En el verano de 1990, a mis trece años, un amigo de mi hermana Florencia llevó a la casa de Sierra de la Ventana unos casetes con música de Charly García. Eran tres TDK con canciones de Sui Generis, Serú Girán y el Charly solista de los 80 que escuchábamos tomando sol, metidos en la pileta o contemplando el cerro Tres Picos en un minicomponente gris que nuestros papás le habían regalado a ella cuando cumplió quince años. Todavía hoy esos acordes me transportan a aquel clima donde el descubrimiento de la música se mezclaba con la naturaleza exterior y con mi renovada naturaleza interior en una experiencia casi mística. En marzo empecé la secundaria, todavía en Bahía Blanca, y un compañero me etiquetó como el que escuchaba “música grasa”. Ese invierno Flo, que ya se había mudado de ciudad para estudiar psicología en la UBA, me mandó por correo un TDK y una carta manuscrita en cuya posdata decía: “Van algunos temas que grabé de la radio, es una mezcla medio rara pero hay algunos de Charly que te van a gustar”. Y unos meses más tarde, en la Navidad que pasamos en la casa de mis tíos en Buenos Aires, recibí de regalo, en formato cassette, Filosofía barata y zapatos de goma, el nuevo álbum de Charly cuya cinta gastaríamos, durante ese verano del 91, en el minicomponente gris de la casa de Sierra.
Si hasta ese momento, para mucha gente, Charly García no era más que un loco de bigote bicolor que se había bajado los pantalones en un recital, a partir de ese disco también fue el que grabó una “polémica” versión del Himno Nacional. A mí ese cover no me escandalizaba pero tampoco me fascinaba. Pero sí me fascinaron la mayoría de las otras canciones. Por ejemplo, la que le daba nombre al disco, una especie de balada en tonos mayores sobre un tipo que, descalzo, en una terminal que yo imaginaba de alguna ciudad de la costa, veía cómo el ómnibus se iba y el amor se perdía. (Por una nota de la revista 13/20 me enteré de que Charly había escrito las canciones de desamor del disco pensando en Zoca, la chica brasilera que había sido su pareja durante diez años y que lo había dejado en el 89). Otra de mis favoritas era “De mí”, a la que, por el protagonismo del piano y por la letra, yo emparentaba con “Cable a tierra” de Fito Páez: ambas le daban consejos y le ofrecían ayuda a alguien que la estaba pasando (o podía pasarla) mal (“Si estás entre volver y no volver…”, “Cuando estés mal cuando estés solo…”). “Siempre puedes olvidar”, compuesta y cantada por Charly y Fabiana Cantilo, es una de las canciones más lindas que escuché en mi vida. A los catorce yo no sabía lo que era el amor de pareja ni, por consiguiente, el sufrimiento por amor, pero las sensaciones que me transmitía ese tema me prefiguraron todo. En “No te mueras en mi casa”, compuesta y tocada por Charly, Gustavo Cerati y Pedro Aznar, un tipo “se cargaba un par de bolsas en Cemento” y a la luz del día “rodaba barranca abajo por Belgrano” (dos años después, ya en Buenos Aires, fui a un colegio que quedaba a una cuadra de las Barrancas −al que casualmente había ido Migue, el hijo de Charly, y en cuyos actos pasaban el Himno versión García− y al bajar del 118 siempre imaginaba a alguien con “temblor de maxilares” rodando por la pendiente de pasto). “Solo un poquito nomás” también parecía, en una primera escucha, referirse a las drogas. Las estrofas estaban cantadas en inglés y Flo, sabiendo de mis dificultades con ese idioma, me aconsejó que, para practicar, intentara traducirla. La existencial “Reloj de plastilina” también me encantaba y me sigue pareciendo una obra maestra.
Ese fue el último verano que, antes de la separación de nuestros padres y de la puesta en venta de la casa, pasamos todos juntos en Sierra de la Ventana. A partir de ahí los veraneos empezaron a acortarse y a trasladarse a la costa argentina y, gracias a la fantasía de la convertibilidad, a países limítrofes. Y mis fanatismos musicales también fueron cambiando. Fui dejando atrás lo que más tarde denominaría “mi época hippie” y vinieron “mi época reggae”, “mi época rolinga”, “mi época punk”, “mi época new wave”… Hace unos diez años, antes de una mudanza, le doné mi viejo cassette de Filosofía barata y zapatos de goma, junto a otras decenas de cassettes, a un chico que en una instalación artística performática titulada “El fin de la adolescencia”, en la vidriera de una esquina de San Telmo, fue desarmándolos uno por uno.
Durante los oscurísimos días de la pandemia del 2020 volví a escuchar bastante el disco, en Spotify y Youtube. En diciembre del 2019 Flo se había enfermado y supongo que, inconscientemente, volver a conectar con esas canciones fue una de las maneras que encontré de estar ligado a ella aunque estuviéramos a veinte incaminables cuadras de distancia. Después la enfermedad se agravó y el aislamiento ya no tuvo sentido. Sus últimos días los pasé con ella, en la clínica y en su casa. Flo murió a la madrugada del 12 de septiembre del 2020, pocos meses después de haber cumplido cincuenta y un años.
La Navidad siguiente la pasamos en la casa de mis tíos, en el mismo lugar donde justo treinta años atrás me habían regalado Filosofía barata y zapatos de goma. Después de las doce, mientras los demás seguían brindando, fui a sentarme solo a un patiecito a mirar el cielo, sin fuegos artificiales, pensando en Flo. Tres décadas antes (10950 días que por unos segundos me parecieron un mero instante), en ese mismo patio y a esa misma hora, señalando el cassette que ya había escuchado ella me dijo: “la que más me gusta es «Curitas»”. Y desde entonces, cada tanto vuelvo a escuchar esa canción porque, como dice su letra: Hay veces que no puedo dormir / hay veces que no quiero / hay veces que me gustaría verte aquí. / Todo el mundo tiene penas / pero yo ya extraño hasta mis problemas / Quiero eco, vuelve a mí... / Porque yo te extraño... / yo te extraño /me extraño a mí / estoy solo, estoy solo, no estás aquí... / La chica que esperaba era infinita …
Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976. Vive en Buenos Aires. Publicó las colecciones de cuentos Nueve versiones de Borges (Gárgola, 2023), Todos los minutos para vos (Falsotrébol, 2020) y Los estantes vacíos (Entropía, 2006) y las novelas Hogar es un signo de pregunta (Falsotrébol, 2022), El cuarto deseo (Falsotrébol, 2018), Los puentes magnéticos (Entropía, 2013) y Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010), entre otros libros. Es editor y coordinador de talleres literarios. Escribe el newsletter Sinestesia Salvaje. IG: @ignacio._molina