Rumbo al almacén en una canoa. Arroyo angosto. Poca agua. Casi un hilito. El Paraná, el cambio climático, el deshielo, el Niño y bla. Vamos tan abajo que casi no se ve el frente de las casas. A lo lejos un biguá despliega sus alas con una mojarrita en el pico. Van tres días de nuestra estadía en la isla. La autopista, los semáforos y el cemento parecen recuerdos de otro planeta. Mi compañera detiene su remada cada dos minutos. Adora el paisaje. Y el silencio. Me acomodo como puedo. El alma femenina sabe más de estas cosas. Tengo cuatro camalotes que me miran. Poco importa el tiempo. Sonidos de motores lejanos. Pasamos delante de una escuela. El paisaje está coronado por las casuarinas que plantó Sarmiento en todo el delta, igual que las escuelas que construyó a lo largo y ancho del país. (A diferencia del querido Alberdi, hoy tan promocionado, quien decía que bastaba la inmigración para educar al pueblo, en fin...). Por momentos este páramo natural parece guarecer la historia mejor que el vértigo de la ciudad. Enfrente hay una iglesia. Los domingos suelen pasear por los muelles predicando salvar el alma. A mí me preocupa el agua. Llegamos. La señora del almacén anota con un lápiz. Se cortó la luz. Hace la suma a mano. En un papelito. ¿En qué época estaré viviendo? Tomar distancia de la tontería para entender la política. Y los precios. Y la historia. Las privatizaciones y la memoria. De vuelta. Corriente en contra. Desde atrás intento timonear como puedo. Queremos volver.
En el cruce con el Rama Negra nos quedamos para respirar la sombra. Son los jazmines de la isla Noel. La canoa se me hace cuerpo. ¿Venir a vivir acá? Siempre está ese arroyo de futuro. Ahora con internet y esas cosas se haría más fácil. Pero: Edenor. El servicio es malo y las condiciones de trabajo de los operarios peores. Un electrocutado y un mutilado son el saldo del reciente temporal. Sí, sí, ese mismo que derribó árboles aquí y allá.
Llegamos a casa. Subo la canoa. Doce del mediodía. Me quedo en el muelle. El barro llega hasta la mitad del arroyo. De pibe nos embardunábamos hasta quedar marrones. La historia. A veces me meto para cortar los juncos. Es como entrar en una película con el Boga, protagonista de Sudeste. En ese libro Haroldo Conti habla de un criadero de nutrias en el Gelvez, nuestro arroyo. Y de la pobreza. Ya estoy en el barro. El pie izquierdo se hunde sin remedio y veo que estoy por caer de panza. Logro aferrarme de un junco y zafo de la maldita succión. Barro tal vez cantaba Spinetta. Sí, claro. Y mucho más. Esta es mi corteza donde el hacha golpeará para callar. Empezó a crecer. El arroyito. Las ramitas, la espuma de las lanchas y alguna basurita muestran que cambió la corriente. Sentado en un montículo firme el agua comienza a acariciarme los pies. El año pasado (no, el otro) apareció una yarará en la isla Victoria, no muy lejos de este barro, tal vez. Ya van las trece horas pero no tengo hambre. Hoy quiero vivir sin darme cuenta, como dice Mafalda. El milagro del agua continúa y ya alcanzó dos escalones de la escalera. Cuando los recuerdos pasan y no se quedan estoy por fin sentado (sentido) en la silla que es ahora. “Soy de la orilla brava del agua turbia y la correntada/Que baja hermosa por su barrosa profundidad”, dice la canción de Fandermole. Una vez se la escuché a Silvia Pérez Cruz y ya no puedo canturrearla sin llorar. Esa frase. “Cristo de las redes, no nos abandones”, dicha así, con ese tono y melodía me puede. Te llega. Hasta. Ahí. Como si por un instante. Sí, como si se corriera el velo. Y uno pudiera inclinarse ante algo majestuoso. Ese don de ser infinitamente pequeño. Como de barro. ¿Será la castración de la que hablan los psicoanalistas?
Cambió el viento. Se viene la creciente. Rápido a cargar el celu antes de que se corte la electricidad. Mientras acaricio lo que queda de los juncos, recuerdo que el Boga vivía de su recolección. Y que en la novela de Haroldo el verdadero protagonista era el paisaje. Es una tentación hablar de que la vida pasa como el agua del arroyo, y que uno no es más que esa ramita arrastrada por la corriente y que solo hay que dejarse llevar mientras dura el viaje y que la naturaleza y el alma y bla. Pero. Me gusta más el barro, último refugio del agua. Y de la política. En la media tarde el sol acaricia una casuarina. Y yo no salvé mi alma. La yarará, tal vez.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.