Buenas noches, buen provecho (diría Gatica):

Disculpad, lectoros y lecteras, por mi posible reiteración de ciertas conjeturas afirmativas, como por ejemplo, la necesidad de ley que tenemos los neuróticos, y la negación de la ley que tienen los psicóticos.

En esta ocasión, referireme al mamotreto de “setenta proyectos y ninguna ley” –que el oficialismo llevó al Capitolio para que los legisladores de bien puedan divertirse un tiempo mientras ellos arrasan con todo–, es decir, la “ley” mal llamada “ómnibus”, que iba a terminar siendo “taxi”, no por lo que le cortasen, sino por lo cara que nos iba a salir, pero al final no la quisieron ni los revendedores de repuestos automotores.

Como muestra de la ruta retorcida por la que nos conducen, el rey león primero presionó para que se aprobase “el modelo tal cual”, pero ni bien la oposición amigovia hizo algunas modificaciones, su propio bloque la mandó al taller a que le sacaran la palanca de cambios, sin saber que ese taller era de desguace. O sabiéndolo.

Y el gobierno “logró lo que quería”: que no haya ley.

Aquella ley contenía otras leyes que a su vez contenían proyectos, incisos, agregados y quitados, acotaciones al margen, quites de algunos y retruques de otros, anteproyectos, predicciones y contradichos varios. Y no me extrañaría que alguna letra muuuy chiquitita dijera: “Nada de esto tiene vigencia, solo vale lo que al rey león se le cante ordenar cada día”.

O sea: en principio querían que fuera votada, primero en general y luego en teniente general, una ley que nadie sabía qué decía. Era para obtener sumisión, que, traducido al libertario básico, es “gobernabilidad”, y en castellano sería “ma sí, hacé lo que se te cante”. Los legisladores dijeron que no, porque todos y todas elles también han sido electes para limitar o facilitar al Ejecutivo, según lo que crean conveniente para la patria. Por eso, para poder aprobarla, tenían que al menos entender "de qué se trata".

Ya conocemos el principio del rey león: “Todos tienen el derecho de hacer lo que yo quiera”.

Supongamos que el Congreso apruebe una ley muy afín al gobierno, lo suficientemente simple como para el oficialismo pueda entenderla, lo suficientemente antinacional como para los titiriteros la acepten y lo suficientemente vacía como para que sea muy difícil de discutir. Por ejemplo: “Cada uno puede importar lo que quiera”. Suena muy a libertario, sí. Suena muy de las singularidades humanas, también. Pero..., tres días después de la puesta en vigencia, ponele, Juan Pérez se presenta en una oficina creada a tal efecto, y dice:

–Buenos días, me llamo Juan Pérez y quiero importar peces alimentados a leche de Uruasil.

–Buenos días, señor Pérez –le responde un solícito empleado–. ¿Podría usted decirnos qué clase de animal es el Uruasil?

–No me llame señor, que aún soy señorito; y, por otro lado, lamento su desconocimiento, ya que seguramente es usted un funcionario calificado, pero Uruasil no es un ser vivo que produzca leche sino el sitio del que quisiera importar los peces alimentados a leche.

El empleado, quizás herido en su amor propio, dice:

–Lo siento mucho, señorito Pérez, pero quizás usted desconozca que Uruasil no es un país existente en este planeta, y aún no hay acuerdos interplanetarios de importación.

Más contrariado, Juan Pérez espeta, en una mezcla de enojo y dolor:

–Sepa usted que yo no soy ningún ignorante, cosa que lamento porque en estos tiempos la ignorancia ha sido puesta en valor. Lo que estoy haciendo es respetar y hacer respetar, en cuanto de mí dependa, la ley que ha sido votada por el gobierno que ha sido votado por la mayoría de los argentinos, que (extrañamente, he de decir) me incluye. Esa ley dice: “Cada uno puede importar lo que quiere”, sin especificar si debe hacerlo de sitios que existan.

–Pues lo siento –responde el empleado–, evidentemente la premura por aprobar la ley ha impedido que los legisladores especifiquen este detalle, pero no hay manera de importar algo de un lugar que no existe.

Enojado con la oposición, que seguramente presionó al bloque oficial para que se confundiera, Juan Pérez difunde el hecho en sus redes, y así genera un movimiento virtual que es retuiteado por el presidente, y el bloque oficialista negocia con la oposición amigovia que, a cambio de unas gotitas de leche en el café de los legisladores, se aclare este punto de la ley.

Más que satisfecho, henchido de orgullo cívico, Juan Pérez vuelve a la oficina y proclama:

–Me llamo Juan Pérez y quiero importar peces alimentados a leche de Indonesia.

Aunque el empleado sabe que Indonesia sí existe, no por ello deja de contradecir al señorito Juan:

–Disculpe, señorito, pero Indonesia no produce ni importa leche para alimentar peces.

–¿En qué punto de la ley dice que debe tratarse de productos existentes? ¡No está especificado! –se enoja Juan.

Mal que le pese, el empleado asiente, pero, con solo su expresión facial, le hace entender a Juan que él, el empleado, no puede hacer nada.

Juan retoma su militancia virtual, explica nuevamente que la oposición, desde que asumió el nuevo gobierno, no hace otra cosa que confundir a los oficialismos con demandas sociales absurdas como aguinaldo, vacaciones y comida, y así les impide legislar con la claridad necesaria para transformar al país en la Irlanda del siglo XXII. El presidente retuitea, y presiona a la oposición amigovia con quitarles las gotas de leche del cortado si se oponen, y agregarles un sobrecito de azúcar o bien de edulcorante si aceptan. La ley se vuelve a modificar.

Coronado, más que henchido, de gloria, Juan vuelve a la oficina, teniendo claro que, como bien dice la ley, deben ser productos que existan, de lugares que existan.

–Buenos días, quisiera importar teléfonos celulares de los Estados Unidos.

–Muy bien, señorito – dice el empleado. Pero antes de que Juan renueve sus votos libertarios y grite cien veces “viva la libertad, carajo”, pregunta–: ¿Cuánto dinero desea usted invertir?

Juan palidece, luego lividece, luego vuelve a palidecer, y explicita:

–¡No hay plata! Yo no tengo un peso ni un dólar ni un euro ni un rand partido al medio. Tenía ciertos ahorros, pero por culpa del gobierno anterior, que hizo todo tan mal, ni bien subió el gobierno actual tuve que invertirlos en unas latas de atún, que más que ahorro resultaron el alimento mío y de mi gato. Cuando se terminó el atún, comencé a mirar al gato con hambriento cariño, pero se ve que la criatura es también libertaria como yo, y partió en busca de una mejor oportunidad. O quizás sea populista y corrió en busca de una manifestación que pida la vuelta del plan Maull.ar. Como no soy gato, no tengo ese derecho; por eso, pensé: "Ya que sancionaron esta ley para salvar a la Argentina, y yo soy argentino, voy a utilizarla para salvarme yo". En ningún lugar de la ley dice que haya que poner dinero para importar.

El empleado no sabe si sentir pena o no. Decide que no. Pero le especifica que, sin dinero, no podrá importar. Entonces, Juan inicia el mismo camino virtual de las otras dos veces. Alguno que otro lo acusa de “orco, zurdo, o ‘argentino de mal’” por querer salvarse y ganar dinero sin tenerlo previamente.

Juan resuelve que la oposición está ganando la batalla cultural porque ha convencido a muchos de sus camaradas de que se volvieran contra él. Y piensa: “Estos populistas, lo único que entienden es la fuerza, no razonan. No la ven”.

Quizás la consigna colectiva del momento sea: “La patria no se vende”. La consigna singular es, me atrevo a afirmar: “No nos volvamos locos”.

Sugerimos acompañar esta columna con el video estreno “Semblanza de una típica familia masoquista argentina”, parodia de Rudy-Sanz sobre un clásico tema de Sui generis.