El cuento por su autor

Puedo decir que la prehistoria de este cuento entrelaza un sueño en el que un querido primo mío, de nombre Luis, fallecido hace algunos años en Venezuela, me visitaba de madrugada, poco después de su muerte. Venía a buscarme para que hiciéramos un viaje en micro a un lugar desconocido. Yo sabía que estaba muerto, y en la extraña lógica del sueño me parecía totalmente natural que me buscara. Luego de varios intentos de transformarlo en un cuento, debí rendirme ante la evidencia de que me era imposible reflejar la atmósfera de melancolía de esa noche y los ojos de mi primo, cuya expresión revelaba sin necesidad de palabras que ese viaje sería el último para mí. Cuento frustrado y sueños quedaron en el olvido durante años, hasta que la relectura del canto VI de La Eneida armó una extraña trenza entre el viaje de Eneas al inframundo y el viaje de aquel sueño. Lo trajo no solo a la memoria, sino a la necesidad de hacerlo real.

La Hondonada

A Fernanda García Curten

Estigio Funes. Ese era el nombre. Después de tantas horas en el asiento del ómnibus, el nombre le volvía a la memoria tras haberse evaporado entre rutas provinciales, pueblos y colonias agrícolas. Del otro lado de la ventanilla la llanura era algo ilusorio y brumoso, llena de lagunas desbordadas y con escasas referencias luego de que se desviaran hacia el oeste. Aníbal era incapaz de recordar en qué terminal de qué pueblo lo iba a recoger el tal Estigio Funes para llevarlo al campo de su primo. Era cerca del límite con La Pampa, pero no tenía intenciones ni energía para buscar el billete en el bolsillo porque venía sucumbiendo ante un agotamiento del que sólo se despabilaba pensando en la llamada telefónica de su primo. Debía ser fruto del propio vértigo (llevaba meses de desfiles por consultorios y hospitales), o algo provocado por el líquido de contraste que le habían inyectado en la vena; la enfermera le alcanzó un teléfono después del estudio médico diciéndole: “lo llaman”. Aníbal había escuchado la respiración corta de su primo y la sordina de la voz, su modo peculiar de pronunciar la ese, tan hermanada a la zeta, y había anotado al dorso de una prescripción lo que su primo le dictaba, el nombre Estigio Funes y el de un campo al sur de la provincia. Su primo. Su primo hermano Luis, muerto desde hacía siete años. Al escuchar su risa, y el característico final de tos de fumador, Aníbal tomó plena conciencia de que, a sus casi setenta años, era el último integrante vivo de una familia que se extinguía. Había vivido con su primo en un departamento minúsculo de la capital, habían compartido la adolescencia y buena parte de la juventud. A ambos los había seducido la desmesura de los campos y los atardeceres con nubes navegando cielos como océanos. Y habían hecho muchos viajes, especulando con establecerse en algún rincón de la llanura. Después, la vida fue acumulándoles los después hasta un último paseo, con todo el sabor de una despedida. El viaje actual, en cambio, esos kilómetros de oscuridad, parecía de la misma sustancia de una pesadilla. Los faros del ómnibus repetían y multiplicaban caminos de tierra, tranqueras y campos inundados, en una secuencia de la que no lograba desprenderse. Pero en un momento el micro desaceleró hasta avanzar a paso de hombre. Su ventanilla se iluminó con un color amarillento. Un toro tumbado en la banquina, moviendo agónicamente las patas, un automóvil volcado a pocos metros, luces intermitentes, patrulleros, reflectores, dos cuerpos, uno de mujer, mal cubierto con un nailon, y el otro, muy pequeño, a su lado. La visión de la vida mostrando su fragilidad le produjo angustia; el destino, los sueños y planes de un ser humano sujetos al instante en que un animal suelto se estrella contra un automóvil, y sólo quedan restos, materia violentamente lanzada al proceso de corrupción, algo de lo que hay que disponer y deshacerse lo más rápido posible. El ómnibus frenó a poca distancia del accidente. El chofer encendió las luces internas y abrió la puerta. Subió una mujer con una criatura en brazos. Se detuvo al borde del pasillo y observó las dos filas de asientos. Caminó visiblemente encorvada y se acomodó en un lugar vacío con un abatimiento que Aníbal justificó pensando que quizá había presenciado la tragedia. Pero mientras el chofer apagaba las luces y retomaba la ruta, se preguntó por qué había levantado a la mujer si era un ómnibus de larga distancia y no un colectivo local. La duda se esfumó cuando el vértigo volvió a atacarlo como si algo se le hubiera desprendido dentro del cráneo (algo que no está bien ahí adentro, le había dicho el cirujano, señalándole la frente). Comenzó a sacudirse, incapaz de sostener erguida la cabeza, y antes de quedar inconsciente se vio otra vez en el hospital, negándose a una sorpresiva internación y viajando hasta la terminal de Retiro para comprar el pasaje. La minúscula oficina, tan oculta al final de las dársenas que parecía inexistente, anunciaba la partida de su última unidad hacia La Hondonada, el sitio donde lo esperaba su primo.

***

“Sí, La Hondonada”, escuchó. El ómnibus estaba detenido al costado de la ruta y el chofer esperó en silencio a que Aníbal bajara. ¿Se había dormido o desmayado? En cualquier caso, se incorporó sin vértigo, y alguien, desde la banquina, le hacía señas con una mano mientras con la otra sostenía un par de botas de goma. Había imaginado al tal Estigio Funes como un estereotípico peón de campo, alpargatas, bombacha y boina, cara curtida y manos enormes. Sin embargo el que le hacía las señas era un muchacho delgado, en jeans y remera, de ojos anormalmente separados del eje de la nariz. Un adolescente con cara de búho. Cuando lo tuvo cerca, vio que la mano con que le había hecho señas tenía sólo dos dedos, que terminaban en algo semejante a uñas de perro. ¿Funes?, preguntó. El joven asintió; le dijo que debido a las lluvias el micro sólo podía llegar hasta ahí; que se pusiera las botas, porque afuera de la ruta estaba todo anegado. El usaba zapatillas, y era evidente que el agua le había empapado el pantalón hasta los muslos. Su aspecto singular, esos ojos y la mano, le daban apariencia de criatura extraña, no del todo humana. Explicó que había dejado la camioneta en la colectora opuesta para no circular por donde se acumulaba más agua. Aníbal se descalzó, se puso las botas de goma y cruzó la ruta con sus zapatos en una mano. Al sentarse en la camioneta sintió una humedad gélida en los muslos, como si también el asiento estuviera empapado. Era una bolsa con algunos kilos de carne cruda. Mientras la camioneta arrancaba, la deslizó hasta el piso y observó la calle. Corría casi paralela a la ruta, con luces que dibujaban a su alrededor pequeños círculos arrebatados a la llanura en tinieblas, círculos como pozos de los que sobresalían matorrales, cercas, alambrados y también imágenes de algún animal, un caballo, una lechuza. Todo en una especie de fantasmagoría, como si lo que iban dejando atrás fuera de un orden diferente, ligeramente irreal. Parecía inconcebible que, entre tanto charco, tanto frío y oscuridad, la tierra albergara los mismos objetos y formas de vida que podían verse en lugares más benignos. Tuvo la sensación de ser un gusano dentro de un capullo, sufriendo una metamorfosis de cuyo resultado final no tenía idea, siempre envuelto en la muerte de sus familiares como en una tela pegajosa. Tampoco le fue posible calcular el tiempo o la distancia de ese recorrido. Le pareció ver cerros lejanos y cañadones, montes de árboles, ojos fosforescentes que devolvían la luz de los faros. El camino bajaba. Con cada pozo, la camioneta arrojaba cortinas de barro líquido contra el parabrisas. Y al salir del asfalto se sumergió en un charco como la proa de un barco bajo una ola. El motor acusó la entrada de agua y tosió con espasmos mientras el muchacho zapateaba el acelerador diciendo: “Hace un rato esto no estaba inundado”. Al apagarse, trató de darle arranque, pero sólo se escuchó el clic sordo de la llave. El muchacho tomó la bolsa con la carne y abrió la puerta de la camioneta. Explicó que La Hondonada era un sitio muy bajo, un verdadero agujero, y que el agua de los terrenos vecinos terminaba siempre ahí.

—Vamos —dijo. Después, mientras observaba los reflejos de la inundación, agregó con hastío—: Hace una vida que llueve por acá.

***

A Aníbal le pareció exagerada la frase, porque desde que bajó del micro no llovía. El cielo se iluminaba con resplandores repentinos, seguidos de estruendos. Pero, al menos por el momento, nada de eso parecía bajar a la tierra, como si lo más profundo de ese cielo convulsionado hubiera estado en conflicto consigo mismo y no con la llanura que había debajo. Dudó en recoger los zapatos, pero salió de la camioneta sin llevárselos. El muchacho señaló una vereda estrecha rodeada de cardos y se puso en marcha. Le dijo que tuviera cuidado con resbalarse porque además de cardos había pedazos de alambre de púa que alguna mala gente había desparramado por todo el sitio, como diversión. Se detuvo al pie de un enorme ginko biloba, un árbol cuyas ramas doradas llenas de frutos despedían un olor tan fétido que Aníbal trató de contener la respiración todo lo que pudo. El muchacho arrancó una de las más bajas, le dijo que la sostuviera y que por nada del mundo la soltara si aparecía la bestia.

—¿La bestia? ¿Qué bestia?

El muchacho le mostró la bolsa de carne.

—El perro de un viejo que ahora está de viaje y me encargó que le diera de comer. Una porquería que el viejo deja suelta y, salvo a él y a mí, quiere destrozar a todo el mundo.

Aníbal sacudió la rama.

—¿Y esto?

—Al desgraciado no le gusta el olor. No se le va a acercar.

Caminaron en silencio alrededor de un kilómetro. Resplandores vagos, a lo lejos, le hicieron suponer a Aníbal que eran las emanaciones de algún animal muerto, la luz mala que la vieja gente de campo identificaba con ánimas errantes. Pensó en el toro despanzurrado de la ruta, y otra vez, en lo absurdamente frágil que resultaba la existencia. Pero fue un pensamiento fugaz, porque el perro les salió al cruce frente a una casa en ruinas. Era una especie de mastín que surgió de la tiniebla gruñendo, babeando y mostrando los colmillos. Aníbal trastabilló de puro terror y dudó del poder de la rama al ver la furia con que intentaba atropellarlo. Sin embargo, a escasos dos metros de distancia, el animal la olfateó y reculó como si le hubieran arrojado ácido en el hocico. Siempre gruñendo, se llevó la carne que el muchacho había sacado de la bolsa.

Él trató de no temblar. Preguntó:

—¿Cómo dejan suelta a semejante fiera?

—Los de acá lo conocen y no vienen —el muchacho giró la cabeza hacia su izquierda, chasqueó la lengua y agregó—: Vamos a tener que entrar por atrás, desde la laguna. Por adelante es imposible.

Cuando empezó a llover movió la boca como si insultara y salió de la vereda para cruzar un alambrado. Aníbal soltó la rama y se le aparejó. El muchacho dijo que esperaba encontrar a Robustiano en el atracadero. Agregó que no lo veía a él con energía para rodear a pie tantos kilómetros de laguna.

Por suerte Robustiano estaba. Era un hombrón de pelo cano y vientre abultado que hacía equilibrio sobre una lancha lagunera con motor fuera de borda. Cuando llegaron a la orilla se toparon con una multitud que esperaba para abordarla. El tal Robustiano fue señalando a los que permitía subir. Llenó la lancha hasta dejar la borda a pocos centímetros del agua. No obstante, al ver al muchacho gritó:

—¡Estigio! ¡Subí vos también con tu amigo!

La lancha se bamboleó al sumar el peso de sus cuerpos. Los pasajeros se mantenían en silencio, con las cabezas bajas, arrebujados en sus abrigos para protegerse del viento. Aníbal observó con pena a la gente que quedaba en la orilla, sobre todo a una mujer que tenía una criatura dormida en brazos. Pero la lluvia y las ráfagas eran tan frías que atontaban la consciencia y sólo a mitad del viaje se dio cuenta de que era la misma mujer que había levantado el micro en la ruta, a metros del accidente.

El desmadre de la laguna hizo imposible atracar cerca de la tierra. Funes, Aníbal y el resto de los viajeros tuvieron que chapotear con el agua encima de las rodillas hasta alcanzar la zona que alguna vez había sido tierra seca. Como algo cáustico en su memoria, Aníbal recordó la adolescencia con su primo, un boliche bailable, un par de gemelas pelirrojas que jugaban a intercambiarse con ellos para saber cuál de los dos besaba mejor, y algunas borracheras, algunas grescas a la salida de un partido de fútbol. También las dificultades para respirar de su primo, por haber fumado durante cuarenta años, la idea inútil de llevarlo a otro país para que lo atendieran; la frase: “solamente queremos que esté tranquilo y sin dolor” y finalmente la noticia que se esperaba, la familia expresando su último adiós.

El vértigo, esa otra bestia, se le echó encima y lo mordió sin que nada lo detuviera. Sintió que la tierra lo tragaba. Sintió barro dentro de la boca.

***

—Arriba, amigo, que ya estamos cerca —escuchó.

Estigio Funes le sostenía la cabeza. Era esa hora incierta en que ya no es noche pero tampoco se declara el amanecer. El hecho de volver del desmayo no hacía que se sintiera mejor. La imagen de unos chicos jugando en un charcal, y un grupo de ancianos caminando alrededor de uno que leía un libro, le resultaron fruto de su vahído. Escuchó que alguien decía: “¿Cuánta vida hay que perder para que sobrevivan los recuerdos?” Buscó la fuente de esa pregunta y no la encontró. Hizo el intento de no llorar, pero los ojos se le inundaron de lágrimas.

Estigio Funes le habló con voz severa:

—Necesito que camine.

Aníbal asintió con más vergüenza que convicción. El muchacho parecía inmune al frío. Él, en cambio, estaba embarrado hasta las orejas. En algún momento había perdido una bota y la ropa empapada le helaba el cuerpo.

—¿Cuál era su enfermedad?

Funes había lanzado la pregunta sin mirarlo.

Aníbal se sobresaltó. Lo hizo pensar en el cáncer de su padre, el de sus hermanas, tan jóvenes; las muertes de varios primos y tíos; su madre y los ataques de isquemias, y el tremendo tumor de pulmón que había padecido su primo Luis. Ellos sí habían estado enfermos. Él sólo había sufrido esos vértigos violentos, difíciles de diagnosticar.

Pausadamente, todavía lejos de una total lucidez, balbuceó:

—¿Yo, enfermo? Yo sólo tenía soledad.

Estigio Funes sonrió y lo ayudó a caminar. En fragmentos, con leves chaparrones, la llanura se iluminaba, y esa luminiscencia de agua y de tormenta daba una sensación de profunda infinitud a la superficie achaparrada en la que de vez en cuando podía distinguirse, como más oscuro que la penumbra, un monte de eucaliptos. Cuando por fin llegaron, Estigio Funes cruzó el alambrado y lo invitó a pasar.

—La Hondonada —dijo. Y después, con una ambigua cortesía, agregó—: Ojalá le guste.

Avanzaron por una entrada de tierra inesperadamente firme. A ambos lados, sobresaliendo del agua, se veían corrales, algunos bretes para el ganado y restos de vieja maquinaria agrícola. El muchacho señaló unas luces al fondo de una pendiente. Dijo que ahí abajo estaba el final del viaje. Siguieron en esa dirección, sin hablar. A Aníbal le llamó la atención un viejo automóvil abandonado cerca de un pastizal. Le pareció que era un Morris como el que había tenido su padre en los años sesenta. Un poco más adelante, parte de unos potreros eran un cementerio de chatarra. Había tractores y tolvas y restos de cosechadoras, pero lo que más abundaba eran automóviles como los que él y su familia habían manejado cincuenta años atrás.

Estigio Funes se detuvo en una bifurcación de veredas.

—Me despido —dijo.

Aníbal lo vio desaparecer en una curva. Luego se encaminó hacia las luces tratando de dominar la angustia. Tuvo un violento deseo de volver atrás en el tiempo, cuando todo era un apetito voraz por la vida, por la vida misma desnuda de pasado, desprovista de las miserias de la madurez y la vejez, y cuando su familia inventaba siempre excusas para reunirse y festejar, para multiplicar los brindis en las mesas más largas y ruidosas que él hubiera conocido. Con chicos incansables corriendo y gritando alrededor, con los hombres jugando al truco en las sobremesas y las mujeres recorriendo algún jardín y hablando y riendo a más no poder, y también con los abuelos, que desde los sitios centrales de las mesas festejaban las ocurrencias de hijos, yernos, sobrinos y nietos.

No le sorprendió que cerca de las luces su primo le fuera al encuentro. Estaba delgado y pálido, como recién salido de su enfermedad, pero mantenía la chispa traviesa en la mirada.

—Primo —le dijo, observándolo de la cabeza a los pies—. Estás hecho un asco.

Él pensó: “¡tantos años!”, pero se reprimió respondiendo:

—Vos parecés una sombra.

Ambos rieron, emocionados, y se dieron un abrazo.

Su primo lo llevó hasta una tranquera. Del otro lado, la llanura sin inundación multiplicaba pastos, montes de árboles, molinos y tanques australianos. Se veía el curso de un arroyo y corrales con ovejas. Entre todo eso, la imagen de una larga mesa iluminada con lámparas de colores. No estaba lejos; pudo distinguir a varios comensales sentados que hablaban, servían vasos, se pasaban bandejas y platos. ¿Eran los que creía? Vio que más personas se acercaban, se saludaban con besos y apretones de manos y ocupaban los lugares vacíos. Reconoció a sus hermanas y vio a su madre con el bastón que usó siempre después de una caída. Buscó con ansiedad la silueta de su padre.

Su primo le puso una mano en el hombro. Abrió la tranquera.

—¿Venís? —susurró.

Aníbal sintió con agitación, con insondable embriaguez, que aquello no era sólo el fin, sino también el principio.

Volvió a mirar la mesa y asintió.