Cuando tenía catorce años, dejé el colegio, luego de ser la mejor alumna, con una gran crisis de angustia que no me dejaba vivir. Mi madre me arrastraba de analista en analista, con la secreta idea de que me hicieran volver al colegio y poco preocupada por mi estado psíquico. Los analistas eran extravagantes. Uno tenía en su consultorio la foto de un niño con un arma en la mano, otro construía en el centro del suyo un gigantesco velero y otro recomendó que me casara y me fuera de casa. En eso se apareció Alberto Fontana que era, me decían, el más famoso. Claro que sufría, y mucho, pero quería estar a la moda. Era muda y me sonrojaba a menudo. Fontana me trató sin miramientos. Lo recuerdo hostil. Batería test. Interrogatorios que yo respondía con monosílabos. Un día hizo un largo silencio reflexivo. Luego dijo: usted no es esquizofrénica. No creí haberme hecho a mí misma esa pregunta. No recuerdo haber tomado ácido. Sí recuerdo asomarme a la ventana y pararme en el borde porque había oído que otra paciente lo había hecho.
Mi compañero de entonces militaba en las fuerzas armadas peronistas. Debía elegir con cuidado mi analista. No quería un militante ni uno de la APA. Algunos “vanguardistas” se analizaban con Fontana. Probé de nuevo en el consultorio de la calle Cuba pero no me atendió Fontana sino alguien a quien llamaremos M. No hacía interpretaciones, anotaba aplicadamente. Se planteó la sesión prolongada. M me pidió que llevara vinilos que me gustaran. Se desilusionó cuando llevé discos de Azucena Maizani, Rosita Quiroga e Ignacio Corsini. M trajo una toalla naranja y un trozo de torta de vainilla. No recuerdo nada de la conversación, sólo un fuerte olor a vainilla, no el de la torta sino uno que solía sentir en la capilla del colegio de monjas al que había ido. Comí en cuatro patas la torta como un animal, manchándome toda la cara. No recuerdo haber vomitado. También que empecé a contar algo de la militancia y que M me hizo callar, de eso no debería hablar allí. A la salida estaba mi compañero, que se indignó al verme mambeada. Me pegó un militante sopapo. Venía de un operativo, dijo. Este es solo un testimonio, pero muestra el clima de época.
Es el mismo clima que se respira en el libro ¡Viva la Pepa! el psicoanálisis argentino descubre el LSD, de Fernando Krapp y Damian Huergo, que, a pesar de ser una sorprendente historia de la pepa, nomenclatura de uso popular desde que el ácido se empezó a usar en cartoncitos de colores, cuenta la saga erudita del L.S.D desde su condición de hongo malicioso como cornezuelo del centeno, hasta su pasaje por laboratorios en manos de profesionales curiosos que querían poner el cuerpo a la investigación, pasando por los viajes internacionales en misteriosas valijas y la casi religiosa prueba física de que ¡el inconsciente venía en colores, nomás! Tiene demostraciones teóricas, chismes y chistes -como que el Dr. Tallaferro fue el creador del pegamento Fierrito o que Evita llamaba Fontanita al padre del Dr. Fontana-. Da pistas de los psiquiatras sobrevivientes de la práctica con LSD en Argentina, pero sobre todo mantiene en las sombras lo que los pioneros quisieron velar. Contra el mito de revelarlo todo, Krapp y Huergo cuidan los secretos que Enrique Pichón Riviere, Alberto Tallaferro, Paco Pérez Morales y “Rebe” Álvarez de Toledo se llevaron a la tumba, menos porque la sustancia ya estuviera prohibida que por sustraerla a manos inescrupulosas.