La contundencia de la victoria de Cambiemos es indiscutible. Abre con mayor fortaleza el escenario que estaba previsto, y ya anticipado, en las primarias de agosto. 

A nivel nacional, junto con las consecuencias de esa virtual primera vuelta hace dos meses, el resultado era obvio por la repetida y sencilla razón de que el oficialismo es la única fuerza representada en todos los distritos. Sólo eran incógnitas (los márgenes precisos de) lo que ocurriera en la provincia de Buenos Aires y el eventual impacto del caso Maldonado entre alguna franja del electorado porteño. Esos datos que faltaba corroborar por completo carecían de cualquier pronóstico, serio, en condiciones de alterar sustancialmente números definitorios: Cambiemos consolidado en un primer puesto que ya no admite reservas; un Congreso mucho más propenso a la Casa Rosada y con mayor inserción de macristas que de radicales, si acaso se hace el supremo esfuerzo de diferenciar entre unos y otros; una oposición casi totalmente a la deriva y el subrayado, también previsto, de que con el núcleo duro K no alcanza ni por asomo para trazar el futuro peronista tanto como que, sin el kirchnerismo y su encarnación total en la figura de Cristina, tampoco puede imaginarse un rumbo alentador del peronismo frente a 2019. Este último aspecto de las elecciones de ayer excede, en largo, al debate coyuntural acerca de si CFK debe sentirse vencida sin más porque las cifras así lo indican. O si, por el contrario, puede mostrarse conforme y hasta relanzada en su proyección, debido a que, en soledad, ya sin poder, sin aparato, con todos los medios dominantes en contra y la maquinaria judicial persiguiéndola, se las arregló para llegar a un porcentaje asentado de sufragios en el territorio donde, a su vez, competía ante una gobernadora con la mejor imagen política del país. En otras palabras, es indesmentible que Cristina sufrió un dura derrota electoral. Pero el tristísimo papel de los candidatos del panperonismo filomacrista lleva a cuestionar si también soporta un duro revés político, en lo que debería ser la reorganización del espacio peronista. ¿Quién podría tener el tupé de pasarle cuál factura? ¿Quién asomaría, después de ayer, en aptitud de disputarle un sitio expectante en la conducción del rearmado nacional de una oposición unificada? Nadie, literalmente.

Agregado a lo anterior, Cristina enfrentó asimismo el momento colectivo-ilusorio más favorable de la derecha gobernante. Contra todas las evidencias de un modelo económico que no tiene sustentabilidad posible de largo y hasta mediano plazo; a 862 dólares de endeudamiento por segundo; con un déficit de cuenta corriente pavoroso; con una caída de las exportaciones que remiten al ingreso especulativo de divisas como única posibilidad de financiamiento; con la inminencia de los aumentos anunciados en todas las tarifas de servicios públicos; con el sector agropecuario ya sentado en la retención de sus liquidaciones de granos a la espera de que se corrija el tipo de cambio, la falsedad de la primavera económica impulsada por índices espurios de recuperación se reveló, entonces, más fuerte que todo otro factor. Frente a los indicios potenciados de que tarde o temprano se chocará de nuevo contra las condiciones objetivas de 2000/2001, volvió a mostrarse que muy difícilmente la población se distancie de lo que eligió hace poco tiempo. Al revés: dobla la apuesta. Pasó en las elecciones de medio término con Alfonsín, Menem y Kirchner, que son las que, por sus características de gobiernos en estadío positivo, mejor pueden compararse con las de ayer. 

Hay varios componentes de lo sucedido que confluyen en la misma dirección respecto del desafío que espera al peronismo. La derrota de Juan Manuel Urtubey en Salta, además de alejarlo de sus pretensiones presidencialistas, se suma a la nueva paliza sufrida por Juan Schiaretti en Córdoba y al descenso en picada de Gustavo Bordet en Entre Ríos, todo lo cual debe unirse a la caída poco menos que estrepitosa de Sergio Massa –entre otros ejemplos– en su sentido de que la ambigüedad opositora, o directamente el carácter de opo-oficialismo, recibe el castigo que merecen las fotocopias. Nada diferente le cabe a Martín Losteau, para saltar de palo. En contrapartida, la elección de CFK en el conurbano bonaerense y los nuevamente atractivos números santafesinos de Agustín Rossi –quien también volvió a competir sin mayores herramientas que su trabajo incansable– demuestran que el discurso y la acción sin medias tintas es lo que recibe el premio que, por ahora, podrá no ser principal pero sí necesario para seguir en carrera. Y en consideración análoga puede decirse lo mismo de los avances registrados por la fuerza de izquierda clasista, aunque esté completamente alejada de la lucha por el poder porque además no es ese su objetivo. Se trata, nada más pero también nada menos, de la coherencia discursiva en lugar del aguachentismo persistente. Quienes sobrevivieron, en sus perspectivas, a lo que cierto apuro comprensible denomina como huracán amarillo, son aquellos que se pusieron con claridad en la vereda de enfrente. La oposición al gobierno macrista exige, como ayer se ratificó, un accionar sin rodeos. No hay espacio para tibios. La notable victoria nacional de Cambiemos puede confundir a quienes no sean capaces de mirar, con frialdad, esa sentencia que las urnas ratificaron. 

Estas legislativas ofrecieron otros elementos de interés, y no es el menor que Elisa Carrió haya ratificado de semejante manera su primacía porteña en medio de las repugnantes expresiones que vomitó contra Maldonado, contra su familia, contra el sentido común. Seguramente haya influido en ello la notable imagen favorable que tiene la gestión de Horacio Rodríguez Larreta, aunque ni ese ni otro argumento permitan esquivar la pregunta de cómo es posible que tamañas barbaridades de la chaqueña no hayan recibido, siquiera, el castigo de un mínimo porcentaje de votos perdidos. Desde ya, las voluntades que mantuvo Florencio Randazzo refuerzan el interrogante de qué habría pasado si hubiera habido una disposición de otro tipo en las frustradas negociaciones con el kirchnerismo (no es una pregunta retórica, porque sigue sin quedar claro si los votos de Randazzo son eventualmente sumables a una orientación antimacrista o, tan sólo, consisten en un resentimiento anti K). Y por lo demás, siendo muy genéricos y con todos los resguardos que deben tenerse al escribir una columna casi a la par de estar conociéndose los datos, bien debe hablarse de un amarillo ampliado que no es definitivamente arrasador –nada lo es, nunca– pero, sí, una ola de eficacia nacional susceptible de envalentonar al Gobierno y a sus mercados hasta límites enormes. 

Sin embargo, ninguna de esas certezas y sospechas es superior a la seguridad de que hoy mismo comienza un debate, una necesidad (cabe aguardar), sólo sostenible en discutir el enfrentamiento contra el modelo reforzado en las urnas. Ninguna novedad, al fin y al cabo. La derecha ganó con legítima prepotencia, tiene un liderazgo momentáneamente indiscutido, carece de internas que no sean los grititos radicales por algún acomodo pueblerino y de cargos secundarios –ayer pulverizados– y, como si fuera poco, dispone de figuras de recambio si así lo requiriere. Vidal, Rodríguez Larreta, hasta el mismo Peña. Contra ese dispositivo afirmado, que sin dudas expresa un clima tal vez no de época pero sí de etapa, solamente puede enfrentarse con posibilidades de éxito una oposición no dispersa, para empezar a discutir. De lo contrario, estamos hablando de un desierto de varios años –en cálculos preliminares, no menos de seis– con esperanzas sólo centradas en la implosión del modelo económico y mucha vela dedicada a que, como en 2003, vuelva a aparecer una anomalía disruptiva. 

En todo caso y como este cronista se permitió insistir varias veces por estas horas, citando a la socióloga Dora Barrancos, dejemos el pesimismo para tiempos mejores.