Solía encontrarlo en un bar céntrico, cuando comenzaba a anochecer y la ciudad cobraba una tonalidad distinta, una luminosidad que atravesaba la claridad vespertina para ceder paso a los claroscuros que anticipaban la noche.

Llegaba a nuestros encuentros con un aire distendido y portando siempre varios libros, aunque ello no era suficiente para disimular sus preocupaciones, los asuntos que lo atrapaban como lo oscuro iba atrapando la luz del día. Esas preocupaciones, si bien diversas, estaban delimitadas por el campo genérico de la historia y la política, y de manera específica, por el universo de la literatura y la poesía.

Le gustaba la poesía. Quizás más que decir que le gustaba, deberíamos decir que la amaba, lo cual, como cualquiera sabe, es la primera condición para aspirar a ser poeta.

Y él aspiraba a serlo: por eso vivía leyendo poesía, y hablando de lo que leía. Leía a los grandes poetas de la lengua, a los contemporáneos, entre los que ponía en primer término a los nativos ‑la lengua no es sólo la materia del poeta sino además su mundo, puesto que en ella vive, siente, respira, decía‑, y luego a los latinoamericanos, y luego a los españoles, primero a los de la generación del 27 y después a los clásicos del Siglo de Oro, porque su particular canon se basaba en el principio de la proximidad física y temporal: sólo podemos dialogar, o en todo caso dialogamos mejor, con aquellos que hablan como nosotros, también decía, por más que todos se expresen en una misma lengua; la lengua poética no es sólo el común sistema sino además el común uso, la común entonación, didáctico, aclaraba.

Pero eso no era todo. Porque además de amar la poesía, pensaba que la única digna de llamarse de tal modo era aquella que se anudaba, de manera inextricable, con el curso oscuro y hondo de la historia, con la inevitable tragicidad de sus manifestaciones políticas.

La poesía será revolucionaria o no será, pontificaba, iluminado, en esos encuentros jamás programados pero siempre esperados, a los que ambos concurríamos sabedores de que el otro nos estaría esperando. Por eso yo le decía Vladimir, por Maiakovski, el gran poeta de la revolución de Octubre, a quien él había leído en modestas ediciones castellanas, plagadas de errores no sólo de traducción sino incluso de tipeo, a las que acudía resignado por no poder leerlo en ruso. ¡Te imaginás cómo sonará en su lengua!... Me decía, y yo le respondía de manera sistemática que por qué no se ponía a estudiar ruso para leerlo sin nefastos intermediarios lingüísticos, a lo que él respondía, también de manera sistemática, que ése era uno de sus muchos proyectos incumplidos pero jamás abandonados.

Porque Vladimir tenía múltiples proyectos, aunque ‑claro está‑ articulados todos por sus intereses fundamentales. Alguna vez había comenzado a estudiar Letras en la facultad, pero eso no había prosperado por razones, para él, más que atendibles. Lo que allí se practica es una administración burocrática del saber acerca de la poesía, pero nunca una auténtica experiencia de lo que ella es, afirmaba, esgrimiendo como argumento que en la facultad no había cátedras dedicadas a la poesía, ni menos aún la posibilidad de ejercer su escritura. Podrán hablarte de endecasílabos o alejandrinos, decía, pero ninguno es capaz de escribir un metro de ese tipo.

Porque no les importa, no les interesa, proseguía, explicando en consecuencia el por qué de sus búsquedas por otros sitios. Así, había incursionado por diversos talleres literarios, por los ciclos que organizaba la Sociedad de Escritores, por los bares donde se leía poesía mientras la gente comía pizza y tomaba cerveza justo cuando los mozos pasaban delante de los lectores, por el infalible festival de poesía que organizaba la municipalidad junto con la provincia. Tampoco en esos sitios había, según él, poesía, puesto que lo que había en todo caso era algo más próximo al mundo de la sociabilidad que al de la experiencia poética. Porque además lo que allí se exhibe y circula es una triste parodia de la poesía, su mueca superficial y ridícula pero nunca su sustancia trágica, sostenía, al respecto.

Poetas, lo que se dicen poetas, son los que supieron interpretar al pueblo y darle voz, planteaba enfático, y comenzaba a citar una serie que, por conocida, para mí terminaba automatizada, a la que de todos modos escuchaba respetuosamente porque en ella su pensamiento más íntimo se revelaba. Hernández, desde luego, Lugones, también, Marechal, Urondo, Gelman, y los hermanos Lamborghini como el inevitable corolario de una experiencia poética que se nutría en el decir del pueblo, en el alma misma de la patria.

Vladimir era, de tal modo, nacional y popular, y por lo mismo, fatalmente peronista. ¿Cuál es no sólo la última sino la más grande frase de Perón? Retórico, preguntaba, para responder de modo asimismo retórico: llevo en mis oídos la más maravillosa música, que es la palabra del pueblo argentino. Porque la verdadera poesía, ésa que Perón sabía escuchar, preconizaba, es la que habla el pueblo: el verdadero poeta de la revolución no soy yo sino el pueblo, citaba, conmovido, los versos célebres de Urondo.

Por eso, ese día logró sorprenderme, cuando creía que ya nada de él, o en él, podría hacerlo. Mientras compartíamos un café me contó que había comenzado una nueva praxis poética revolucionaria ‑así la llamó‑ que iba por muy buen camino. Estoy yendo todos los domingos a la cancha, me dijo, para escuchar lo que canta la hinchada. Sus cánticos no son sólo expresivos sino que son poéticos, me explicó, diciendo que el uso de las rimas y aliteraciones era impactante, como también lo era el de ciertas formas métricas sencillas pero populares como el octosílabo.

Esa potencia, de todos modos, necesita ser encauzada, me advirtió, para revelarme entonces lo medular de su plan, de su nuevo proyecto. Porque el pueblo se expresa por sí mismo, me dijo exponiendo su nueva praxis, pero en ocasiones hace falta proponer una orientación, un sentido, a lo que espontáneamente manifiesta. Y no se trata de caer en neo‑vanguardismos, que repitan los errores del pasado, indicó, sino en saber captar el sentido más hondo de sus aspiraciones, para canalizarlas a través de formas apropiadas y elocuentes.

Por eso, me confesó, se pasaba la semana buscando palabras que rimaran con Mauricio, con PRO, con amarillo. Hacía una lista, y a partir de ella confeccionaba cuartetas rimadas capaces de encauzar el sentimiento de bronca que el pueblo tenía en relación con ese léxico hegemónico. Y después voy y me pongo a canturrearlas despacito en la cancha, me dijo, para agregar, feliz y satisfecho: no te imaginás cómo todos se prenden. Ahí sí que me realizo como poeta, declaró, dichoso; no como hace la gilada.