Hugo Lomas (Madrid, 1980) responde por Sfhir, su nombre de guerra en el circuito del arte urbano. La violonchelista, pintado en un edificio de nueve plantas de Fene (A Coruña), ha sido elegido como el mejor mural del mundo en el concurso convocado por la plataforma Street Art Cities.
La votación, abierta a todos los usuarios de Instagram, valoró la técnica de la anamorfosis, es decir, la ilusión óptica que permite ver una imagen completa desde una perspectiva concreta. El artista pintó a una intérprete de violonchelo y jugó con las ventanas de las escaleras del inmueble, de modo que la luz que se filtra por los vidrios ilumina los trastes del mástil del instrumento.
Usted comenzó a pintar por un castigo.
Todo lo contrario, fue una gran oportunidad. Me pillaron haciendo una pintada y el director del colegio me quería expulsar tres días. Entonces, el profesor de fotografía le dijo que era mejor que repitiera el grafiti, pero bien hecho. Y así empezó todo.
¿Los grafiteros pasaron de ser malditos a benditos?
Queda mucho por trabajar. Hay gente que hace el vándalo y otra que no. Es un colectivo muy heterogéneo.
Su primer nombre artístico fue Evil, o sea, Demonio. ¿Ahora lo ven como un ángel?
Claro. La gente se enfada si le pintan su propiedad, lo que es lógico. Sin embargo, tampoco hay una alternativa en el espacio público. Si un chaval quiere jugar al fútbol, dispone de un campo. De la misma manera, los ayuntamientos deberían ceder paredes para fomentar la inquietud de quienes desean pintar y desarrollar su creatividad. La labor de las escuelas y de los gobiernos municipales también pasa por conducir a los chicos por el buen camino, de modo que desarrollen esa inquietud de modo positivo y no vandálico, porque el grafiti embellece los lugares.
Y la estética de algunas estructuras urbanas es discutible…
No creo que haya que pintarlo todo, pero ahora las ciudades son impersonales e iguales. Vayas adonde vayas, la arquitectura es parecida, hay mucho hormigón y está repleta de publicidad y de cadenas. Ante esa alienación, la creatividad del grafiti provoca un efecto subversivo. Es más inspirador y enriquecedor que los niños vean color en las calles y no todo gris.
Trabajó como programador hasta que apostó por vivir del arte urbano.
Primero trabajé en una multinacional, luego en una pequeña compañía y después monté mi propia empresa de informática, aunque a los veintipico años lo dejé todo por pintar. La profesión no existía como tal, pero me tiré a la piscina. Estaba recibiendo tantos encargos que terminaba rechazándolos al no tener tiempo ni para dormir.
Se imaginaba que acabaría vendiendo sus pinturas en la galería Durán.
Lógicamente, no. Mi generación creó de alguna manera esta profesión y, para mí, vivir del arte urbano ha sido un triunfo.
Comenzó en el muralismo con el grupo La Coma 7 en 1998, aunque ya pintaba desde 1995.
En esa época hacía muchas guarrerías porque era un niño. Mi criterio era no joder a la gente. Sin embargo, a veces traspasaba esa delgada línea y me ponían alguna multa. Con los años, te vas dando cuenta de lo que está bien y de lo que está mal. Una vez, cuando pintaba un puente en el campo, apareció la Guardia Civil y un agente me dijo: "Joder, qué guapo es lo que estáis haciendo. Vamos a hacer una cosa: nosotros nos vamos, vosotros paráis de pintar y dentro de quince minutos volvéis y lo acabáis, porque es una pena que lo dejéis a medias". Las leyes están hechas para los casos generales, pero esta anécdota refleja que debe primar el sentido común.
¿Cree que los murales contribuyen a democratizar o popularizar el arte?
Por supuesto. Pintar en la calle supone una responsabilidad, porque estás lanzando mensajes, por eso me gusta reflexionar antes sobre ellos. Siempre trato de reivindicar algo que sea constructivo para la sociedad o, simplemente, de embellecer la ciudad y de alegrar el tránsito a la gente. Es algo inspirador: una sociedad creativa es más capaz de resolver los problemas; una sociedad encasillada y cuadriculada, ante un dilema no estipulado, colapsa. El espíritu artístico es muy importante. Sin él, seguiríamos en la edad del fuego.
¿El mural debe llevar implícito un mensaje?
Hay lugares para todo. Yo no soy quién para decir qué está bien o mal, porque precisamente me quejo de la censura que se está ejerciendo ahora desde lo público. A mí me han cancelado un trabajo en Ottawa porque iba a pintar una serpiente y argumentaron que el mural podría resultar agresivo. ¿Y si pintase una mariposa? Todo bien, hasta que llegue el momento en el que haya gente a la que no le gusten las mariposas. Ahora las grandes ciudades no se mojan con nada y se pintan obras reducidas a colores, abstractos, geometrías... Todo tiene cabida, pero no se puede caer en un contenido blanco para contentar a todo el mundo. Es un gran error, porque el arte debe incomodar y la censura, además de matarlo, transforma el arte en publicidad.
¿Qué debe contener un mural para que impacte?
Es muy difícil dar con la clave y cada pared supone un reto. En el caso de La violonchelista, el mural de Fene, recurrí a una mujer tocando un instrumento, una imagen arquetípica que funciona, porque a casi todo el mundo le gusta la música. Aprovechar la arquitectura del edificio fue muy importante, porque integramos el patio de luces en el diseño y resultó un juego mágico. Ese fue el gran acierto del mural, porque actualmente hay miles de artistas que, técnicamente, son muy buenos.
En algunas de sus obras recurre a la máscara.
Es una referencia metafórica al universo interior de cada uno, porque todos nos confeccionamos una máscara ante la sociedad. Por eso, algunos de mis personajes se quitan la cara y, dentro, está el universo y las estrellas.
También pinta con luz, un ejemplo de arte efímero. ¿El grafiti y el mural están condenados a ser pasajeros?
La gran mayoría lo será, pero se están dando pasos para restaurar las paredes, como el grafiti de Muelle en la calle Montera de Madrid. Quizás pase lo mismo en el futuro cuando otros sean considerados míticos. Para ello, la gente debe ponerlos en valor y reclamar su conservación. Solo así el Ayuntamiento se tomará en serio las restauraciones.
¿Cuáles son sus referentes? ¿De quién ha aprendido?
Me han influenciado todas las disciplinas, no solo el arte urbano y los artistas históricos. Yo soy el producto de consumir cultura. Mis patrones estéticos le deben mucho a las películas de David Lynch, a las fotografías de Man Ray o a los cuadros de El Bosco, sobre todo a El jardín de las delicias, por citar tres ejemplos.
Ahora todo pueblo o ciudad quiere sus murales. ¿Cuál es la localidad que más le ha sorprendido?
Es una buena señal, porque logran ser espacios más alegres. El lugar que más me ha sorprendido es Berlín, porque allí no se borran y puedes ver algunos de hace veinte o treinta años, pura arqueología del grafiti. En Madrid, en cambio, los borran cada día.
¿Qué reto no ha logrado cumplir y cuál es su sueño pendiente?
Con más o menos esfuerzo, he logrado materializar todas las locuras que se me han pasado por la cabeza.
En Guatemala llegó a pintar un mural en un edificio de siete plantas sin andamio ni grúa, colgado de una cuerda. ¿Ha temido en alguna ocasión por su vida?
Sí. Cuando llegamos al edificio, estaba todo lleno de cables y la grúa no podía adentrarse en aquella selva. Entonces me ofrecieron un muro a pie de calle, pero me pareció ridículo pintar en ese espacio durante quince días tras haber cruzado medio mundo. Como no me motivaba la alternativa, decidí jugármela, a pesar de que las condiciones de trabajo eran precarias.
¿Echa de menos pintar sin permiso?
En ocasiones lo hago, aunque cada vez tengo menos tiempo. A mí me gusta pintar, con permiso o sin él. Simplemente, mi carrera ha seguido una evolución natural.