El otro día encontré por casualidad una película que me habían recomendado hace bastante, Llámame por tu nombre. Una historia de amor gay entre un adolescente músico y un joven colega de su padre. Transcurre en un ambiente rural italiano de bienpensantes. Y más que trama, lo que hay es un abanico emocional y erótico por el que pasan los personajes, que viven una epifanía amorosa. Las epifanías son momentos, segmentos, conmociones íntimas, llamas destinadas por su propia intensidad a extinguirse. Pero a veces, como decía Berger, son los puntos culminantes de una vida, o de millones.
Mi pretensión no es hacer una crítica cinematográfica, aviso. Me quedé pensando en el título, Llámame por tu nombre también en versión original. Expresa ese momento de fusión, uno de los capítulos de los que habla Barthes en sus Fragmentos del discurso amoroso.
Pero todo lo que acabo de contar desde que empecé a escribir pertenece al mundo en el que nacimos y crecimos, y que ya no es éste. Nos sentimos extraños. Estamos fuera de la zona de inclusión, o en sus bordes, y no nos excluyen solo de un sistema económico y social, sino también del lado de la vida donde no siempre pero a veces ocurre lo maravilloso.
Ese mundo que conocemos ahora coexiste con otro mundo, o con otra realidad en la que viven otros, que ya han perdido la dimensión de Llámame por tu nombre, la de la fusión, la conexión, la búsqueda de conexión profunda. En esa realidad paralela comenzó a funcionar una operación simbólica global pero adaptada a cada país, que podría llamarse Te llamo por mi nombre. No solo porque es una realidad intrínsecamente narcisista e individualista, sino porque germinó políticamente en fuerzas políticas como el macrimileísmo, en la que se describe al enemigo tomándose a sí mismo como modelo.
Los grandes evasores, las grandes aspiradoras de riqueza, los dueños del mango de la sartén han decidido que no quieren más intermediarios --“la casta política”-- y que ya están listos para gobernar ellos. El discurso de Milei en Davos diciéndoles “héroes” a los ceos globales no es más que la trama de La rebelión de Atlas, de Rand. Empresarios que se rebelan contra el Estado para no pagar más impuestos. Unos héroes tremendos.
Nada de lo que está pasando hoy en muchos países hubiera sido posible sin la gran operación Te llamo por mi nombre: es el cliché repetido hasta el infinito y fundante de la antipolítica. Los políticos son los chorros. El Estado es el pedófilo que entra al jardín de infantes. Todo el mal del país es responsabilidad de la política, que se robó todo porque todos son coimeros y todos son ricos. Ni una palabra sobre los grandes saqueadores de la renta popular, los grandes corruptores y los grandes beneficiarios de los gobiernos de los outsiders.
La caída de la ley Milei parirá un Milei más cruel y salvaje que el que conocemos. Lo de Moisés y el retuiteo de esa instigación a la violencia que firmó Nik ya pasan a otro nivel. Fascismo explícito y cortesanos violentos que lo celebran. Espiral.
Es cierto que todo cambió de repente, ¿querían un cambio? ¿Querían ese latiguillo que no significa nada si nadie te lo explica? Porque cambiar, cambió mucho todo, en muy poco tiempo. El aire público se ha enrarecido en un clima de cierta demencia en el que nadie termina de entender del todo lo que dice ni él ni el otro, y el aire se ha viciado de olor a angustia, de olor a miedo al mañana, de desesperanza que, sobre la que ya había, puede dar por resultado cualquier cosa. Falta comida, faltan remedios, falta techo, falta alquiler, falta poder dormir tranquilos. Falta decencia, falta comprensión, falta justicia. Falta Estado, que no es un pedófilo sino un ordenador. ¿Vamos entendiendo por qué no se debe permitir como desearía el presidente la venta de órganos? ¿Cuántos desesperados, ya, estarían con la idea en la cabeza? Límites subhumanos como ése vienen adheridos al cambio siniestro que tiene Milei en la cabeza.
¿Y qué ha pasado con nuestras propias cabezas, que se sienten incapaces de descifrar lo que está pasando y es tan horrible, tan insoportable?
El 24 de enero, mientras en Buenos Aires tenía lugar el paro de las centrales de trabajadores, Adolfo Sturzenegger daba una charla en la Escuela Herbert de Negocios, en Miami. El conferencista comenzó contando una anécdota (tip para empezar una conferencia, según el propio conferencista en otra conferencia): la que le atribuye a un mozo de la Casa Rosada la frase “Acá los presidentes cambiaban todo el tiempo, pero los que venían a cenar eran siempre los mismos”.
Todos recordamos a Magnetto diciendo “Presidente, puesto menor”. Pues bien, esa dinámica del establishment mandando a través de presidentes democráticos o de facto es lo que en esta era de megacorporaciones y buitres a la pesca de todos los negocios lícitos e ilícitos representa Milei.
Pero el vocabulario con el que Sturzenegger se expresa, operando semiológicamente al auditorio, da cuenta de gran parte de la percepción psicótica que tenemos de este tiempo es el uso contradictorio y dañino del lenguaje. Sturzenegger le llama “la casta” o “el establishment” a los sindicalistas y a los dirigentes políticos. También a un sector de empresarios contratistas del Estado y el nuevo actor del “establishment” que según él son las organizaciones sociales.
Hace quince años que los chorros más grandes de este país vienen dirigiendo el pensamiento de masas para que la palabra chorro encaje con una identidad política nacional y popular. La realidad dura es muy clara. Las únicas veces que hubo déficit cero en este país, como recordó Máximo Kirchner en el debate, fue con gobiernos nacionales y populares.
No es solo que ganó un gobierno que no nos gusta, sino que entramos contra nuestra voluntad en un mundo en el que ya no es posible la alegría. Nadie de LLA, nunca, expresa alegría. Milei tampoco. Expresa manía. Debe ser una enorme presión interna sentirse un elegido. Sobre todo cuando todo a tu alrededor empieza a indicarte que no lo sos.