Antes de que la irrupción de las redes sociales también hiciera de las suyas en el vínculo entre cualquier proyecto artístico y el mundo que lo rodea, los ensayos de una obra escénica, ya fuese de danza o de teatro, eran espacios investidos de bastante secretismo. Las cosas cambiaron rápido: hoy, cualquier persona munida de un teléfono y una cuenta de Instagram puede espiar a un elenco repasando parlamentos o probando coreografías y, si presta suficiente atención, hasta puede ir siguiendo los avances de aquello que ese elenco tiene entre manos, día tras día, historia tras historia.

Hasta ayer nomás eran bastantes menos los afortunados que accedían a la cocina de un proceso. A medida que se acercaba la fecha de un estreno, ese grupo se iba ampliando. Primero había espacio únicamente para el director, algún asistente y el ensamble. Más tarde, la ronda se extendía a vestuaristas, escenógrafos y otros responsables técnicos. Con el tiempo, algunos amigos y colegas eran invitados al ensayo general. Finalmente, las puertas se abrían a todo el público interesado. Pero con ese mismo acto de apertura se decretaba el fin del período de ensayos, ese espacio en el que por definición está permitido probar y equivocarse, aunque no por eso está exento de disciplina o métodos. Todo lo contrario: los ensayos tienen horarios, una estructura, objetivos concretos. Y aunque suele estar marcado por los interrogantes, también ofrece respuestas si se lo aprovecha: es ahí mismo donde actores, bailarines y cantantes entienden qué cosas necesitan seguir practicando y cuáles son los trajes que les calzan mejor.

Algo de eso es lo que intenta mostrar Florencia Werchowsky en Ensayo del fin del mundo, su nuevo proyecto escénico, que desde el próximo viernes se propondrá, justamente, ser eso que promete desde el título: un ensayo abierto en medio de tiempos convulsos, que irá mutando y que jamás será igual al anterior, en parte porque ninguna función es idéntica a otra, y en este caso menos, porque lo que verá el público estará hecho de esa materia vaporosa de la que está construida cualquier cosa en fase de experimentación.

Foto: Emiliano Rodriguez

El elenco –conformado por el cantante lírico Iván García y los bailarines clásicos Luciana Barrirero, David Gómez, Aldana Jiménez, Valentín Fernández y Julieta Zabalza– coincidirá en la sala Los Vidrios para ensayar escenas o procedimientos necesarios para ejecutar sus escenas. La propuesta, para que se entienda, no busca emular un ensayo: lo que el público está invitado a ver será, ni más ni menos, un ensayo de verdad, en tiempo real, sin artificios. Sin solución de continuidad, los espectadores pueden ver un divertimento de Rachmaninov bailado con algunas licencias por ahí, las poses más características de la técnica Bournonville repetidas una infinidad de veces por allá, una coreografía para el Lamento de la ninfa de Monteverdi en la otra punta. A veces, en absoluta independencia, con cada intérprete en su mundo, otras veces bajo la influencia de los demás, contaminando el trabajo del otro. Un poco como en la vida misma.

Dónde poner el ojo será decisión de cada espectador. “Como cuando mirás por la ventana hacia la calle y tus ojos eligen si seguir a una persona o hacer un paneo más general: la obra está pensada como una totalidad, y de esa totalidad van a emerger algunos momentos de danza a veces más y a veces menos articulados unos con otros. Aunque cada uno de los intérpretes ensaya sus piezas por separado, todos forman parte del mismo entramado y uno como público puede decidir qué hacer con eso”, explica Werchowsky, que con este proyecto lleva por cuarta vez al escenario a bailarines clásicos para crear junto a ellos unas piezas escénicas extrañas y muy distintas a las que suelen interpretar.

Foto: Alejandro Quesada

Entre la adaptación escénica de su novela Las bailarinas no hablan, que marcó su debut como directora, hasta las obras de teatro documental Danza de los estados y Dos bailarines desnudos, Werchowsky fue afilando su búsqueda artística en general y las preguntas que tenía para hacerle al mundo del ballet en particular. Un mundo que dice fascinarla desde chica, algo que se comprueba fácilmente repasando su biografía: en la preadolescencia viajó desde su Río Negro natal a Buenos Aires para formase como bailarina clásica en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. Y aunque a los 17 dejó la danza para dedicarse al periodismo cultural y, más tarde, a escribir ficción, el interés por ese universo nunca dejó de persistir. Incluso, atravesó distintos lenguajes.

Dirigir teatro no estaba en sus planes. Pero, durante 2017, un pálpito la llevó a aplicar a la Escuela de Invierno de Nueva Ópera, un programa en el que encontró una caja de herramientas más para canalizar sus ganas de investigar y de contar historias ajenas.

Y así, después de otras tres piezas dedicadas a contar desde distintos ángulos las vidas de sus personajes favoritos, los bailarines clásicos, llegó a Ensayo del fin del mundo, donde más que en las historias el foco está puesto en los oficios del ballet y de la canción lírica. ¿Un homenaje a todos esos géneros nacidos hace muchísimos siglos, cultivados aún hoy por una minoría apasionada? ”Pienso este proyecto como una celebración de las artes vivas en general y también como una especie de resistencia: a la tiranía de lo rentable, a los tiempos TikTok, eficaces y cortitos. Ensayo no tiene una trama en el sentido aristotélico, es un proyecto lento e imperfecto, una oportunidad de sentarse a observar los rituales vinculados a un quehacer. Un quehacer que en muchas cosas es igual a muchos otros trabajos y a la vez, es, también, único”.

Ensayo del fin del mundo se podrá ver el viernes 16, sábado 17, domingo 18 y viernes 23, a las 19.30, en Los Vidrios, Donado 2348.