ser que algún Dios al final exista y decida castigarnos.

Un amigo historiador me cuenta que en la historia militar, la tropa avanza hacia una muy posible muerte porque cada soldado cree que la bala le tocará al que está al lado, no a él. En cambio, cuando un ejército retrocede y entra en pánico es porque el razonamiento se ha invertido, cada soldado se convenció que la bala será para él. Quizás cuando los votantes libertarios piensen eso, será el principio del fin. Pero para esto pareciera que falta algún tiempo. Por lo de la terquedad.

En algún momento cesará el vendaval, pero mientras tanto se trata de ir construyendo una alternativa política superadora a la conjura y también a lo anterior. Porque también nosotros hemos sido necios. Será necesaria mucha fortaleza ideológica, más basada en la constancia en el método que en las ideas mismas. Al mismo tiempo, deberemos renovar la confianza en que los pueblos no se suicidan, aunque en algunas épocas tengan fantasías de autoeliminación. Y que somos todos parte del problema, y principalmente, de la solución.

Se vuelve imprescindible dar un paso más allá del análisis que caracteriza al ejercicio del periodismo sociopolítico para entrar en el terreno de la acción política. La recuperación del histórico “¿Qué hacer?” deberá ser el eje que guíe nuestro pensamiento, aún a sabiendas que probablemente no sepamos qué es lo que hay que hacer. En principio no estaría nada mal terminar de “despandemizarse” y salir del agujero del microespacio individual digital. Y no crean que esto no me lo estoy diciendo a mí mismo. Es evidente que aún estamos apichonados.

En definitiva, necesitaremos menos espectadores y más actores, y eso no será fácil en esta época de pantallización dominante. Habrá que superar contrasentidos y ambivalencias. Sin ir más lejos, tengo claro que al escribir esto contradigo lo que estoy pregonando mientras deslizo mi mirada por la luz que emite mi computadora. En ese sentido la movilización del pasado 24 de enero marcó el primer hito de un largo camino.

El gran maestro Fernando Ulloa decía que era indispensable generar un amplio debate crítico para superar la cultura de la mortificación, esa que deriva en padecimientos subjetivos. Nada de acuerdos oscuros entre gallos y medianoche, ni de interpretadores de oráculos, ni de vanguardias esclarecidas, solo tendremos que cultivar la osadía, la valentía y la alegría, animándonos a pensar en voz alta entre muchos, o al menos entre todos los que se puedan ir juntando. Sin temor a equivocarnos. Será la única manera para que podamos ir pasando de la necedad individual y conjurada hacia la inteligencia compartida.