Unas 200 personas detenidas por averiguación de antecedentes a la salida de un concierto de Almendra. Casi 35 años después, la simple lectura de la noticia hasta puede sonar ridícula. Pero sucedió, a comienzos de 1980, en la ciudad de La Plata, que fue una de las paradas elegidas para el regreso de la banda que una década atrás habían formado Luis Alberto Spinetta, Emilio Del Guercio, Edelmiro Molinari y Rodolfo García.
La vuelta del grupo se produjo en un contexto político y social cargado de tensiones. La euforia del Mundial obtenido en 1978 había pasado, la política económica impulsada por José Alfredo Martínez empezaba a dejar ver los rastros de su fracaso y la represión ilegal ya no se podía esconder. Los ojos del mundo se había posado sobre la Argentina y hasta los Estados Unidos parecían haberle soltado la mano a las cúpulas militares que todavía comandaba Jorge Rafael Videla.
Las internas militares eran cada vez más evidentes. En 1978 el país había estado a punto de entrar en una guerra con Chile por el Canal de Beagle. En 1979 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos visitó el país y atendió una larga cola de familiares de desaparecidos en pleno centro de Buenos Aires. Y ese mismo 1980 de las detenciones sería el año en que, el 13 de octubre, Adolfo Pérez Esquivel recibiría el Premio Nobel de la Paz por su resistencia pacífica ante las atrocidades.
Con esa realidad como telón de fondo, el joven movimiento del rock argentino se había estancado. Desde el comienzo de la dictadura la producción discográfica empezó un descenso pronunciado como parte de un proceso que obligó a muchos músicos a exiliarse ante la persecución, las listas negras y la dificultad para actuar en vivo en un país que desarrollaba su día a día en un estado de sitio permanente. Prácticamente no había proyectos grupales y los eventos masivos representaban una verdadera rareza.
Mientras el proyecto Serú Girán germinaba a pesar de la indiferencia del público, a Alberto Ohanian se le ocurrió proponerle a Spinetta la idea de una acción para revitalizar un espacio de pertenencia que la juventud que se había desarrollado durante la dictadura no había tenido la oportunidad de disfrutar. Y entonces, volvió Almendra.
Cuando la bola empezó a correrse no sólo fue un sacudón para los fans del rock argentino, las viejas audiencias que habían vibrado con los discos aparecidos en 1970 y los amantes de la música en general, sino también para los militares que tenían el aparato represivo lo suficientemente aceitado como para volver a salir a “cazar hippies”, como ya lo habían hecho una década atrás, cuando la otra dictadura, la de Onganía, Levingston y Lanusse, se encargó de organizar las razzias que llenaban colectivos de pelilargos y los amontonaban en las comisarías.
Con los centros clandestinos de detención y extermino montados alrededor de todo el país, el clima opresivo era mucho más complejo. De hecho, unos años antes, el almirante Emilio Massera se había referido específicamente al rock en un discurso brindado en la Universidad del Salvador, donde había sido galardonado con el título de profesor honorario.
“Los jóvenes se tornan indiferentes a nuestro mundo y empiezan a edificar su universo que se superpone con el de los adultos sin la menor intención, al principio, de agredirlo deliberadamente. Es como si se limitaran a esperar con toda paciencia la extinción biológica de una especie extraña e incomprensible; mientras, hacen de sí misma una casta fuerte, se convierten en una sociedad secreta a la vista de todos, celebran sus ritos, la música, la ropa, con total indiferencia y hoy buscan siempre identificaciones horizontales, despreciando toda relación vertical”, describía. Y agregaba: “Después, algunos de ellos trocarán su neutralidad, su pacifismo abúlico, por el estremecimiento de la fe terrorista, derivación previsible de una escalada sensorial de nítido itinerario, que comienza con una concepción tan arbitrariamente sacralizadora del amor, que para ellos casi deja de ser una ceremonia privada”.
“Se continúa con el amor promiscuo, se prolonga en las drogas alucinógenas y en la ruptura de los últimos lazos con la realidad objetiva común y desemboca al fin en la muerte, la ajena o la propia, poco importa, ya que la destrucción estará justificada por la redención social que algunos manipuladores, generalmente adultos, les han acercado para que jerarquicen con una ideología, lo que fue una carrera enloquecedora hacia la más exasperada exaltación de los sentidos”, rezaba Massera en un discurso que se coronaba con una declaración de guerra: “Estoy verdaderamente persuadido de que la malversación del pensamiento y la inestabilidad de los valores en la gente joven son las consecuencias más destructivas de la llamada crisis de seguridad que definen a nuestra época”.
Los archivos de Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, la DIPBA, a partir de los cuales la Comisión Provincial de la Memoria elaboró una serie de documentos historiográficos que retoman el accionar represivo que durante más de 40 años tuvo lugar en territorio bonaerense, guardan un especial apartado para lo sucedido en aquel enero platense.
El concierto estaba programado para el 4 de enero de 1980. Se iba a desarrollar a partir de las 20.30 en la cancha de Estudiantes, que tenía su entrada principal en la intersección de las calles 55 y 1. En diciembre, los conciertos había sido un éxito en el estadio de Obras Sanitarias,y la llama que los impulsores de la gira por el país se habían propuesto encender se empezaba a divisar por las provincias. Esa situación hizo que los pedidos de informes se diseminaran tanto como la venta de entradas.
De hecho, días antes del concierto en Estudiantes, el Ministerio del Interior a cargo de Albano Harguindeguy había puesto en conocimiento de los gobernadores una caracterización precisa respecto a lo que debía observarse alrededor de la banda que buscaba permisos para tocar en cada uno de sus distritos. “Ejecuta el género musical denominado rock nacional y sus integrantes hacen alarde de su adicción a las drogas, circunstancia que incluso es insinuada en las letras de algunas canciones que interpretan, como así también el desenfreno sexual y la rebeldía ante nuestro sistema de vida tradicional”, decía en la misiva en la que, en clave Massera, recomendaban denegar los permisos.
Cuando llegó a manos del entonces intendente Alberto Tettamanti, ya se habían puesto a la venta unas 7 mil entradas, por lo que para evitar conflictos mayore, la comuna prefirió “no innovar”. La Bonaerense, entonces, desplegó entonces eso que ahora llamaríamos “protocolo”, que incluyó la grabación del concierto y un informe detallado de lo sucedido aquella noche. Con antecedentes de los integrantes de la banda, lista de temas y letras de las canciones interpretadas incluido.
Según se describe, “en el ambiente del estadio se respiraba el aroma típico de la picadura de marihuana”. Había unas 1600 personas “de distintas edades, en su mayoría menores, los cuales vestían y ofrecían un aspecto típico de los denominados 'Hippys'". Así escrito, con una corrección que cambiaba la letra griega por la latina utilizada originalmente. Más de 200 fueron demorados por averiguación de antecedentes, aunque también trasladaron a la comisaría novena a dos jóvenes de 16 y 17 años que “tenían en su poder un frasco de un perfume denominado ‘pachuli’, juntamente con los palillos de madera balsa para su uso”.
Los informes de la DIPBA continuaron con las mismas características en el concierto brindado una par de semanas más tarde en el Estadio Mundialista de Mar del Plata, donde según los espías llegaron, en plena temporada, unas siete mil personas. El espectáculo fue declarado de Interés Turístico por la Municipalidad de General Pueyrredón, en ese momento a cargo de Mario Russak.