Este artículo se escribe mientras la ciudadanía vota, o sea que no contiene análisis de la jornada, ni, obviamente, del resultado. No obstante, se propone reflexionar acerca de uno de los monstruos más repudiados –y hoy, el más temido– de la política mundial: el populismo. Que en la Argentina tiene una larga y rica historia: la de los mejores logrosdesde que somos república.
Por eso –y es la médula de este texto– el concepto de populismo ha sido y sigue siendo el objeto de ataque constante y sistemático de los grupos más retrógrados de este país, aquellos que históricamente han constituido la oligarquía reaccionaria, de fuerte componente racista y arcaico fanatismo religioso. O sea la que hoy gobierna a causa de yerros electorales y cuyos prejuicios son tan históricos como sustentados sobre todo en ignorancia e insensibilidad.
“El populismo es más antiguo que los partidos políticos o que la misma idea de ‘instituciones políticas’ –sostiene un lúcido trabajo de la politóloga María Esperanza Casullo, de la Universidad Nacional de Río Negro–. Ciertamente, la noción de que existe algo así como ‘el pueblo’, es decir, un sujeto político colectivo que es más que la suma de los individuos que lo componen, es tan antigua como el pensamiento político mismo, remontándose hasta Platón y Aristóteles”.
En la Argentina –originales como solemos ser– el muestrario de expresiones populistas se compuso, por lo menos, después del todavía inexplicable triunfo de Bartolomé Mitre en Pavón en septiembre de 1861. Con el abandono de Urquiza y la derrota de la Confederación, nutridas catervas de criollos y luego de inmigrantes buscaron afanosamente unirse pero casi nunca pudieron, salvo escasos períodos de ascenso social y productivo que, por eso mismo, fueron interrumpidos por sucesivos golpes de estado cívicos-militares-religiosos y empresariales.
Desde entonces las masas desposeídas y marginales, o lo que en Italia llaman “il pópolo basso”, fueron inexorablemente las víctimas de todos los enfrentamientos que buscaron morigerar el predominio porteño. Fue un batallar cívico que atravesó todo el Siglo XX y que desgastó y alejó a los dos partidos históricamente mayoritarios hasta que se transformaron en lo que hoy son: sellos escindidos que no representan a cabalidad los intereses nacionales y populares.
En las reiteradas crisis argentinas, que siempre parecen terminales, esas pujas entre iguales o casi sólo sirvieron para que las políticas antinacionales (hoy encarnadas en el neoliberalismo macrista-radical) afecten a todos. De ahí que, en la emergencia actual, parece urgente superar de una vez por todas las viejas e inútiles antinomias que enfrentaron entre sí a radicales, peronistas, socialistas e incluso conservadores populares de origen como fueron Héctor Cámpora y Vicente Solano Lima. Hoy la única antinomia, que el régimen llama mañosamente “grieta”, es pueblo u oligarquía. O populismo de un lado, y neoliberalismo del otro.
Por supuesto que tal superación no la encarnará un pejotismo vacío de contenido y en muchos casos cómplice de las políticas antinacionales y antipopulares, ni mucho menos la UCR claudicante que se diluye indignamente, ni el atomizado y descabezado Partido Socialista.
De ahí la urgencia de consolidar espacios que podrán llamarse populistas con razón, pues su esencia será la recuperación de las bases constitutivas de la nación: unidad territorial, libertades y derechos garantizados, justicia social, soberanía política e independencia económica. Así, póngasele después el nombre que se prefiera (peronismo, kirchnerismo, socialismo, centroizquierda o radicalismo nacional y popular) pero ése será el camino para redignificar a nuestro pueblo, hoy devastado y violado tras estos dos crueles años.
Se llamará como se quiera y se acuerde, pero esa Confluencia Nacional y Popular (como proponemos desde El Manifiesto Argentino) será mucho más que una coalición electoral si en el proceso de construcción se garantizan el predominio de la inteligencia, la madurez, la generosidad, y sobre todo el patriotismo de quienes lo lleven adelante.
El pueblo, como sujeto político colectivo organizado, es más que una suma de individuos. Y no hay mejor organización que la que se basa en ideas, no en consignas.