Días perfectos 8 puntos
Perfect Days; Japón/Alemania, 2023.
Dirección: Wim Wenders.
Guion: Wim Wenders y Takuma Takasaki.
Fotografía: Franz Lustig.
Intérpretes: Koji Yakusho, Tokio Emoto, Arisa Nakano, Aoi Yamada, Yumi Aso, Sayuri Ishikawa, Tomokazu Miura.
Duración: 124 minutos.
Estreno: en salas y unas semanas después en la plataforma MUBI.
Es un pequeño milagro, casi –como en el final de Ordet (1955), de Carl Dreyer- una resurrección. El cineasta alemán Wim Wenders –ganador en Cannes de la Palma de Oro por París, Texas (1984), del premio al mejor director por Las alas del deseo (1987) y del Grand Prix du Jury por Tan lejos, tan cerca (1993)- nunca dejó de filmar, pero hacía casi tres décadas que no entregaba una película verdaderamente valiosa, perdido como estaba haciendo documentales institucionales para el fotógrafo Sebastião Salgado o el mismísimo Papa Francisco. Y de pronto, a los 77 años, cuando ya se lo creía perdido para la causa del buen cine, Wenders reapareció en mayo del año pasado en la competencia oficial del Festival de Cannes con una ficción tan sencilla como sensible, sin caer jamás en la infección sentimental. Se trata de Días perfectos, una suerte de carta de amor a Tokio, una road-movie por la capital japonesa en la que el director alemán se reencuentra con algunas de sus mejores raíces.
Admirador incondicional del cine de Yasujiro Ozu, al punto de que le dedicó todo un film (Tokyo-Ga, en 1985), Wenders se puso como excusa volver a rendirle homenaje al maestro japonés en ocasión del 60 aniversario de Una tarde de otoño (1962), su película final. Pero no quedó nada de ese film en Días perfectos, salvo el nombre de su protagonista, Hirayama, y del anacrónico bigotito que luce, idéntico al del legendario actor Chishu Ryu (y al que el propio Wenders lució en la alfombra roja de Cannes). Por lo demás, se trata de una película de Wenders por derecho propio, donde ni siquiera pretende imitar el estilo inimitable de Ozu.
Eso sí, Wenders –con la colaboración de un equipo local- se imbuye de la cultura del “servicio” y del “bien común” tan propia de la tradición japonesa y hace de su protagonista un hombre dedicado casi por completo a su trabajo, que es el de limpiar los baños públicos de Tokio (baños de un rara belleza arquitectónica, que el director filma con un pulcritud equivalente a la de su personaje). Pero sucede que detrás de la estricta rutina cotidiana de Hirayama –levantarse al alba, preparar cuidadosamente su equipo de limpieza, subirse a la combi con la que recorrerá la ciudad- hay un misterio que el film decide sabiamente mantener como tal, sugiriendo historias posibles para el pasado de ese hombre del que apenas si se sabrá algo más que su pasión por la lectura, su gusto por el rock de los años ’60 y ’70 (The Animals, Lou Reed, Van Morrison), que escucha solamente en cassettes cuando está al volante, y su indómita, irredenta soledad.
Pasa casi una hora de película hasta que se escucha finalmente la voz de Hirayama (Koji Yakusho, premio al mejor actor en Cannes por esta película), tal es el feliz, sereno aislamiento en el que vive. En Días perfectos casi no hay conflictos, ni mucho menos revelaciones estentóreas, sino el día a día –contado con una austera precisión- de un hombre ciento por ciento analógico, que saca fotos en 35mm de la luz que atraviesa las hojas de los árboles y que cada tanto disfruta de ir a comer solo en compañía de otros desconocidos como él, que pueblan una barra de un bullicioso bar de estación, donde comparten un partido de béisbol por TV. Habrá algún que otro personaje que se cruza fugazmente en su camino, pero el centro de Días perfectos es siempre Hirayama y la extraña armonía y paz interior que ha sabido encontrar en medio de una gran ciudad.