Todo tan cortazariano en definitiva, tan eterno retorno (¡como si esto último no lo estuviéramos experimentando en la Argentina, y de la peor manera!).

En este caso se trata de otra historia, historia de espejos enfrentados, de remisiones en el tiempo. Imposible evitarlo aunque quisiéramos al intentar asomarnos al universo Cortazar y rescatar algún elemento para recordarlo a cuarenta años de su partida.

Lo rescatado resultaron ser un par de cartas, escritas con casi veinte años de diferencia entre una y otra, no para ser enviadas al destinatario sino para su publicación, razón por la cual permanecen en mis manos. Y en 2014 me di el lujo de reproducirlas en mi libro Cortázar/Fuentes. Entrecruzamientos.

Al releer la primera de las cartas me corrió un escalofrío por la espalda. Escrita en abril 1983 para un número especial de la Review of Contemporary Fiction dedicado en aquel entonces al maestro, hoy adquiría una inquietante contemporaneidad. Y si en este 24/1 en lugar de la Plaza fuimos al Congreso, bueno, esos son los desplazamientos en el espacio cuando el tiempo parece revertirse.

                                                                        ***

Abril 1983

Querido Julio,

¡Lo tenía todo tan bien planeado! En algún momento lograría escaparme del Buenos Aires actual, donde no vivís más (yo tampoco, sólo estoy de paso), y al viajar en el subte de Avenida de Mayo o al perderme en la Galería Güemes, o quizá simplemente dejándome llevar por algunas claves (un buzón que sigue siendo rojo y no amarillo, un piropo de los de antes susurrado en una esquina, un viejo café con espejos oscuros) pasaría sin darme cuenta al otro lado y allí estarías vos. Sin duda estarías vos, sentado en la mesita del fondo del café, entre el humo de los cigarrillos, o avanzando hacia mí por alguna calle arbolada, enfrascado en una charla con cierto personaje bajito y de bigotes manubrio. Los bigotes manubrio nos llevarían por insospechadas curvas, y vos caminarías algo encorvado para escucharlo mejor, aplaudiendo con tu risa, adelantándote, muchas veces precediendo y provocándolo.

Encuentro con Julio Cortázar y Alfred Jarry en el otro Buenos Aires, se llamaría este encuentro y yo, invisible para ustedes, iría trotando detrás con el alborozo de quien pasa a otra página. Un trote despreocupado, el mío. En abril de 1983 no lo pude lograr; en Buenos Aires, donde el paso se me volvió tan denso.

The cruelest, me habrías dicho vos al descuido, y yo habría entendido de inmediato que no hacías referencia al mes, citando a Eliot, ni siquiera a la ciudad tan aparentemente diáfana, sino a quienes le han puesto la bota encima. The cruelest, logré entreoírte a cada uno de mis pasos que retumbaban por los adoquines nocturnos del barrio de Belgrano.

Era ésa y otra noche anterior de Belgrano, y yo saliendo de cierta embajada después de haber escuchado las historias de los allí asilados, escribiéndote mentalmente una carta que nunca te mandé y las sombras se me vuelven ominosas, y aquél patrullero que entreví en una esquina, o el Ford Falcon, me están siguiendo quizá, voy de contramano para reconocer autos, algún hombre agazapado en algún zaguán, son las cuatro de la mañana, voy caminando sola, tengo miedo y te escribo mentalmente mientras voy recorriendo los secretos pasadizos hacia otras realidades simultáneas porque vos nos entreabriste esa puerta, Julio Cortázar, cronopio centrífugo.

Por eso esta carta por fin te la escribo ahora aunque tanta solemnidad no venga a cuento en un día gris de New York que se parece a uno de los tantos días grises de tu amado París. Con una niebla especial para hacer visible lo invisible como dice el Tao, o viceversa como diría el zurcidor James Chang de la 72 y Lexington, el que me recomendaron ayer mismo para obliterar en mi pullover blanco un agujero indiscreto.

El agujero de tu ausencia en Buenos Aires, en abril de este año 1983, no quiero que desaparezca en manos de un artista del zurcido invisible. No. Quiero hacerle un bordado en derredor y señalarlo, volverlo agujero negro para pasar al otro lado de Buenos Aires donde, digamos, me los encontraría a Jarry y a vos tomado unos mates en el viejo patio del viejo amigo Juan Esteban Fassio, ese patio como tantos otros que recordarás, con sus helechos serrucho y hasta quizá la madreselva en flor, charlando los tres en paz mientras observan las llamas porque Fassio, naturalmente, habría apretado el botón F2 de su Rayuel-o-matic, el botón que no aparece en los planos, y el aparato habría dejado de presentar capítulos de tu novela en distintos órdenes para entrar en una autocombustión que todos apreciamos por tratarse de un homenaje crepitante y digno.

Llueve. A este fuego no lo apaga el agua ni nada de lo que se le parezca.

Allí están las alegrías.

También un encuentro podríamos tener (haber tenido) con el otro gran cronopio patafísico, muy nacional, muy nuestro, Álvaro o Albano (según los humores) Rodríguez, y Beba su mujer que hizo el cuadro de los 50 zapatos encontrados en la calle. Cuadro de antes, no de ahora cuando los zapatos encontrados en la calle ya no hablan de pies libres sino de abominables horrores que queremos olvidar por un momento y no podemos.

Y llueve. Llueve en New York y probablemente en París, no en Buenos Aires, en este abril 1983. Allí todo parece radiante y es un telón de fondo, otra mentira. Con decirte que hasta los palos borrachos, esos árboles, tienen la impudicia de estallar en floración rosada. Algo conmovedor y deslumbrante si no fuera que a lo largo de avenidas salpicadas de su rosa shocking pasamos por Palermo, rosa, llegamos a la Plaza San Martín, impresionantemente rosa y bella, no nos detenemos en la Recova, seguimos, Plaza Roma, más salpicaduras aisladas y de golpe el otro rosado agorero de la Casa. Con toda su carga a cuestas.

Diversos tonos de un mismo color que puede hablar de sangre. Los árboles, la Casa de Gobierno, las calles de atildada apariencia. Y Cortázar no aparece en esa ciudad que él -vos- supo/ supiste reconocer mejor que nadie porque lograste dar la vuelta a la esquina del misterio y atisbar, en diversas iluminaciones, esa vereda de enfrente que reclamó el Maestro.

Paso que quisiera dar yo, iluminación que busco al entrar, pongamos por caso, en el gran café o confitería de Corrientes y Montevideo, elegido porque es el mejor que marca la paradoja. Y allí están tantos de ellos, los amigos y amigas poetas, pintores, como si nunca hubiesen sido perseguidos, como si citarse allí no fuera un estar sentados sobre la santabárbara de un buque, como si nunca las razzias y nunca el horror imposible de asimilar o comprender entre un balón y otro. Están porque el café se llama La Paz y éste es su deseo.

Con el sólo deseo no se alcanza la vereda de enfrente.

Todos buscamos, por lo tanto. Vos años atrás lo buscaste a Marcel Duchamps por las calles porteñas, yo en abril te busqué de otra manera y supe que no era precisamente jugando al ajedrez que iba a encontrarte.

Hay que tomar medidas, me dije entonces, y entré a una mercería y pedí un metro -¡bien medido!- de cordón, colorado en honor a La Maga, y lo elevé a un metro exacto del suelo en una esquina cualquiera de San Telmo y lo dejé caer. Ahí quedó con sus curvas caprichosas. La receta de Duchamps la cumplí a medias: un metro de azar, sí, pero no en conserva, no lo recogí después con un cartón engomado. Atendí la tácita receta de Cortázar: un metro de azar librado al azar y abierto a todas las modificaciones.

Y con la conciencia del anti-deber cumplido me metí en un boliche para tomar un vino. Una vieja casona transformada -anteayer- en antiguo café. ¿Lo sabías? Hay muchas, ahora: cafés, restaurantes, bares, todos sugestivos y extrañamente inquietantes. Las casas han sido tomadas. Fantasmas extraños las habitan y son los fantasmas de la simulación, de la crisis disfrazada de fiesta.

El país todo es casa tomada. Y no precisamente para ir a comer como se va a comer a estas casas, sino para comerte mejor, Caperucita. Poco a poco, sin que quisiéramos darnos cuenta, fueron avanzando las voces de mando, las patadas.

Queda un corredor estrecho por el que deambulamos y hay luces rojizas, amarillentas, sordas, acogedoras, vagas, esas que siempre fueron las luces de Buenos Aires. Porque es de noche y aquí no ha pasado nada, hoy ciertos ecos siguen resonado desde antes. Ecos de indiferencia. Y vos no aparecés. Con o sin Jarry, sin Macedonio. Mientras queden quienes traten de justificar/justificarse.

Pero hay muchos otros y ya se oyen tantas voces. Tanta bronca por tantos años de horror vivido. Tanto dolor pero ya no impotencia.

Y van pasando los días. Los palos borrachos van perdiendo algo de su insolente rosada lozanía, los cielos de abril en Buenos Aires siguen igual de azules, ajenos a las ollas populares a un pasito nomás, detrás de los engaños, vaya una a saber a través de qué puertas andará bailando Celina ahora. La brecha no se abre.

En el abril porteño no llueve pero cuánto llueve, cuántas lágrimas. Metiéndome en capas superpuestas de poesía lloro como llora en los versos de Homero (Manzi) el ciego inconsolable del verso de Carriego, que fuma y fuma, sentado en el umbral.

En el reflejo de una lágrima quisiera -hubiera querido- percibir el destello que me haría comprender algo, al menos toparme con Calac o con Polanco y tener que aguantarles alguna de sus inaguantables parábolas puestas en acción, esclarecedoras. O encontrar los tablones tendidos entre dos sueños por Talita, Traveler y Oliveira. Un puente. La célebre puerta que vos sabés abrir tan bien para ir a jugar o mejor aún para incitarnos al juego de una lectura distinta.

¿Dónde? ¿Cuándo?

En el lugar debido, en el momento exacto. Que fue Plaza de Mayo, el viernes 15 de abril. Una manifestación multitudinaria, y los estribillos coreados hasta adquirir una verdad y una fuerza insospechadas: “Abajo los cobardes, la Plaza es de las Madres”, o bien “Resulta, resulta indispensable, aparición con vida y castigo a los culpables”.

Y la noche va cayendo una vez más entre amarillentas luces y una vez más yo lloro, de emoción ahora; con lágrimas que empiezan a aclararse me voy sumergiendo en la muchedumbre, entre carteles de apoyo a las Madres de la Plaza de Mayo, entre las mismas Madres, las llamadas locas con sus pañuelos blancos y su determinación de no darse por vencidas. Y de golpe allá arriba y sobre los árboles me aparece una sonrisa tenue como la del Gato de Cheshire pero no es gato, ni siquiera Teodoro W. en sus buenos tiempos. Es sonrisa de sabiduría que se va haciendo profunda, entendedora, flotando sobre la pirámide de Mayo, ese símbolo que algunos quisieron borrar con zurcido invisible. Todo bien visible, ahora, los pañuelos blancos con los nombres de los hijos desaparecidos bordados en negro o en azul y la sonrisa ampliándose, abriéndose como no se abre puerta o ventana alguna de la Casa de Gobierno para recibir o reconocer los cientos de miles de firmas que las Madres han llevado hasta allí en changuitos de la feria.

Todos saben, y también yo sé, gracias a la sonrisa, que son otras las puertas que se deben abrir. Y era tuya, Julio Cortázar, la sonrisa que entreví en la Plaza, y ojalá hubieras estado allí aquella noche para sonreír como sonreías mientras proferíamos al unísono el último verso del himno nacional con los puños en alto frente a la casa rosada, como una imprecación.

Por eso mismo ahora te pido disculpas, Julio, por haber querido encontrarte del otro lado del espejo, en un Buenos Aires otro sin horror y sin desaparecidos, hecho de añoranzas. Debería de haber sabido que sólo se te puede encontrar en el filo de la brecha, en el momento fugaz de una verdad, en el ángulo de intersección de este mundo con su complementario, en el instante preciso de la transgresión que genera múltiples respuestas, en la noche cuando la Plaza tiembla con las voces que al unísono corean “Se va acabar, se va a acabar/ esta costumbre de matar”. Cuando la Casa Rosada parece oscurecer de pronto, sonrojándose.

Y te puedo asegurar, Julio, me creas o no me creas, que en verdad allí estabas.

***


Esta muy antigua carta abierta, es decir pública, visceral si se quiere y al mismo tiempo impersonal, fue escrita como una botella tirada al mar; pero no tanto porque tarde o temprano llegaría junto con los numerosos y sesudos ensayos a manos de quien era el centro de atención. The Julio Cortázar Number, reza la tapa de la importante revista-libro literaria en la que fue publicada.

Meses después me llegó una respuesta que ahora, al releerla, revivo el recuerdo inolvidable de fines de noviembre de ese mismo año. Julio Cortázar, de paso por Manhattan, me llamó sorpresivamente para invitarme a que lo acompañara en la última tarde antes de regresar a París. Fueron horas de charla personal: sus viajes, su salud frágil, su necesidad ardiente de escribir una novela. Pero antes tenia que cumplir mil compromisos políticos: Cuba, Nicaragua, Buenos Aires. Estaba seguro, eso sí, de que su nueva novela yacía en alguna parte inasible e ignota, esperando que él se dispusiera por fin a escribirla. Esa seguridad se la transmitía un sueño recurrente en el cual el editor le entregaba el libro ya impreso, y al hojearlo él entendía que por fin había logrado decir lo que siempre había buscado, (“Queda una ansiedad, un temblor, una vaga nostalgia. Algo estaba ahí, quizá tan cerca. Y ya no hay más que una rosa en su vaso, en este lado donde a rose is a rose is a rose y nada más”, leemos en Último round), y no se sorprendía en absoluto de que el libro no estuviera compuesto por palabras sino por figuras geométricas.

Tratándose de Julio Cortázar los nudos siempre se atan para crear redes. Rizomas de sentido. Y el principio de la carta que recibí en demorada respuesta a mi “carta abierta” ya empezaba a plantearse el escenario final.

Paris, 30 de julio 1983

Mi querida Luisa,

Aquí está conmigo tu Abril en Buenos Aires, que encuentro al regresar una vez más de Nicaragua. En el momento de contestarte me pregunto si esta carta te llegará, si seguís viviendo en el Village, espero que la supuesta eficacia norteamericana sepa encaminar las cartas a su buen destino.

Creo que hablé con tu amiga Magdalena (por teléfono), y digo creo porque todo se me confunde en estos tiempos de aviones, de enfermedades, de múltiples tareas. Pienso que sí, que me dijo que pasaba unos días por aquí; a lo mejor fue ella quien me hizo llegar tu texto, en todo caso no encuentro ningún sobre y no puedo verificarlo. Cada nuevo viaje es como una escoba que me pasa por la memoria de las cosas prácticas; y los años, Luisa, los años.

Cómo no decirte todo lo que me emociona tu carta porteña, todo lo que contiene para mí desde lo que contiene para vos y llega a través de tu palabra. Ah sí, me hubiera gustado acompañarte en la Plaza de Mayo, haber andado con vos por los barrios viejos; y haber sufrido juntos, claro, porque demasiado se siente que eso fue atrozmente duro para vos.

En estos últimos días, a cuarenta años de su muerte, vuelvo a percibir, mejor dicho a sentir, esa muy tenue sonrisa cortazariana que está sin estar y late. Ya no colgando de la Pirámide de Mayo sino sobre la cúpula del Congreso de la Nación. Así es el eterno retorno con sus desplazamientos.