PáginaI12 En Francia
Desde París
La melodía del verano se volvió un concierto de orquesta sinfónica en otoño. La política fiscal del presidente Emmanuel Macron y su confesa generosidad con los ricos le valió al mandatario el calificativo de “presidente de los ricos”. La reforma del impuesto sobre las grandes fortunas abrió una brecha estival en la imagen del jefe del Estado. Una vez que se conocieron todos los detalles y que la Asamblea empezó a examinar el texto de la reforma fiscal con la que se beneficiarán los ricos el debate salió de los círculos más militantes para acaparar la actualidad política. La prensa interpela al presidente, el Fondo Monetario Internacional, tímidamente, se pronunció sobre el principio en puntas de pie y el diario Libération publicó un texto firmado por cien diputados en el que le piden a Macron que haga públicas las cifras exactas de esas reforma que, entre otras sutilezas, deja fuera de la presión fiscal a los jets privados, los autos de lujo, los caballos de carrera, los yachts y los lingotes de oro. Es la nueva versión del antaño ISF, impuesto sobre las grandes fortunas, ahora llamado IFI. El economista francés Thomas Piketty, autor de El Capital en el Siglo XXI, calificó esas medidas como un “error histórico”. El Ejecutivo del primer ministro Édouard Philippe parece haber calculado mal el efecto de dicha reforma, tanto más cuanto que esta vino de la mano de un montón de decisiones que se traducen sea por reducciones de los subsidios sociales, sea por el aumento de impuestos a las categorías más vulnerables como los jubilados o pérdida del poder adquisitivo en los sectores de las clases medias.
Después de algunas controversias, los diputados adoptaron el pasado viernes el proyecto de presupuesto para 2018, donde figura la desaparición del Impuesto sobre la grandes fortunas, ISF, y su transformación en IFI, Impuesto sobre la fortuna inmobiliaria. El antiguo ISF concernía a unas 350 mil personas cuyo patrimonio era superior al millón trescientos mil euros y aportaba a las cajas del Estado unos 3,2 mil millones de euros. El nuevo IFI reduce la carga fiscal, se limita al patrimonio inmobiliario (no pagan impuesto ni las acciones ni las obligaciones) y aporta sólo 900 millones de euros al Estado. Paralelamente, el Ejecutivo introdujo la llamada “flax tax” que limita a 30% el impuesto sobre el capital.
Las medidas figuraban en el programa electoral de Emmanuel Macron pero terminaron por aunar las criticas de la oposición y de ciertos miembros de la mayoría presidencial. Los bloques de la izquierda francesa con Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon a la cabeza bautizaron el primer presupuesto de la era Macron como “presupuesto de los ricos”. Los cien diputados que firmaron una petición en el matutino Libération se preguntan “¿para qué puede servir firmar un cheque de 4,5 mil millones de euros a los franceses más ricos?” (es la suma del regalo fiscal de las dos decisiones, IFI y flax tax). Los firmantes interpelan al Ejecutivo a que “haga público el impacto de las medidas fiscales y presupuestarias en los contribuyentes más adinerados y en los 100 franceses más ricos”. El ministro de Economía, Bruno Le Marie, respaldó sin embargo la reforma y se negó rotundamente a revelar las cifras, o sea, a romper el “secreto fiscal. “Nosotros defendemos la baja masiva de la fiscalidad del capital. Lo reivindico. (...) Es la única política que no se probó en Francia”, dijo Le Maire. La presidencia avanza con todo en un terreno que aún le es favorable, es decir, sin una oposición fuerte en el horizonte ni una movilización social con suficiente impacto como para trastornar el rumbo fijado por el mandatario. La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon no ha conseguido aún despegar con millones de personas en la calle, la derecha de Los Republicanos todavía vive indigestada por la derrota deshonrosa en las elecciones presidenciales de abril y mayo pasado, lo mismo que el Partido Socialista, aplastado por sus divisiones internas, por el fracaso estrepitoso en las presidenciales y las legislativas de junio y, hoy, obligado a vender su sede social y a despedir a decenas de personas por falta de fondos. De ese cuadro emerge una evidencia: Emmanuel Macron pasó a la segunda vuelta de la elección presidencial y luego ganó la consulta gracias a los votos del centro y de la izquierda, pero está llevando a cabo una transparente política de derecha. El extremo centro se volvió un faro perfectamente identificado por la opinión pública como un polo conservador que riega generosamente el jardín de los millonarios.
Con sus reformas, especialmente la laboral y luego la impositiva, paulatinamente, el presidente ha ido perdiendo la confianza del mundo del trabajo y de quienes no tienen acceso a los beneficios de la modernidad digital. Al mismo tiempo, ganó la confianza del patronato y los inversores. El gobierno pide “dos años” para que todos vean y se beneficien con los resultados de esta política. Las impaciencias acumuladas por las decepciones sembradas durante los mandatos de Nicolas Sarkozy primero (2007-2012) y después por las del socialista François Hollande (2012-2017) recaen ahora sobre la presidencia de Macron. El primero había usado como bandera el eslogan “trabajar más para ganar más”, mientras que el segundo se distinguió con su famoso “mi enemigo es la finanza”. El gobierno asume de sus decisiones, el costo social de las mismas así como la preservación del secreto fiscal y le pide confianza a una sociedad sometida a las devastaciones propias del liberalismo y que esperaba que con Macron se reestableciera una suerte de equilibrio. El cantito “si les damos un poco más a los que ya tienen mucho todos nos vamos a ganar” no convence a nadie más que a sus promotores y sus beneficiarios. El resto es un lento desengaño, la idea de que es más de lo mismo y que dentro de ese repetición hay que rebuscársela para sobrevivir.