Fuma y espera. Espera y fuma. 

Espera…. Hace mucho tiempo que vive en la calle, nadie sabe cuánto, a veces siento que el tiempo es él. Supo manejar el arte de anidar en la cumbrera de la indiferencia social de los normales, deambula por las sombras de un sistema que encandila, cansado de perder batallas, arrió todas sus banderas para convertirse en el espejo de nuestro lado oscuro. 

Como espíritu portador de un cuerpo, entiende que todo hueso roto se puede enyesar, no así el alma. Aprendió de golpe que lo único que garantiza la locura es la soledad perpetua, que no existe un semejante dispuesto a acompañarnos en el viaje hacia el abismo. 

Nunca lo escuché quejarse, mendiga con la mirada, táctica que, según me confesó alguna vez, la aprendió de los perros. Desayuna dos veces por día, es invitado de honor en el kiosco de la Filo primero, después, en el bar de Juan. Almuerza y cena hamburguesa, panchos o lomitos, aplicando la ley del derrame, teoría de la que conoce su funcionamiento a la perfección y cumple prolijamente con los pasos a seguir. Primero, se debe observar siempre desde abajo a los comensales, tomar el formato de un perro manso en postura sentado, mirar fijamente y en silencio el trozo de comida en movimiento que viaja desde el plato hasta la boca del propietario, de la misma manera que un defensor mira únicamente la pelota y nunca los ojos del delantero contrario que la transporta. 

Segundo, para que el proceso se active, el que tiene el poder debe estar siempre algunos escalones arriba del carenciado para que pueda derramar, sin esfuerzo, las sobras de comida, ejerciendo la única ley de cumplimiento vigente, la ley de la gravedad.

El linyera se acerca al carrito de Gustavo como un extraño atraído por el fuego proveniente del interior de una caverna, en dónde trogloditas con celulares sacian su hambre en grupos, es el momento justo, los fogones siempre enseñaron a compartir, incluso con él. Parte del resto del día lo gasta haciendo mandados a distintos vecinos con el fin de conseguir algunos pesos para su único vicio, el cigarrillo. Me gusta verlo fumar, se acuesta en la gramilla para mirar mejor cómo suben lentamente las nubes que salen de su boca como columnas de humo generado en una hoguera de palabras nunca dichas. 

Cree y difunde que al amor lo irradia el sol, en consecuencia, en horas diurnas, porta unas gruesas gafas oscuras para protegerse de dicha enfermedad y por las noches usa una gorra con amplia visera para evitar que la luna traicionera lo enamore con su reflejo. 

Muchas veces sus frases me dejan pensando, en una madrugada en la que no pasaba ni un sólo auto por la avenida, me sorprendió su reflexión en voz alta, “el tránsito es transitorio, igual que nuestro paso por esta vida, los locos más peligrosos son aquellos que actúan como si fueran seres eternos”. 

Camina siempre solo, no suele hablar con la gente, demasiado con soportar las fuertes discusiones subidas de tono que tiene con todas las voces que lo habitan. En ocasiones de crisis lo llamo gritando su nombre, le convido un pucho e inicio, en voz alta, un refrán conocido o alguna estrofa de una vieja canción popular para que el hombre en situación de calle las complete desde su memoria, ejercicio que suele tranquilizarlo. 

No pasa un día en que no me pregunte, con una sonrisa burlona, fecha, mes y hora, parece no interesarle el año en curso. La vez que le pregunté para qué quería saber dichos datos, me contestó que era para corroborar que todavía seguíamos presos de las mismas cárceles invisibles. 

Recoge diariamente restos de pebetes que encuentra en los cestos de basura, los tritura y los guarda en una bolsa de plástico negra. Cada madrugada los esparce por la bajada Gallo, para después sentarse sobre el cordón de la vereda y observar cómo bajan las aves a comer, tal vez reviva en ese instante la dulce sensación que sentía cuando alimentaba las gallinas en su infancia, “hay palomas que parecen pollos”, me comentó sorprendido una mañana. 

En la tarde de ayer, tomó entre sus manos una revista de actualidad política con el rostro del último presidente electo en la portada. "Está hipnotizado”, comentó el lector antes de hojear la publicación. Después de unos minutos, dejó el magazine sobre el escaparate, me miró a los ojos y cambió el rol de nuestro juego secreto, “el hilo se corta…”, fueron las cuatro palabras con la que inició la partida, sin dudarlo completé la frase, “por lo más delgado”. Antes de encender un nuevo cigarro, profetizó el vagabundo, “vienen por los pobres y los jubilados”. 

Me dejó pensando una vez más, después de rumiar sus palabras un buen rato recordé los años noventa, cuando otro hipnotizado llegó al poder para dinamitar en gran parte la cadena de solidaridad social regulada por el Estado. Yo era pobre, pero contaba con la fuerza de la juventud y un trabajo estable. Después de toda una vida integrando la clase trabajadora, sigo dignamente pobre, tal cual lo demuestran todas las estadísticas sobre aquellos que nacimos en esa condición, pero estoy viejo y sin laburo, en resumen, es obvio que, en esta nueva temporada de la vieja serie, “la ley de la selva”, vienen por mí. 

Se me ocurrió, entonces, preguntarle a mi amigo, frente a uno de mis posibles destinos, si me permitiría patear la calle junto a él. Nunca me había contestado tan rápido, “de ninguna manera”, me alertó, “toda unión significa lucha y yo ya no lucho, sólo espero lo esperable “.

 

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