Mañana a las 18, en el marco de Pepsi, la exposición individual de Claudia del Río en la galería de arte Diego Obligado (Güemes 2255) se presenta en Rosario su libro Ikebana política, publicado este año por la editorial rosarina Iván Rosado (que en 2012 le publicó un libro de poemas: Litoral y Cocacola). Acompañarán a la autora el artista plástico Marcelo Pombo y la editora Ana Wandzik. "Cuando hablamos por primera vez con Claudia para hacerle un libro, íbamos a editarle los diarios, que es un grupo multicolor de cuadernos apuntados en distintos años", recuerda Wandzik (en plural, abarcando a Maxi Masuelli).
De aquella primera reunión surgió el poemario, e Ikebana política presenta al fin una selección en 257 páginas de sus 43 cuadernos (que a mediados de año pudieron verse en vitrinas y oírse en parte en video como parte de la muestra Ejercicios, en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario). La autora comparte aquí un tesoro de ideas inspiradas, nociones de pedagogía del arte, borradores de poemas y ensayos, diálogos con contemporáneos, claves sobre su producción: "El dibujo es para creyentes"; "Lo que está vivo produce pregunta". Si bien los cuadernos empiezan en la niñez y abarcan la adolescencia, la selección incluida en el libro comienza en 2005 y concluye en 2015.
Artista moderna de tiempo completo, practicante de arte correo y de acciones artísticas desde los '80, Claudia del Río (Rosario, 1957) enseña desde muy joven en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Como le dijo en una entrevista ("La artesanía de la idea") a Irina Garbatzky, autora del prólogo del libro, Claudia del Río considera parte de su trabajo como artista tanto a la docencia como a la escritura y la gestión cultural. Entre otras actividades, ha impulsado el capítulo local del innovador Club del Dibujo, donde el dibujo como práctica autónoma es compartido con otros. En 2013, fue curadora con Ana Wandzik y Maxi Masuelli de una muestra de dibujos de escritores en el Museo Castagnino. Dibuja siempre; lee literatura contemporánea y diarios de artistas. Su obra es la punta de un iceberg cálido, de un rizoma, de un silencioso procesador casi biológico que se nutre de (y reivindica) un sustrato marginal en los bordes e influye sobre el arte contemporáneo. En ese rol invisible como catalizador de influencias, y también en su plástica o en sus diarios, hay una vitalidad impredecible, contagiosa, arquitectónica, vegetal; un pensamiento en acto donde se conjugan la levedad y la potencia.
Los dibujos en aceite y lápiz que expone en Diego Obligado (junto con un collage, dibujos de la serie Niño maíz, pinturas abstractas sobre ladrillo, una instalación de objetos y una pieza escultórica en bronce realizada en colaboración con Carlos Herrera) surgieron de una residencia de artista en Mojácar, en el sur de España. "Es zona de olivares; a todo le ponían aceite de oliva", recuerda. Con aceite de lino (que se usa en pintura al óleo sobre lienzo) hizo unas manchas sobre papel. Eran traslúcidas al principio, pero luego se fueron poniendo de un color dorado y expandiendo, "como una aureola", cuenta con asombro en un susurro a la vez agudo, suave y brusco (ah, también canta). En meses, las manchas se estabilizaron y ya las tenía consigo de regreso cuando las intervino con grafito. "En otro momento de la vida, escucho el canto del zorzal. Cada día despertar con ellos, su canto refinado insistente como mantra, dibuja 8. Esos 8 en continuo, o sea el canto, cayeron sobre las manchas de aceite", escribió en su blog (https://clubdeldibujo.wordpress.com).
Un tiempo fuera del tiempo (natural, rural, de otra época) es lo que parece haber sido necesario habitar para dibujar esa escritura sin alfabeto, esa repetición de diminutos arabescos que por acumulación tejen renglón a renglón algo así como retratos. El arte del dibujo en Claudia del Río es un arte de desaprender lo aprendido, renunciar al virtuosismo, tomar como modelo el arte de los inocentes, ir más allá del arte a condición de servirse de él. Sus figuras en aceite y grafito semejan una versión a mano de aquella olvidada práctica amateur de dibujar con la máquina de escribir. Las dos series de dibujos parecen evocar apariciones. Fueron montados en las paredes sobre telas encontradas para confección de ropa o tapicería, cuyo estampado resuena visualmente en los ritmos geométricos modernistas del piso de la sala. La idea era ambientar un cierto espacio ritual. Sobre la serie Niño maíz, escribe en una entrada publicada en Ikebana política: "Hube de comer muchos choclos, de mirar muchas tejas y de oler muchas escamas de pescado, antes de dibujar los maíces". Insisten en la muestra y en la tapa del libro unos círculos negros, inefables.